La boda (1) 20 - X -2018

Cuando en este y algún otro ensayo próximo rotule “La boda”, me refiero a la que, hoy mismo, se acaba de celebrar en la Ermita del Cristo de la Misericordia, en el argot popular llamada “Ermita de la torre gorda”, siendo primeros “espadas” en ella –protagonistas, diríase mejor- Ibor y Pilar.
Mi presencia como cura celebrante se debe a que Ibor fue alumno mío, hace unos años, en el Centro de Estudios Superiores Cardenal Cisneros y ha querido que su profesor de Derecho Eclesiástico del Estado y de Derecho matrimonial comparado estuviera este día, con él y su novia, dando fe de su decisión de hacerse marido y mujer ante la sociedad y también ante Dios. Que eso tiene de peculiar y específico la celebración del matrimonio ante la Iglesia: que a Dios se le pone también por testigo y garante de una decisión de tanto compromiso, como la de darse en cuerpo y alma, casi del todo, un hombre y una mujer; una decisión del mayor relieve humano, que –al ser tan proyectiva personal y socialmente- lo ha de tener así mismo religioso y sagrado, en el sentido pletórico de este adjetivo. Es cosa muy seria el matrimonio y, por lo mismo de tanta dignidad y señorío, no le resulta extraña una respetuosa y respetable sacralidad. Porque el ser humano, además de “sapiens” y “faber” o “ludens” o “oeconomicus”, es también –hoy se duda poco de ello en la antropología más actual- “homo religiosus”, es decir, dotado de una inmanente nostalgia del Absoluto con mayúscula que es Dios.
Asistí a la boda porque Ibor, uno de mis mejores alumnos de mis años de docencia universitaria, me lo pidió y me puso –gratamente para mí- en el brete de tener que ir a una tierra que no había pisado: el Campo manchego de Calatrava, a la villa de Miguelturra (Ciudad Real), noble de “carta-puebla” o fuero, hidalga de viejas y sagradas tradiciones, en una ermitas -la del Cristo de la Misericordia, patrono de la villa, que, por salirse de los habituales esquemas de “ermita”, tiene porte y hechuras de catedral. Soberbio recinto, que data de 1.772,. Edificio neoclásico con elementos barrocos. De planta circular con capillas mayores orientadas según los puntos cardinales. Cubierta por cúpula majestuosa, es conocida como la E0rmita de “la torre gorda”.
Si a lo académico se añade la relación de profunda amistad que, desde aquello, nos une, queda ya del todo cumplida la razón de mi presencia hoy en este acto cenital en la vida de Ibor.

En el escenario que acabo de señalar, daban esta mañana el “sí te quiero” de amor y entrega el uno al otro, Ibor y Pilar.

Hecho este preludio de antecedentes a “la boda”, casi a vuela pluma y como a vista de pájaro, como me propongo dedicarle otras reflexiones en los días que siguen, sólo quiero realzar hoy algunas cosillas, al hacerme eco de las primeras ideas que, en mi alocución a los aún novios, dije para comenzar.
“Si hay una palabra que pudiera resumir -para mí y en mi propia circunstancia, el momento que estamos viviendo aquí, esa palabra sería fascinación o uno de sus sinónimos; y me gustaría que la misma palabra sirviera también de 0resumen para los que asistís conmigo a esta boda.
¿No es fascinante –en tiempos de deconstrucción y derribo como estos- ver a un hombre y a una mujer ilusionados venir a una iglesia para sellar, ante Dios y la sociedad, su pacto de amor?”.

Al comenzar así, era consciente y me hacía eco de una idea, que no es mía sino de G. K. Chesterton, el fino, irónico pero genial escritor inglés. El cual, ante los malos pronósticos que ya en su tiempo se hacían sobre el futuro del matrimonio, contestaba que no es el matrimonio ni árbol de hojas caducas, ni retrógrado ni pasado de moda; que son más bien a las medidas menguadas o raquíticas del hombre pomposamemnte llamado “moderno” o “posmoderno” a las que les venía ancho y desgarbado el matrimonio (cfr. G. K. Cherteron, El amor o la fuerza del sino, Introducción de A. de Silva).
Casi me parecía soñar despierto, al ver ante mí y un montón más de gente normal, bien plantada y muchos –como diré otro día- de relieve intelectual y jurídico incuestionables, a dos jóvenes –ni “meapilas”, ni tontos o vulgares, ni atrasados sino t5odo lo contrario-, de pié, ante el altar, decididos a rubricar en aquel lugar una decisión ya tomada desde sus juveniles flirteos enamorados. La estampa bien merecía esa introducción que me inventé sobre la marcha. Bien se lo merecía –creo yo- el proyecto suyo, no tanto de valor, que también, como de responsabilidad y buen sentido. Y no se trata de trazar o diseñar en ellos ningún modelo; solamente de constatar un hecho.
Esto otro -que se dice mucho también a los que se casan- no se lo recordaba esta mañana, pero se lo voy recordar en este primer ensayo de reflexiones sobre ”su boda”. “Al casarse –amigos- se han de tener los ojos muy abiertos y bastante cerrados después”. Que no es otra cosa que un corolario de la lectura -que se acababa de hacer en esta ceremonia- de esa verdadera “carta magna” del amor que es el cap. XII, vrs. 1-8, de la primera Carta de san Pablo a los cristianos de Corinto.

Como he de seguir desgranando en días sucesivos ecos varios de esta celebración, en la medida que me lo vayan permitiendo el tiempo y los ánimos, cierro hoy estas primeras reflexiones con una idea que desarrollaba el año 2000 en la contra-portada de mi libro El matrimonio a debate hoy. Nulidades en el dos mil (Tapia Libros, Madrid, 2001). Decía entonces que ”los refugios fuera del matrimonio no dejan de ser sucedáneos. Siempre puede haber una libertad que prefiera el sucedáneo, aunque –por esa preferencia- lo elegido nunca dejará de ser un sucedáneo”. Como sigo pensando del mismo modo, lo reitero sin pizca de rubor

Estos dos días de boda en Miguelturra me han poblado la mente de ideas y gratas impresiones. No quisiera que se estratificaran dentro de mi y, por eso, les quiero dar salida en varias entregas, y hacerles los debidos honores, repensándolas con pausa y dándoles luz y holgura como lo que son y no más: unos puntos de vista sobre algo que, en toda mi vida, ha sido objeto de largas, larguísimas reflexiones, ocupaciones, ensayos y hasta libros. Nadie tiene obligación de seguirme, aunque puede que a alguien le interesen. Y por eso, en obsequio a Ibor y Pilar y a mis amigos de todos los días, me hace ilusión trasladarlas a letras y palabras. Es algo más que un capricho o una vanidad. Es deseo de compartir. Sólo eso.

SANTIAGO PA NIZO ORALLO
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