La boda (2) -El "Sí quiero" 21 - X -2018

La “boda” tiene un momento culminante, al que todo lo demás se ordena, en el consentimiento mutuo y correlativo de Ibor y Pilar. En ello están el centro y la clave maestra de toda la ceremonia y la razón de sus anteriores y posteriores desmadres o pequeñas locuras. A él se anudan la esencia y la sustancia y en torno a él giran el rito, el simbolismo que lo penetra y califica y hasta la razón de todo. Sólo el lo explica todo y, sin ello, el resto no pasa de subalterno y accesorio.
Y no es que sobre o estorbe lo demás; pero –por mucho que sea o brille- se quedará en acompañamiento y burbujas de luz y color. Si algo vale todo esto, ha de ser en función de aquello.
“El matrimonio lo hace el consentimiento de los esposos”; y ha de ser “acto de su voluntad por el que se entregan y se aceptan mutuamente”, proclama el canon 1057 del Código de Derecho Canónico; y de parecido estilo y núcleo son las exigencias de otros ordenamientos civilizados, en la estela del axioma romano “consensus facit nupcias et non concubitus” ¬–no hace el matrimonio el hecho de meterse juntos en la cama, sino la voluntad de ser marido y mujer (cfr. Digesto, L.27.30. Y como la voluntad, en el hombre, es potencia organizadora e imperativa de lo que la razón y la libertad proponen o exigen, en la voluntad de casarse la decisión es la corona en el proceso del obrar humano.
Con voz clara, entera, pausada y serena lo dijeron ambos en la mañana de ayer en aquella ermita de Miguelturra, con aires de catedral:
Yo -Ibor- te quiero a ti –Pilar- como esposa, y me entrego a ti, y prometo que te seré fiel en las alegrías y en las penas, en la salud y en0 la enfermedad, todos los días de mi vida
Yo –Pilar- te quiero a ti –Ibor- como esposo, y me entrego a ti, y prometo qu0e te seré fiel en las alegrías y en las penas, en la salud y en la enfermeda0d, todos los días de mi vida.

Nada más oír la fórmula del consentimiento –siempre me pasa-, una duda me asalta y la correspondiente pregunta me inquieta. Una duda que tiene cualquiera y una pregunta que se hacen muchos. ¿Puede, tiene fuerzas, capacidad, entereza y energías un ser humano –limitado en sus posibilidades, frágil en sus promesas y corto de vista ante el futuro incierto- comprometerse de por vida a algo tan íntimo, exigente y proyectivo como el matrimonio?
Es punto y tema –hay que reconocerlo- de gran calado humano, personal y social, que más de una vez he tratado en público, al que la respuesta en abstracto puede tener poco que ver con su respuesta en concreto. No es cosa de desarrollarlo ahora. Pero mi criterio es que –¬mirando a la vocación y a las capacidades que se le han de unir- se puede, aunque conseguirlo, como todo lo que es arduo y problemático como el matrimonio, implique esfuerzo y lucha para jugar y ganar la partida del amor cada mañana y tarde y abrirse a unas bases de “humanitas” que, siendo propias del amor, no siempre van con el amor a todas partes. Tal se ve y tal lo exige ese pregón o canto de san Pablo al amor, que fue elegido por Ibor y Pilar como primera lectura de la misa de su boda.. No es el amor su esencia, pero el amor es la lanzadera000 irremplazable de todo lo bueno del matrimonio.
Esto, como digo, salta a la vista de esta lectura de san Pablo; aunque, sin ir tan lejos ni volar tan alto, pueden servir algunas ideas de los “Estudios sobre el amor”, de Ortega y Gasset, para precaverse de ligerezas o banalidades al hablar del amor.
“El tipo de amor, en que un ser queda adscrito de una vez para siempre y del todo a otro ser –especie de metafísico injerto- fue desconocido para Stendhal. Por eso cree que es esencial al amor su consunción, cuando probablemente la verdad está más cerca de lo contrario. Un amor pleno, que haya nacido en la raíz de la persona, no puede verosímilmente morir. Va inserto por siempre en el alma sensible. Las circunstancias –por ejemplo, la lejanía- podrán impedir su necesaria nutrición y entonces el a mor polerderá volumen, se convertirá en un hilillo sentimental, breve vena de emoción que seguirá manando en el subsuelo de la conciencia. Pero no morirá; su calidad sentimental perdura intacta… El azar podrá llevar a la persona que amó de aquí para allá en el espacio físico y en el social. No importa: ella seguirá estando junto a quien ama. Este es el síntoma supremo del verdadero amor: estar al lado de lo amado, en un contacto y proximidad más profundos que los espaciales. Es un estar vitalmente con el otro. La palabra más exacta, pero demasiado técnica, sería esta: un estar antológicamente con el amado, fiel al destino de este, sea el que sea. La mujer que ama al ladrón –esté ella con el cuerpo dondequiera, está con el sentido en la cárcel” (cfr. Estudios sobre el amor, cap. II).
Nada extrañe, por ello, que el propio Ortega apunte en otra parte de la misma obra que el amor que se muere es el que no ha nacido, o no ha pasado de enamoramiento o amorío, o es cualquier otra cosa menos amor. Por algo se precave Ortega al iniciar esa obra y se propone “hablar del amor”, pero no comenzar hablando de “amores”, porque “los “amores” son “historias más o menos accidentadas que acontecen entre hombres y mujeres”, en las que –de ordinario- “hay de todo menos eso que en rigor merece llamarse amor”.

No quiero cerrar esta otra segunda de “la boda” sin una referencia a los tres Preludios que sirvieron –al comienzo- para ponerse en ponerse en autos y en escena y dar paso a la ceremonia propiamente dicha. Es el primero un pasaje de El Profeta”, del libanés Khalil Gilbrán; el otro es una estrofa de la Canción de amor de Reine M. Rilke; y el último esta tomado de la Carta de san Pablo a los de Éfeso, imperando al amor en el hombre hacia la mujer
Tan sólo reproduzco aquí el primero de los tres, tal como era leído por una hermana de la novia antes de comenzar la ceremonia.

Llevaba El Profeta 12 años aguardando la vuelta del barco que debía devolverle a su isla natal. Cuando se divisaba su barco como una esperanza emergiendo de la bruma del mar y se disponía a seguir su destino en otras tierras y en otros mares, una mujer de la ciudad, en nombre de todos, le dijo “Profeta de Dios, buscador de lo supremo, largamente has hurgado las distancias buscando tu barco”.Ahora que tu barco llega y te vas, dinos, al menos, antes de partir algo de lo que “te ha sido mostrado” sobre ese camino de los hombres que va “del nacimiento a la muerte”. Les habló del amor y también del matrimonio.
“Nacisteis juntos y juntos estaréis para siempre”
“Amaos con devoción, pero no hagáis del amor una prisión. Dejad que haya espacios que os separen, aunque estéis íntimamente unidos””
“De vuestro pan0, convidaos el uno al otro; empero no comais de la misma hogaza”
“Cantad y bailad juntos y estad alegres, pero conservad cada uno vuestra personalidad”. “Como las cuerdas de un laud están solas, a pesar de estremecerse con la misma música”.

De todo el pasaje, creo que alecciona sobre todo ese consejo del Profeta: “Dejad que corra el aire entre los dos”. Y alecciona porque la mayor grandeza del matrimonio en su raíz está en “ser dos en uno”, pero con la particularidad de no dejar de ser cada uno el que es. El matrimonio no anula las personalidades ni del hombre ni de la mujer; las complementa en lo que son deficitarias por la misma condición de sus biologías y psicologías diferentes. Y con eso las enriquece y eleva.

Al salir de la ermita, el arroz volcaba también su simbolismo sobre Ibor y Pilar; y los sones de la “Salve rociera” se desgranaban dulces, suaves y cálidos sobre las cabezas de ellos y de los invitados que les rodeaban. Se cerraba el acto, tras las firmas, allí mismo y sobre el altar, del acta de matrimonio, para dar fe pública de algo que, socialmente, es vital para la vigencia y desarrollo de una sociedad justa y estable.
A los ya esposos, la emoción les rebosaba. Sonreían, pero a Ibor sobre todo se le notaba intensamente tocado por la emoción. Y, al verlo así, me iba yo pensando que, cuando un hombre entero y bizarro, como a mi ver es ibor, se emociona e incluso llora, no por eso pierde un ápice de su entereza, sino que se le potencia y crece.

Y después la fiesta. Pero eso ya es otro apartado de la crónica.

SANTIAGO PANIZO ORALLO
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