´Mirando al mar desde la ermita 24 - IX -2018

Tras el relax de ayer –de nuevo estoy en El Bierzo por unos días y Carlos de Prada y yo nos fuimos a pasar un día de pesca en Rioseco de Tapia (lejos por tanto del “mundanal ruido”)-, retomo esta mañana el hilo de las percepciones y sensaciones de los cuatro días, de parecido relax, pero de mayor ajetreo, pasados en Mallorca, del 15 al 18 de septiembre.
He de confesar ante todo que, cuando apunto en el título de hoy lo de “mirando al mar”, no estoy remedando las nostalgias o sueños de la conocida copla, sino evocando nuevas situaciones de miradas profundas y horizontes infinitos. Dicho de otro modo y más al vivo, uso la expresión para dar “cancha” a esa prerrogativa tan propia y exclusiva del hombre –que no tienen ni los animales ni las plantas o las piedras-, que es su capacidad, y posibilidad por tanto, de trascenderse a sí mismo con cada paso que da por la vida. No es cosa de soñar meramente, sino de ver y tocar. Nada o casi nada son las apariencias cuando la realidad te coge o te soba. Tocar, palpar la realidad aunque esa realidad se resista, o mejor quizá porque se resiste, es sin duda un reto de vida humana al que nadie debiera renunciar o sustraerse.
Asunta y Toni –ansiosos, como vengo diciendo, por complacer mi gusto y deseo de ver esta vez cosas que antes no hubiera visto-, organizan para esta mañana del martes, 18 (el avión de vuelta a Madrid sale a las seis de la tarde) un exquisito programa, que diera comienzo en la ciudad de Palma, con una visita a los “baños árabes” que en la parte vieja de la ciudad se conservan (datan, al parecer, del s. X), para irnos después –por Valldemossa y hacia Deà y Soller-, por caminos y rutas de la Tramontana, entre campos de almendros y olivares centenarios –imponentes olivos verdeceos, de troncos retorcidos que dan fe de sus años- en busca de aquella “ermita”, que en boca de Asunta (que lleva la “voz cantante”, mientras Toni gobierna con destreza el volante por aquellos vericuetos, serpenteantes y estrechos, de la Costa Norte de la isla) era –con Miramar, más abajo- meta imprescindible para seguir las huellas de Ramón Llull en etapas dificulltosas de su azarosa vida.
Sin perder nunca de vista el mar al fondo, azulado y en quietud majestuosa, con las antiguas torres de vigilancia en estratégicos altozanos de la costa, y hasta sin saber a ciencia cierta dónde se hallaba la dichosa “ermita” que nos proponíamos visitar, al fin nos damos de bruces con la misteriosa “ermita”. Porque misterio se barruntaba y misterio tuvo aquella visita.
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Los “baños árabes” en la parte vieja de Palma (en la calle Serra, nro. 7) nos ocupan la primera parte de la ñalana. Guiados por “Chisco” España y Morell, dueño del privilegiado recinto y la mansión contigua, entrar allí era como transportarse a un escenario pre-medieval. Al lado de un cuidado jardín, en el que no faltaban palmeras de casi cien metros de altura y lucían recuadros de flores de mil colores, la puerta de acceso al recinto de los “baños” me lleva en volandas al mozárabe impoluto de nuestro berciano Santiago de Peñalba -otro vestigio de viejas glorias pasadas en común-; y dentro la sala cuadrada de los baños, con su cúpula de media naranja, sus 12 columnas y 25 lucernas, y el suelo dispuesto para hacer del lugar un recinto para reunirse, relajarse entre vapores cálidos y hacer del ocio un placer. La posterior visita a la mansión de “Chisco” se hace remate jugoso –por el arte que allí se encierra- a esa primera etapa del programa del día.
Tras buscar una librería y comprarme La ciudad sumergida, de J. Carlos Llop –recomendable, como se me dice, para bucear en las entrañas y el subsuelo espiritual de la ciudad de Palma, en busca de su alma (la tienen sin duda las ciudades y los pueblos)-, nos vamos por Valldemossa y aledaños hacia los empinados acantilados y riberas de la Costa Norte al encuentro de la “ermita”.
Y la “ermita” se nos aparece al fin, humilde y recoleta, como una especie de soberbio envite al mar; como espigón de proa, tal vez mejor, de una barca que, cansada de navegar, se hubiera quedado barada y estática en aquella ladera picada de la costa nor-noroeste de la isla; en espera calculada de tiempos mejores para ir mar adentro y ensayar otras singladuras. No había gente, salvo dos o tres personas que sacaban fotos desde aquel bastión admirable.
De la Santísima Trinidad se llama la ermita y fue fundada en 1624 por Juan de la Concepción Mir y Valdés. Después de sorprender en una de las paredes laterales del recinto un mosaico policromado con la figura de Ramón Llull (síntoma sin duda de sus huellas lejanas por aquellos parajes ásperos y empinados, pero evocadores y simbólicos), al entrar en la pequeña y coqueta iglesia, veo sentado en uno de los bancos a uno de los tres ermitaños que en estos momentos hacen la comunidad (si así se puede hablar cuando de ermitaños se trata). Le observo absorto. Me siento a su lado. Le toco con suavidad en el brazo y él, como si despertara de un sueño feliz, me mira con unos ojos chispeantes que dan fe de vida y buena salud. Le pregunto cosas de su vida en el lugar. “Guardamos silencio y rezamos”, me dice en sustancia. Somos tres en la actualidad. Me dice que se llama Fr. Antonio de San Pablo y poco más le pregunto porque acaba de entrar, también para rezar tro de los ermitaños, que dice llamarse fr. Gabriel de los Sagrados Corazones, al que también saludo antes de salir para seguir más abajo hasta Miramar –otra huella de Ramón Llull- y volvernos, por los mismos caminos, de bosque mediterráneo y laderas de rocosos olivares hasta la misma espuma del mar, a Valldemossa para comer, una “pizza” recién hecha y un helado –hace calor estos días en Mallorca-, comentar la peripecia ultramontana y sugestiva de la que yo llamo ya la ruta de Llull y regresar con tiempo para dejarme en el aeropuerto a las cinco de la tarde. Con exquisito sabor de boca y regusto por la suerte de hallar la “ermita” y darnos la placentera oportunidad de toparnos con aquellos “ermitaños”, en pleno s. XXI, especimenes de otro tiempo, pero que –so se mira bien y a fondo- no desdicen ni en en la frívola y baja catadura moral e incluso estética de la pos-modernidad y pos-verdad en que nos hallamos metidos para el cogote o más. No desdicen y posiblemente hacen falta porque invitan a pensar en esa verdad absoluta de que no puede llamarse oro todo lo que reluce.
¿Qué me digo de Llull, o por qué mis querencias hacia este prócer espiritual del Medioevo mallorquín e hispano, que -en unos tiempos que, para satisfacción de ignorantes, han de ser negros, achacosos y oscuros- descuella –a la vez- como paladín de tolerancia y como ferviente defensor y difusor de la doctrina de Jesús, que consideraba la única verdadera?
¿Es posible que un creyente católico sin fisuras en su fe y creencias, aunque con las dudas normales de un hombre limitado ante la infinitud de Dios, sea tolerante con las otras religiones, incluso con la que terminaría por lapidarle en el norte de Áftrica?
Pienso que cualquiera que lea con honestidad y empeño su obria titulada “Libro del gentil y los tres sabios” seguramente no tendrá seguramente mayor dificultad para comprender que, no es sólo posible, sino coherente con la necesaria libertad del acto de fe y con las exigencias del derecho inviolable de todo hombre a la libertad de conciencia y religiosa.
Pero otro dìa hablaremos de este libro señero del sorprendente Ramón Llull. Desde que hace años visité con el P. Antoni Martorell su tumba en el convento de los Franciscanos en Palma, me quedé con el afán de analizar a fondo las raíces históricas de la tolerancia cristiana en España frente a los “moros”, y así cerrar bocas sucias que nos acusan injustamente de haber sido, y hasta ser ahora, intolerantes absolutos, cuando –la verdad- ejemplos de intolerancias los hay más y mayores fuera de nuestras fronteras que dentro de ellas; y que la guerra de todos los pueblos de Hispania contra los “moros” no se debió a que fueran de religión mahometana, sino a que eran invasores de nuestras tierras, de sur a norte y de este a oeste.
Como da para mucho esta historia y el espacio y el tiempo se acaban por hoy -y no sin decir para cerrar que la figura de Ramón Llull, creyente él y de qué manera pero tolerante también y de qué misma manera-, con mi gratitud –en mi medida propia- insuperable hacia mis anfitriones de estos días en Jornets, me subo al avión en Son San Juan sin decir adiós a los recuerdos, porque mañana o pasado volveré con algunos añadidos de cosas que no me gustaría dejar en el tintero. “Arreveure”. Hasta más ver, amigos.

SANTIAGO PANIZO ORALLO
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