La concuiencia. Mito, farsa o verdad -10-V-2018-
El narcisismo, una patología de inflación del “ego”, arrasa hoy. Siempre hubo “narcisos” pero cuanto menos pesan los valores, más revolotean y se mueven las ingrávidas alas de las mariposas.
El narcisismo, que en lenguaje vulgar no es otra cosa que la afición desmedida, morbosa incluso, a mirarse al espejo –o al ombligo de uno mismo, que viene a ser igual-, no sólo con descaro, sino también con avidez solipsista, en tiempos de super-hombres artificiosos e irreales y de ególatras fanáticos arrasa, como digo, hasta volverse manía inclemente de los tiempos, e incluso tiranía.
Cuando digo “narcisismo”, no me estoy refiriendo escuetamente al mito bucólico del “dandy” “Narciso” que adoraba su figura, al verla reflejada en las aguas cristalinas del viejo arroyo. Me refiero más a los que, al mirarse al espejo cada mañana, se sienten más guapos que nadie, más listos y sabios que nadie, más seductores que nadie y sobre todo mejores que todos los demás.
Y más todavía me refiero a la plaga o epidemia de los que, hasta cogidos “in fraganti” –es decir, con “las manos en la masa”-, no paran de declamar sus inocencias: y dicen que son mal interpretados; que las culpas son del otro; y -sobre todo- el tópico de la “conciencia tranquila”. A mano llevan casi siempre el ya manido alegato de tener la “conciencia tranquila”.
Esto último, no hay mañana, tarde o noche que no se pueda observar en los labios de cualquier acusado, investigado o imputado….
La conciencia… Mito, farsa o verdad…
Hoy -este domingo 5º de la Pascua cristiana- las Lecturas bíblicas dan, como siempre, margen para hondas reflexiones a ras de tierra, es decir, conjugando en presente los verbos, los sustantivos y los adjetivos de los antiguos relatos.
Y como –aún ahora, cualquier día de éstos- se han podido oír los asiduos pregones de las “conciencias tranquilas” (los del “master”, los de la “manada”, los “fuenteovejunos” de Alsasua”, por citar sólo algunos de los más tesonantes estos días), hoy me ha dado por realzar la consigna que ofrece a los cristianos, y a todos, la 1ª carta del apóstol Juan, un águila sin duda por llevar generalmente su evangelio a las alturas de la mayor eticidad dentro de una selecta racionalidad: “no améis –les decía- de palabra y con la boca, sino con obras y según la verdad”. Puede venir muy bien a cuento.
“En esto conoceremos que somos de la verdad y tranquilizaremos nuestra conciencia ante Diosl, en caso de que condene nuestra conciencia; pues Dios es mayor que nuestra conciencia, y lo conoce todo.
Queridos, si la conciencia no nos condena, tenemos plena confianza ante Dios; y cuanto pidamos lo recibiremos de Él, porque guardamos sus mandamientos y hacemos lo que a Dios agrada”.
Pero, mentada la “conciencia” en el relato bíblico, ¿qué es la conciencia en el hombre? ¿A qué se llama “tener conciencia”, “obrar en conciencia”, “ser hombre o persona de conciencia?”
La “conciencia” es concepto más amplio y abierto que lo que reductivamente se suele tomar tan sólo como criterio de eticidad o sentido estricto del bien y del mal.
Y por eso tomo la conciencia, no tanto como lo que yo pienso de mí, a mi propio arbitrio, interés o capricho; sino lo que pienso de mí a la luz de la razón y del buen sentido.
En este sentido, la llamada “buena conciencia” es hermana siamesa de eso que llamamos “autocrítica” o capacidad de valorarse a uno mismo son hacerse trampas.
El hombre es “conciencia de sí mismo” -se dice desde que Descartes situó el “cogito”, el “pensar”, el “razonar”, en la base más sólida y más altamente significante de la condición humana. Y, porque “tengo conciencia” de mí mismo soy hombre o mujer y no vegetal, animal o piedra. Y en ello está la mayor grandeza del ser humano: en llevar en los ojos, en las manos y hasta en los pies, la bandera veraz, y no farsante, de sí mismo. Otra cosa sería hacer de la existencia humana un perenne baile de máscaras; y eso, amigos, no es ser hombre, sino ser un farsante.
Es muy fácil para un charlatán de feria retorcer la conciencia para hacerle decir lo que conviene decir o lo que resulta más útil o rentable decir. La buena ciencia, o arte quizás mejor,,de la conciencia (que de una ciencia al fin y al cabo se trata) está en que “lo que hay dentro eso mismo haya fuera”; y, al revés, que lo de fuera espejee con verdad lo de dentro, cual pregonara Goethe. Y por eso, se ha de insistir en que la buena, recta y correcta conciencia de sí mismo ha de ser enemigo frontal de la “farsa” …
Por eso, el respeto a la conciencia –propia o ajena- es clave basilar de convivencias en justicia y en verdad.
Y por eso también, cuando en la boca de un infractor –el que sea-, cogido “in fraganti” como decía, aparece esa frase corriente, pero ya “tópica”, de tener la “conciencia tranquila”, una de dos: o se trata de un farsante, vendedor de falsedades y expendedor de mentiras, o ha de vérselas uno con un “minus valens”, convencido de que la gente es tonta y se va a creer lo que salga de unos labios al margen o en contra de unas evidencias, o notoriedades al menos.
Joseph Ratzinger era, antes de ser el papa Benedicto XVI, un gran teólogo y un fino pensador que se codeaba discretamente, es decir, bien, con las élites de la intelectualidad europea de su tiempo. Miembro de la Academia de Ciencias Morales y Políticas del Instituto de Francia –es notable su discurso de recepción pronunciado el 7 de noviembre de 1992-, nombrado para sustituir nada menos que al físico Andrei D. Sajarov, son de todos conocidos sus debates -con Jürgen Habermas por ejempolo, sobre el papel actual de las reliones en la sociedad, incluso la moderna o posmoderna, en que nos hallamos.
Pues bien, entre sus relatos más sobresalientes, a mi ver, acerca de las realidades individuales y colectivas de nuestro tiempo, ha de contarse el pronunciado en Dallas en 1991, elaborado para una reunión de los obispos americanos, en el que se pone a debate el tema agudo, y más que trascendente, de los fundamentos últimos de la moral y de la ética. Así se tituola: Si quieres la paz, respeta la conciencia de cada hombre; los imperativos de la conciencia y de la verdad.
No es cosa, en este momento de reflexiones diarias, pisar más hondo en un tema tan sugestivo y vital –tanto individual como socialmente hablando. Me limito a reproducir, tal cual, una sola frase del referido relato del entionces cardenal Ratzinger en ese discurso a los obispos americanos: “El negarse a ver la culpas, el enmudecimiento de la conciencia en tantas cosas es una enfermedad del alma, más peligrosa que la culpa reconocida como culpa. Quien es incapaz de reconocer que matar es pecado cae más bajo que quien reconoce la ignominia de su acción, pues está mucho más alejado que él de la verdad” (cfr. J. Ratzinger, Verdad, valores, poder. Madrid 2005, pag. 52)
Este domingo cristiano, en su liturgia docente, interpela solemnemente a esta sociedad tan “post” en casi todo, para la que, como si de un aire nefasto de los desiertos se tratara, la conciencia personal se ha convertido, de ser una reina de la racionalidad y de la libertad humanas, en palafrenera de falsías y ruindades; de ser una seña noble de la identidad personal a tomarse como salvoconducto y comodín para instalarse en tierras de “jauja” imposibles.
Porque el hombre, si es hombre, ha de presidirse como ser de conciencia. Que el hombre sin conciencia o con una conciencia hecha de amaños y falsías sólo es un espantapájaros, hecho de paja y vestido de andrajos. Una máscara, mejor. Una máscara haciendo las veces de persona humana. Y eso –amigos del alma- no es de recibo, ni humana, ni cristianamente.
SANTIAGO PANIZO ORALLO
NOTA. Estas reflexiones fueron bosquejadas el domingo 29 de abril pasado. Hasta hoy, no me ha sido posible darles esa “postrera mano, esa última soba”, que, como decía Ortega, “no es nada y es tanto”. Por eso, este desfase cronológico, por el que os pido disculpas. Cuando sucedan estas cosas, lo que no será infrecuente por los diarios azares de la vida, seguidme perdonando, por favor (S.P.O., 10 de mayo 2018).
El narcisismo, que en lenguaje vulgar no es otra cosa que la afición desmedida, morbosa incluso, a mirarse al espejo –o al ombligo de uno mismo, que viene a ser igual-, no sólo con descaro, sino también con avidez solipsista, en tiempos de super-hombres artificiosos e irreales y de ególatras fanáticos arrasa, como digo, hasta volverse manía inclemente de los tiempos, e incluso tiranía.
Cuando digo “narcisismo”, no me estoy refiriendo escuetamente al mito bucólico del “dandy” “Narciso” que adoraba su figura, al verla reflejada en las aguas cristalinas del viejo arroyo. Me refiero más a los que, al mirarse al espejo cada mañana, se sienten más guapos que nadie, más listos y sabios que nadie, más seductores que nadie y sobre todo mejores que todos los demás.
Y más todavía me refiero a la plaga o epidemia de los que, hasta cogidos “in fraganti” –es decir, con “las manos en la masa”-, no paran de declamar sus inocencias: y dicen que son mal interpretados; que las culpas son del otro; y -sobre todo- el tópico de la “conciencia tranquila”. A mano llevan casi siempre el ya manido alegato de tener la “conciencia tranquila”.
Esto último, no hay mañana, tarde o noche que no se pueda observar en los labios de cualquier acusado, investigado o imputado….
La conciencia… Mito, farsa o verdad…
Hoy -este domingo 5º de la Pascua cristiana- las Lecturas bíblicas dan, como siempre, margen para hondas reflexiones a ras de tierra, es decir, conjugando en presente los verbos, los sustantivos y los adjetivos de los antiguos relatos.
Y como –aún ahora, cualquier día de éstos- se han podido oír los asiduos pregones de las “conciencias tranquilas” (los del “master”, los de la “manada”, los “fuenteovejunos” de Alsasua”, por citar sólo algunos de los más tesonantes estos días), hoy me ha dado por realzar la consigna que ofrece a los cristianos, y a todos, la 1ª carta del apóstol Juan, un águila sin duda por llevar generalmente su evangelio a las alturas de la mayor eticidad dentro de una selecta racionalidad: “no améis –les decía- de palabra y con la boca, sino con obras y según la verdad”. Puede venir muy bien a cuento.
“En esto conoceremos que somos de la verdad y tranquilizaremos nuestra conciencia ante Diosl, en caso de que condene nuestra conciencia; pues Dios es mayor que nuestra conciencia, y lo conoce todo.
Queridos, si la conciencia no nos condena, tenemos plena confianza ante Dios; y cuanto pidamos lo recibiremos de Él, porque guardamos sus mandamientos y hacemos lo que a Dios agrada”.
Pero, mentada la “conciencia” en el relato bíblico, ¿qué es la conciencia en el hombre? ¿A qué se llama “tener conciencia”, “obrar en conciencia”, “ser hombre o persona de conciencia?”
La “conciencia” es concepto más amplio y abierto que lo que reductivamente se suele tomar tan sólo como criterio de eticidad o sentido estricto del bien y del mal.
Y por eso tomo la conciencia, no tanto como lo que yo pienso de mí, a mi propio arbitrio, interés o capricho; sino lo que pienso de mí a la luz de la razón y del buen sentido.
En este sentido, la llamada “buena conciencia” es hermana siamesa de eso que llamamos “autocrítica” o capacidad de valorarse a uno mismo son hacerse trampas.
El hombre es “conciencia de sí mismo” -se dice desde que Descartes situó el “cogito”, el “pensar”, el “razonar”, en la base más sólida y más altamente significante de la condición humana. Y, porque “tengo conciencia” de mí mismo soy hombre o mujer y no vegetal, animal o piedra. Y en ello está la mayor grandeza del ser humano: en llevar en los ojos, en las manos y hasta en los pies, la bandera veraz, y no farsante, de sí mismo. Otra cosa sería hacer de la existencia humana un perenne baile de máscaras; y eso, amigos, no es ser hombre, sino ser un farsante.
Es muy fácil para un charlatán de feria retorcer la conciencia para hacerle decir lo que conviene decir o lo que resulta más útil o rentable decir. La buena ciencia, o arte quizás mejor,,de la conciencia (que de una ciencia al fin y al cabo se trata) está en que “lo que hay dentro eso mismo haya fuera”; y, al revés, que lo de fuera espejee con verdad lo de dentro, cual pregonara Goethe. Y por eso, se ha de insistir en que la buena, recta y correcta conciencia de sí mismo ha de ser enemigo frontal de la “farsa” …
Por eso, el respeto a la conciencia –propia o ajena- es clave basilar de convivencias en justicia y en verdad.
Y por eso también, cuando en la boca de un infractor –el que sea-, cogido “in fraganti” como decía, aparece esa frase corriente, pero ya “tópica”, de tener la “conciencia tranquila”, una de dos: o se trata de un farsante, vendedor de falsedades y expendedor de mentiras, o ha de vérselas uno con un “minus valens”, convencido de que la gente es tonta y se va a creer lo que salga de unos labios al margen o en contra de unas evidencias, o notoriedades al menos.
Joseph Ratzinger era, antes de ser el papa Benedicto XVI, un gran teólogo y un fino pensador que se codeaba discretamente, es decir, bien, con las élites de la intelectualidad europea de su tiempo. Miembro de la Academia de Ciencias Morales y Políticas del Instituto de Francia –es notable su discurso de recepción pronunciado el 7 de noviembre de 1992-, nombrado para sustituir nada menos que al físico Andrei D. Sajarov, son de todos conocidos sus debates -con Jürgen Habermas por ejempolo, sobre el papel actual de las reliones en la sociedad, incluso la moderna o posmoderna, en que nos hallamos.
Pues bien, entre sus relatos más sobresalientes, a mi ver, acerca de las realidades individuales y colectivas de nuestro tiempo, ha de contarse el pronunciado en Dallas en 1991, elaborado para una reunión de los obispos americanos, en el que se pone a debate el tema agudo, y más que trascendente, de los fundamentos últimos de la moral y de la ética. Así se tituola: Si quieres la paz, respeta la conciencia de cada hombre; los imperativos de la conciencia y de la verdad.
No es cosa, en este momento de reflexiones diarias, pisar más hondo en un tema tan sugestivo y vital –tanto individual como socialmente hablando. Me limito a reproducir, tal cual, una sola frase del referido relato del entionces cardenal Ratzinger en ese discurso a los obispos americanos: “El negarse a ver la culpas, el enmudecimiento de la conciencia en tantas cosas es una enfermedad del alma, más peligrosa que la culpa reconocida como culpa. Quien es incapaz de reconocer que matar es pecado cae más bajo que quien reconoce la ignominia de su acción, pues está mucho más alejado que él de la verdad” (cfr. J. Ratzinger, Verdad, valores, poder. Madrid 2005, pag. 52)
Este domingo cristiano, en su liturgia docente, interpela solemnemente a esta sociedad tan “post” en casi todo, para la que, como si de un aire nefasto de los desiertos se tratara, la conciencia personal se ha convertido, de ser una reina de la racionalidad y de la libertad humanas, en palafrenera de falsías y ruindades; de ser una seña noble de la identidad personal a tomarse como salvoconducto y comodín para instalarse en tierras de “jauja” imposibles.
Porque el hombre, si es hombre, ha de presidirse como ser de conciencia. Que el hombre sin conciencia o con una conciencia hecha de amaños y falsías sólo es un espantapájaros, hecho de paja y vestido de andrajos. Una máscara, mejor. Una máscara haciendo las veces de persona humana. Y eso –amigos del alma- no es de recibo, ni humana, ni cristianamente.
SANTIAGO PANIZO ORALLO
NOTA. Estas reflexiones fueron bosquejadas el domingo 29 de abril pasado. Hasta hoy, no me ha sido posible darles esa “postrera mano, esa última soba”, que, como decía Ortega, “no es nada y es tanto”. Por eso, este desfase cronológico, por el que os pido disculpas. Cuando sucedan estas cosas, lo que no será infrecuente por los diarios azares de la vida, seguidme perdonando, por favor (S.P.O., 10 de mayo 2018).