lLa "Tolerancia cero" y sus riesgos - Bordeando líneas rojas (II) 20.XI.2918

“Es preferible dejar a diez culpables sin castigo que condenar a un inocente”.
Este principio, llamado también la “razón” de Blackstone al haber sido el jurista inglés quien le diera forma de axioma penal, plasma la ya entonces común idea de la presunción de inocencia. Su apoyo directo en la dignidad de la persona humana lo inserta de lleno en el disco duro de los derechos humanos y el respeto al mismo es uno de los indicios que separan la civilización de la barbarie.

La expresión “Tolerancia cero” o, dicho de otro modo, “intolerancia total” respecto de algo -persona, cosa o acción- tiene buena prensa como “slogan” expeditivo y cuando de cosas afectas a lo llamado “políticamente correcto” se trata. En momentos de crisis agudas, lo apodíctico suete ser bien acogido. Y no diré que no puedan tener buena base de razones estas fórmulas tan estereotipadas; pero sí diré que tienen también sus peligros y a veces graves. Como el de creerse que la fórmula es un talismán que, sin más, lo resuelve todo. O como el que podría venir –en el caso de estgas reflexiones- de cargarse de un plumazo la presunción de inocencia; anular y hacer de menos las garantías jurisdiccionales, sin las que toda administración de justicia no pasaría de ser, muchas veces, un vulgar ajuste de cuentas; o resucitar de golpe las rígidas y totalitarias presunciones llamadas “iuris et de iure”, que, a parte de hacer del derecho una matemática, matarían las esencias del derecho y de la misión de juzgar, concebida ésta para buscar y gestionar la justicia del caso concreto a la sombra de las leyes: se han ausentado de los ordenamientos por ser automatismos o encubrir totalitarismos.

Al enfilar de este modo mis reflexiones de hoy, retorno –como ayer prometía- al fenómeno, lacra o malaventura de las pedofilias o pederastias en la Iglesia; al escenario de unos vicios tan feos que, aún siendo excepción, abochornan por un lado y encorajinan por otro.
Tiene historia la cosa y, en el momento actual, el escándalo está servido. No se puede negar en hecho, y los últimos Papas, sin limitarse sólo a pedir perdón y disculpas, han colgado en los aleros, puertas y ventanas de la Iglesia –como si de una bandera de enganche se tratara- la consigna de la “tolerancia cero” para tales abusos.
Por lamentable que sea el evento; por daños que la lacra cause o pueda causar en el prestigio y crédito de la Iglesia, soy de los que opinan que, aunque puedan explicarse humanamente estas cosas y hasta buscarles disculpa en la torcida o anómala condición de sus autores, ni cabe conformarse ni, menos aún, disimular o tratar de tapar por un corporativismo falso hasta dejarlo, en alguna ocasión, impune. Se impone, por obvias razones, que caiga sobre ello el peso de la ley, la canónica y también la civil. No hay que “conformarse” y mi lema de ayer, “fiat iustitia etsi pereat mundus” – “hágase la justicia” para que sea posible la vida en la sociedad y en la Iglesia- ya lo apuntaba. No se puede ni convivir ni estar en connivencia con una maldad como esta, sin denunciarla, levantarse contra ella y sobre todo poner medios efectivos y eficaces para erradicarla de los terrenos de todos, lo mismo de la sociedad que de la Iglesia. Se trata de un peligro social grave y no sirven de nada los “paños calientes”.

Sin embargo y a pesar de lo anterior, como “lo mejor” ´-es decir, lo más rotundo y contundente, lo más aparatoso y aparente, lo más espectacular o relumbrante- puede ser –y en ocasiones lo es- enemigo de “lo bueno”; como “lo bueno” y “lo correcto” en estos casos ha de ser “lo justo”; y como “lo justo”, en ocasiones, no se complace demasiado con “lo que es” porque ha de adaptarse rigurosamente a lo que “debe ser”, ayer me precavía, y trataba de precaver, contra hipótesis de dejarse ganar por el relumbrón de la “tolerancia cero” olvidando lo que su aplicación a rajatabla pueda o pudiera entrañar de “riesgos” para la justicia y la verdad en el caso concreto.
Voy a intentar explicarme.
Hay expresiones de doble filo, que, pudiendo tener un buen sentido, se avienen con facilidad al tropo y la figura; y que, cuando se vuelven tópico y se usan como tal, se desmesuran, se alienan y se prestan a –como ayer decía- “tomar el rábano por las hojas” y creerse “super-hombre” quien así opera. Tal pudiera ser el mal fario de una mal entendida “tolerancia cero”.
“Tolerancia cero” –al hilo del doble posible sentido de la expresión, de no sustraerse a la dialéctica del sí y el no, del esplendor y la miseria- puede, llegado el caso, ser o hacerse despótica. A partir incluso de una intencionalidad buena y constructiva, pudiera degenerar en obras y prácticas abusivas y hasta injustas. “Tolerancia cero” es frase tópica como se ha dicho; tan formalista y versátil que si, por uno de los lados, ensaya marcar distancias absolutas con el mal, por el otro, a la hora de las aplicaciones, es capaz de prestarse a excesos injustos.
Es frase absolutista, de anverso positivo, pero de posible reverso negativo. Frases como esta, tan absolutistas y rotundas, en la boca o manos de oportunistas o de ingenuos incluso, pueden volverse del revés y, al ser conjugadas por su reverso simplificador, inclusive hacerse tóxicas socialmente, y destruir bajo su amparo existencias honorables… Como frase ultramontana es virulenta por destino posible más que por condición.

A efectos de apoyo a estas ideas, recuerdo al propio papa Francisco, en un gesto que le honra y define como serio y ecuánime para con la verdad y sus fueros innatos, rectificando en el avión de regrero a Roma de su viaje a Chile y Perú unas declaraciones sobre las denuncias de los fieles por sucesos pasados –a veces muy pasados- por abusos clericales contra menores. Si es verdad –y así lo creo- que estas denuncias pueden y deben admitirse hasta sin exceso de pruebas y razones –siempre ha de haber alguna que salve la cara de quien la recibe-, la gestión de las mismas tendrá que ser –en todo caso- todo lo seria que exijan la trascendencia individual y social del caso y pìdan los fueros de la justicia y la verdad involucrados en el mismo.

He leído alguna vez –y las he explicado en clase a mis alumnos- las Cartas de la Tolerancia de Locke y de Voltaire. Reclaman tolerancia, pero la racionalizan y no la estiran hasta el infinito.
Estoy leyendo, ahora mismo, un libro muy actual sobre los límites de la tolerancia. Se titula Les frontières de la tolérance y su autor es Denis Lacorne. El interrogante más sugestivo de la obra pudiera ser el que el propio autor formula de este modo: ¿Se ha de tolerar a los enemigos de la tolerancia? O dicho por su revés: una intolerancia absoluta, a ciegas, a la “buena de Dios” o a lo que salga, llevada al extremo de dejarse avasallar por ella ¿no podría contradecir la racionalidad de la legítima intolerancia contra esta clase de males?. Creo que es, cuando menos, para pensarlo.

Abruma el peso de los tópicos y los lugares comunes cuando, en la vida colectiva sobre todo, hay que salirse del camino trazado y trillado –eso que vulgarmente se llama “lo políticamente correcto”- y es obligado, por motivos de conciencia y razón, bracear contra la corriente. Vale para lo secular y vale también para lo eclesial. Al respecto, me hago más de una vez esta requisitoria punzante. Si el hombre es, por naturaleza, un ser limitado (la moderna filosofía del “super-hombre” es una concesión al imposible y al absurdo), ¿es justo que. ante la cuita de un ser humano, por el mero hecho de ser acusado –“imputado” se dice- de algo que se ha ganado eso que llamamos los juristas “el favor del derecho” –por la razón que sea, un “favor” atribuido benéficamente por circunstancias o coyuntura-, se cierren los ojos, se le dé por culpable y –hasta en el caso de ser pura insidia la acusación o comprobarse su falsedad- se le cargue de por vida con el “sambenito” de corrupto o, en el caso de los abusos a menores, pedófilo? El caso ¿no merece entrar por méritos propios en esa historia universal de la infamia de Borges?

He visto, leído y meditado recientemente decretos eclesiales de condena de sacerdotes acusados de abusos a menores, que estremecen; o a mí, al menos, me han estremecido. Es posible que sean justos; pero algunos, por bien que se les mire, no lo parecen.
La justicia no se hace judicialmente con probabilidades o verosimilitudes, sino con certezas morales, que, siendo deducidas de unas pruebas seriamente practicadas y aún más seriamente valoradas, llevan al juez a la seguridad moral de no equivocarse al juzgar. Fuera de esa certeza y seguridad, lo del axioma penal ordinario: “In dubio, pro reo”. Como señalara ya san Agustín frente a las argucias y veleidades de los “académicos” de su tiempo “¿acaso no llámase verosímil a lo probable?”.
Esto, que en todas partes sería grave morbo justiciero, en la Iglesia, lo es aún más.

Ayer lo indicaba. Se ha nombrado una comisión para componer un “protocolo” de actuación en estos casos. No está mal. Y no voy a ser escéptico, aunque deba confesar de inmediato que no tengo ni mucho ni demasiado afecto a las “comisiones” nombradas para arreglar cosas que exigen tiento, tacto y tino, prudencia, mesura y sobre todo respeto a los límites de lo justo y de lo injusto. Cuando veo u oigo que se nombra una “comisión” para algo, me imagino en el acto al presidente Clemenceau mostrando muy serio que, cuando quería resolver un asunto pronto y bien, buscaba la persona más idónea; pero que, si queria dar largas al asunto o diferirlo, nombraba una comisión.

Y me vuelvo de nuevo a lo de sir W. Blackstone. Que es preferible dejar sin castigo a un culpable, o a diez culpables incluso, que condenar a un inocente.
Y me reitero en lo de ayer. “Cuidadín” con las injusticias que se pueden cometer al aire de tan socorridas como tópicas “Tolerancias cero”.
Es prudencia y buen sentido evitar pisar, en todo, líneas rojas; pero, cuando hacerlo entraña riesgo de violar derechos humanos o arriesgar las dignidad de las personas, “atarse bien los machos” antes de obrar es imperativo categórico. Si el fin no puede ni debe justificar los medios, y menos que en otro sitio en la Iglesia, demos a Dios lo que es de Dios sin jugar a Maquiavelo y a su “razón polìtica”.
En todo caso, como dice otro axioma penal: en caso de duda, “pro reo”.

SANTIAGO PANIZO ORALLO
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