Regalo de amigo 29 - XII - 2018
“Para que tengan vida”.
Esta divisa, sacada del Evangelio de San Juan (10,10), campea en el escudo episcopal de este amigo, al que se dirigen, con gratitud, estas reflexiones de hoy.
Amigo de la vida es quien predica la vida; y más todavía quien ayuda con su desvelo y esfuerzo a que la vida sea una realidad y una verdad por los cuatro costados.
Fe, esperanza y amor son tres puntales decisivos de una vida, la que sea.
Lo reitero con frecuencia. Mi gratitud es plena con los amigos que reciben mis reflexiones y las comparten; pero lo es igualmente con los que puedan disentir, porque –de este modo- me ayudan con sus reparos y hasta con sus críticas a hacerme autocrítica y, con ello, a ser más…
Esta vez y en este caso, no la crítica, sino la idea más bien me llega de labios de mi amigo Fidel; pero no del arzobispo de Burgos que se llama Fidel, sino de Fidel, que es arzobispo de Burgos. Y vale la precisión, pues, aunque parece lo mismo, no lo es, Para mí, al menos, no es lo mismo el cargo que la persona que ocupa el cargo. Las personas subyacen a sus cargos, y, aunque se infuyen, los espacios y los ámbitos son distintos.
Pero, dejémonos de retóricas y vayamos al grano.
El día 26 llamé a don Fidel para saludarle, congratularnos del anual recuerdo de la primera Navidad y desearnos lo mejor el uno al otro. Cuando le pregunto cómo se halla, me responde sin dudas ni matices que “con buen ánimo”. Al verme sorprendido de su “buen ánimo” en tiempos tan agrios, tan azarosos y vulgares y hasta borrascosos como los actuales, Fidel suelta una leve risilla y refuerza hasta con energía su aserto. “Sí. Buen ánimo”, ratifica sin asomo alguno de tibieza en su decir. “Un creyente católico –añade-, si no es frágil ni disfraza sus creencias, ha de tener buen ánimo a pesar de todo”. Y aún dice más: el “buen ánimo” del creyente viene colgado como fruto siempre maduro y seguro de las tres virtudes teologales debidamente adjetivadas y adobadas con tres adjetivos que las hacen portadores necesarias del “buen ánimo” y de más que eso. Y las enumera con sus adjetivos: una fe viva; una esperanza activa; y un amor concreto.
Me quedé pensativo unos instantes, los justos para que él expresara con brevedad lo que los tres adjetivos imprimen a la sustancia de las virtudes. Al acabar de oírle puntearlas, me dije que, si no eran finas y convincentes sus razones, ni un milímetro les faltara para serlo del todo.
Tras despedir al amigo y dejar el teléfono, yo seguia pensando y tomando nota de unas ideas que, al tener en su caso categoría de creencias, vitalizaban sin duda su ser y estar en el mundo y en la Iglesia de Cristo.
Me seguían retando con descaro y con fuerza los adjetivos de las tres virtudes. Una fe viva, una esperanza activa y un amor concreto. Retado así, no me queda otro remedio que intentar glosarle, con pobreza seguramente, pero con ilusión, porque esos adjetivos adosados a las virtudes componen a mi ver un ideario racional y afectivo de un creyente cristiano y católico, en afanes de sintonía con la anual rememoranza de la Navidad cristiana, y en clave -subsiguiente- de verse en buen ánimo a pesar de todo, al poder observarse en el cuadro que forman las tres un antídoto para el pesimismo, la nostalgia o las pesadumbres. “Buen ánimo, sí”, seguía ruibricando mi amigo cuando yo pretendía rellenar de contenido vital –humano y cristiano- estos tres adjetivos.
Fe viva quiere decir fe “vivida”, fe con palabras pero, más que con palabras, con obras.
Fe viva se opone a “fe muerta”.
“Fe viva” puede ser la fe llamada del “carbonero”, la del que cree aunque no entienda ni sepa mucho de su fe; pero es fe.
“Fe viva” puede ser la fe del pueblo, al que no se le pueden exigir exquisiteces teológicas para dar cuentas de su fe, sencillamente porque no las necesita para mantenerse en ella, porque algo de dentro le permite intuir que lo que cree tiene más seguridad y valor que lo que otros llaman verdades de la ciencia o la técnica.
Y “fe viva” es –sigo creyendo yo- la de los que –entre telarañas, nebulosas y hasta dudas (quién es el majo que, siendo hombre con límites y fronteras, se puede gloriar de no tener duda alguna acerca de Dios, cuando –como dijera Harold Bloom- a los hombres, por ser hombres, nos falta vocabulario adecuado para encararnos con lo divino)- persisten en buscar a Dios, en no darlo nunca por perdido ni extraño a su peripecia humana, en querer creer porque –sigo pensando yo- el que quiere creer ya está creyendo, por la misma razón del que quiere rezar, que ya está rezando.
“Fe viva” es fe “no muerta” del todo, porque donde hay vida, aunque sea poca o corta, hay esperanza.
Esperanza activa. Me subyuga este adjetivo que adosa con abrazo estrecho y profundo mi amigo a la virtud cristiana de la esperanza.
Hay ocasiones –y las horas de debacle o los tiempos de “odium Dei” de que habla Ortega en su Dios a la vista pueden serlo-, en que las negruras pintan más que los colores, el blanco, el azul o el verde; y tienta el desánimo; y a la esperanza se le llama o puede llamar “consuelo de bobos”. Y sin embargo, cuando “la necesidad de Dios” se presiente único asidero a que agarrarse porque todo lo demás periclita, se mueve o se vuelve “pan para hoy y hambre para mañana”, el recurso a la esperanza no es veleidad ni azar, sino camino ya de acceso a tierra firme.
“Esperanza activa” –la que no se queda quieta; la que se mueve en busca de lo que espera; la que no equivale a resignación negativa o pasiva; la que de su verde color de vida en ciernes sabe sacar hojas y flores y frutos.
“Esperanza activa”: la que no se limita a esperar, sino que se pone en camino –sin pausa- hacia lo que se espera.
Y como siempre habrá motivos para la esperanza cuando Dios -y no otros tan limitados como yo- es garante y la avala, esta esperanza en movimiento hacia Dios no sólo es posible y factible, sino que se erige en uno de los primeros síntomas de la “fe viva”.
Y amor concreto. Cuando se analiza y estudia el amor, se pierde uno. Y más uno se pierde y errante se vuelve cuando al amor se le busca por “los cerros de Úbeda”, como suele decirse vulgarmente.
El amor –esa “especie de injerto metafísico” como le llama Ortega en los Estudios sobre el amor, que hace de dos uno, porque iguala, eleva, abona empatías y sintonías hasta en la distancia de los dos o más que se quieren-… El amor –digo- no puede ser ni verse ni mucho menos vivirse en abstracto; así lo tomarán seguramente los que nada saben o sienten del amor.
El amor, para serlo de verdad, tiene que ser concreto. Ha de “encarnarse”, lo que es “aproximarse” para “compartir”. Y en eso el amor se distancia absolutamente del odio, en que el amor une para querer al otro como a uno mismo, mientras el odio –los odios, todos ellos- alejan, distancian, destruyen y –siempre que pueden- matan.
El amor -como la vida, de la que ha de ser sustancia en toda su circunstancia-, para ser veraz, ha de ser tan concreto, como han de serlo para ser bellas, las preciosas cualidades con que lo adorna san Pablo en esa “carta magna” del amor, que llena el cap. 13 de su Carta primera a los cristianos de Corinto.
Atando cabos de estas fechas, en la figura del amor concreto hasta “encarnarse”, puede muy bien atisbarse una de las vibraciones más rutilantes y agudas del Dios con nosotros, en cuanto ello esencia lo más auténtico y entero de la Navidad cristiana.
Tan concreto es el amor de Dios al hombre que basta seguir el itinerario del Pesebre al Calvario para comprobarlo. Pudo hacerlo de otro modo, pero lo hizo así, dejándose la piel por los caminos en busca de lo que amaba, que no es otra cosa que el hombre hecho a imagen y semejanza suya, aunque el mal uso de la libertad le forzara a extremar su compromiso de amor.
El amor, todo amor, o es concreto y se concreta, o no es nada.
+++
Fe viva. Esperanza activa. Amor concreto.
Gracias, amigo Fidel. Celebro haberte llamado ese día. Me has emulado y activado.
Que todos mis amigos –al compartir lo que pienso- me inciten, como has hecho tú, a ir cada vez más lejos en ideas y en creencias. No dañan incentivos como estos. Ayudan a ser más; y eso, en una vida humana, no tiene precio.
Buen ánimo, pues, también para el Nuevo Año.
SANTIAGO PANIZO ORALLO
Esta divisa, sacada del Evangelio de San Juan (10,10), campea en el escudo episcopal de este amigo, al que se dirigen, con gratitud, estas reflexiones de hoy.
Amigo de la vida es quien predica la vida; y más todavía quien ayuda con su desvelo y esfuerzo a que la vida sea una realidad y una verdad por los cuatro costados.
Fe, esperanza y amor son tres puntales decisivos de una vida, la que sea.
Lo reitero con frecuencia. Mi gratitud es plena con los amigos que reciben mis reflexiones y las comparten; pero lo es igualmente con los que puedan disentir, porque –de este modo- me ayudan con sus reparos y hasta con sus críticas a hacerme autocrítica y, con ello, a ser más…
Esta vez y en este caso, no la crítica, sino la idea más bien me llega de labios de mi amigo Fidel; pero no del arzobispo de Burgos que se llama Fidel, sino de Fidel, que es arzobispo de Burgos. Y vale la precisión, pues, aunque parece lo mismo, no lo es, Para mí, al menos, no es lo mismo el cargo que la persona que ocupa el cargo. Las personas subyacen a sus cargos, y, aunque se infuyen, los espacios y los ámbitos son distintos.
Pero, dejémonos de retóricas y vayamos al grano.
El día 26 llamé a don Fidel para saludarle, congratularnos del anual recuerdo de la primera Navidad y desearnos lo mejor el uno al otro. Cuando le pregunto cómo se halla, me responde sin dudas ni matices que “con buen ánimo”. Al verme sorprendido de su “buen ánimo” en tiempos tan agrios, tan azarosos y vulgares y hasta borrascosos como los actuales, Fidel suelta una leve risilla y refuerza hasta con energía su aserto. “Sí. Buen ánimo”, ratifica sin asomo alguno de tibieza en su decir. “Un creyente católico –añade-, si no es frágil ni disfraza sus creencias, ha de tener buen ánimo a pesar de todo”. Y aún dice más: el “buen ánimo” del creyente viene colgado como fruto siempre maduro y seguro de las tres virtudes teologales debidamente adjetivadas y adobadas con tres adjetivos que las hacen portadores necesarias del “buen ánimo” y de más que eso. Y las enumera con sus adjetivos: una fe viva; una esperanza activa; y un amor concreto.
Me quedé pensativo unos instantes, los justos para que él expresara con brevedad lo que los tres adjetivos imprimen a la sustancia de las virtudes. Al acabar de oírle puntearlas, me dije que, si no eran finas y convincentes sus razones, ni un milímetro les faltara para serlo del todo.
Tras despedir al amigo y dejar el teléfono, yo seguia pensando y tomando nota de unas ideas que, al tener en su caso categoría de creencias, vitalizaban sin duda su ser y estar en el mundo y en la Iglesia de Cristo.
Me seguían retando con descaro y con fuerza los adjetivos de las tres virtudes. Una fe viva, una esperanza activa y un amor concreto. Retado así, no me queda otro remedio que intentar glosarle, con pobreza seguramente, pero con ilusión, porque esos adjetivos adosados a las virtudes componen a mi ver un ideario racional y afectivo de un creyente cristiano y católico, en afanes de sintonía con la anual rememoranza de la Navidad cristiana, y en clave -subsiguiente- de verse en buen ánimo a pesar de todo, al poder observarse en el cuadro que forman las tres un antídoto para el pesimismo, la nostalgia o las pesadumbres. “Buen ánimo, sí”, seguía ruibricando mi amigo cuando yo pretendía rellenar de contenido vital –humano y cristiano- estos tres adjetivos.
Fe viva quiere decir fe “vivida”, fe con palabras pero, más que con palabras, con obras.
Fe viva se opone a “fe muerta”.
“Fe viva” puede ser la fe llamada del “carbonero”, la del que cree aunque no entienda ni sepa mucho de su fe; pero es fe.
“Fe viva” puede ser la fe del pueblo, al que no se le pueden exigir exquisiteces teológicas para dar cuentas de su fe, sencillamente porque no las necesita para mantenerse en ella, porque algo de dentro le permite intuir que lo que cree tiene más seguridad y valor que lo que otros llaman verdades de la ciencia o la técnica.
Y “fe viva” es –sigo creyendo yo- la de los que –entre telarañas, nebulosas y hasta dudas (quién es el majo que, siendo hombre con límites y fronteras, se puede gloriar de no tener duda alguna acerca de Dios, cuando –como dijera Harold Bloom- a los hombres, por ser hombres, nos falta vocabulario adecuado para encararnos con lo divino)- persisten en buscar a Dios, en no darlo nunca por perdido ni extraño a su peripecia humana, en querer creer porque –sigo pensando yo- el que quiere creer ya está creyendo, por la misma razón del que quiere rezar, que ya está rezando.
“Fe viva” es fe “no muerta” del todo, porque donde hay vida, aunque sea poca o corta, hay esperanza.
Esperanza activa. Me subyuga este adjetivo que adosa con abrazo estrecho y profundo mi amigo a la virtud cristiana de la esperanza.
Hay ocasiones –y las horas de debacle o los tiempos de “odium Dei” de que habla Ortega en su Dios a la vista pueden serlo-, en que las negruras pintan más que los colores, el blanco, el azul o el verde; y tienta el desánimo; y a la esperanza se le llama o puede llamar “consuelo de bobos”. Y sin embargo, cuando “la necesidad de Dios” se presiente único asidero a que agarrarse porque todo lo demás periclita, se mueve o se vuelve “pan para hoy y hambre para mañana”, el recurso a la esperanza no es veleidad ni azar, sino camino ya de acceso a tierra firme.
“Esperanza activa” –la que no se queda quieta; la que se mueve en busca de lo que espera; la que no equivale a resignación negativa o pasiva; la que de su verde color de vida en ciernes sabe sacar hojas y flores y frutos.
“Esperanza activa”: la que no se limita a esperar, sino que se pone en camino –sin pausa- hacia lo que se espera.
Y como siempre habrá motivos para la esperanza cuando Dios -y no otros tan limitados como yo- es garante y la avala, esta esperanza en movimiento hacia Dios no sólo es posible y factible, sino que se erige en uno de los primeros síntomas de la “fe viva”.
Y amor concreto. Cuando se analiza y estudia el amor, se pierde uno. Y más uno se pierde y errante se vuelve cuando al amor se le busca por “los cerros de Úbeda”, como suele decirse vulgarmente.
El amor –esa “especie de injerto metafísico” como le llama Ortega en los Estudios sobre el amor, que hace de dos uno, porque iguala, eleva, abona empatías y sintonías hasta en la distancia de los dos o más que se quieren-… El amor –digo- no puede ser ni verse ni mucho menos vivirse en abstracto; así lo tomarán seguramente los que nada saben o sienten del amor.
El amor, para serlo de verdad, tiene que ser concreto. Ha de “encarnarse”, lo que es “aproximarse” para “compartir”. Y en eso el amor se distancia absolutamente del odio, en que el amor une para querer al otro como a uno mismo, mientras el odio –los odios, todos ellos- alejan, distancian, destruyen y –siempre que pueden- matan.
El amor -como la vida, de la que ha de ser sustancia en toda su circunstancia-, para ser veraz, ha de ser tan concreto, como han de serlo para ser bellas, las preciosas cualidades con que lo adorna san Pablo en esa “carta magna” del amor, que llena el cap. 13 de su Carta primera a los cristianos de Corinto.
Atando cabos de estas fechas, en la figura del amor concreto hasta “encarnarse”, puede muy bien atisbarse una de las vibraciones más rutilantes y agudas del Dios con nosotros, en cuanto ello esencia lo más auténtico y entero de la Navidad cristiana.
Tan concreto es el amor de Dios al hombre que basta seguir el itinerario del Pesebre al Calvario para comprobarlo. Pudo hacerlo de otro modo, pero lo hizo así, dejándose la piel por los caminos en busca de lo que amaba, que no es otra cosa que el hombre hecho a imagen y semejanza suya, aunque el mal uso de la libertad le forzara a extremar su compromiso de amor.
El amor, todo amor, o es concreto y se concreta, o no es nada.
+++
Fe viva. Esperanza activa. Amor concreto.
Gracias, amigo Fidel. Celebro haberte llamado ese día. Me has emulado y activado.
Que todos mis amigos –al compartir lo que pienso- me inciten, como has hecho tú, a ir cada vez más lejos en ideas y en creencias. No dañan incentivos como estos. Ayudan a ser más; y eso, en una vida humana, no tiene precio.
Buen ánimo, pues, también para el Nuevo Año.
SANTIAGO PANIZO ORALLO