Aquel hombre, aquellos días, aquellos años 4-I-2019

“No hay libro tan malo –dijo el bachiller- que no tenga algo bueno” (Cervantes, El Quijote, 2ª parte, cap. III). El jugoso diálogo que le sigue, entre el bachiller y don Quijote, aunque matice algo, no rompe la verdad que patenta el dicho inicial.
Por eso un lector que se precie no rechaza ninguna lectura, ni de libros, ni de hojas volanderas, ni de panfletos siquiera; porque, donde menos se espera, a su vista se levanta una chispa de luz que compensa de la hipotética basura que, con la luz, pudiera cohabitar.
Y como sucede que detrás de los libros siempre hay alguien, a ese “alguien” se puede también referir lo que el bachiller refiere a los libros.

Hace unos días -¿lo recuerdan?- comentaba con brevedad la digna y más que lógica reacción de José Mª Múgica –hijo mayor de mi recordado amigo Fernando Múgica Herzog, asesinado por Eta en los primeros días de febrero de 1996- ante la estampa del infausto compadreo navideño de la secretaria del Psoe en Euskadi y el batasuno filo-etarra Arnaldo Otegui. Decidir en el acto darse de baja en el Psoe tras 40 años de afiliación y rubricar su decisión con el escueto “No en mi nombre” porque “hay fronteras que no se pueden pasar”, fueron ese día para mí -y creo que también para muchos más- la lección magistral de un hombre de los “hechos a medida y no en serie” –como ayer decía por boca del Patricio Sarmiento de Galdós-, de los que no se prestan ni a “tragarlo todo” ni a “pasar por todo” para dar gusto al amo, de los que –emulando al “hombre rebelde” de la conocida obra de Albert Camus- se resuelven a decir “no” para no ser esclavos de nadie. Y junto a la lección, la esperanza que de ella brota como fruta natural.. A pesar de todo y con ejemplos así, creo que tienen futuro el hombre y la civilización frente a la barbarie.
Ese 28 de diciembre, al esbozar tan sólo unas pocas ideas, prometía volver sobre ello. “Como este gesto de darse de baja honra y dignifica a Jose Mari, tanto como deshonra a los “otros”, prometo volver sobre lo mismo mañana o pasado, por débito a la verdad y a la gran amistad que mantuve con Fernando”. Decía también que fui amigo de Fernando y que mis vivencias con él, “a pesar de nuestras distancias en tantas cosas y quizás por eso” aún residen en mí como una de las mejores experiencias “de una vida”.
Darían para escribir un libro entero, aunque –lógicamente- haya de contentarme hoy con unos pocos apuntes que presumo significativos.

Conocí a Fernando Múgica en el tribunal eclesiástico, él abogado matrimonialista y yo juez. Como a él, conocía y trataba con otros abogados como Txiqui Benegas, Cillán Apalategui, Luisito Alday, Art
emio Zarco, Maturana y un largo etcétera de letrados y procuradores, con los que –a parte de lo jurídico- departía sobre mil cosas y cuestiones que, en aquella circunstancia –fue todo a partir de 1962, tiempo como se sabe de intensos hervores ideológicos- eran objeto de comidilla diaria, de preocupación profunda y de polémica y debate incluso, desde el divorcio o el aborto, la renovación de la Iglesia en curso del Vaticano II, hasta el cambio político, la presión terrorista o las revueltas del nacionalismo vasco. y sus connivencias clericales. No se olvide, además, que San Sebastián acababa de ser la sede de las renombradas Conversaciones Católicas Internacionales que supusieron una avanzadilla de modernidad y renovación en una Iglesia reservona, ensimismada y con psicología de ciudad sitiada. En aquel clima revuelto pero inquieto y expectante, conocí al abogado Fernando Múgica Herzog. Más tarde, venido a Madrid, cuantas veces viajaba yo a Donosti, lo visitaba en su despacho de la calle Prim. Era como un deber de amistad que tiraba de mí. Éramos diferentes, pero amigos. Me agradaba cómo era. Espontáneo y abierto; hasta brutalmente sincero alguna vez; no se dejaba nada en el tintero; al mirarlo, se le veía todo entero, de arriba abajo y hasta el fondo…
Cuántas veces me diría, con aquella voz llena y rotunda que tenía, que él era agnóstico, y cuántas veces yo, que me precio de haberlo conocido casi tanto como él mismo, le replicaba, “No engañes, Fernando; “meapilas” no eres desde luego, pero tal vez seas -sin creértelo- tan católico como yo”; y él, raudo y en plena carcajada, ironizaba diciendo: “En el Vaticano creo sin duda y lo respeto. Sabe lo que hace”.
La muestra puede verse en aquella tarde-noche de octubre de 1989 en que Mapi, su mujer, él y yo cenamos en Lanciego a donde me invitó para darme una noticia y pedirme un favor. La noticia era que estaba para nacer su primer nieto y el favor, pedirme que yo lo bautizara. Cuando me eché a reír y le dije “Pero Fernando, escéptico y agnóstico ¿tú me pides que bautice a tu nieto? Anda, anda…”. Y él, sin dejarme terminar mis ironías, me interpela imperativo y mandón: “Déjate de bromas y chanzas; tú bautizas a mi nieto”. Por cierto, aquel bautizo lo celebramos en la iglesias de Las Reparadoras (parroquia de San Martín, obispo) el sábado anterior a aquel martes nefasto en el que caía asesinado por aquel maldito etarra cuando salía de su despacho, a mediodía, para irse a comer con su mujer y sus hijos.
Otra vivencia con Fernando –¡fueron tantas!!!- ocurrió en su despacho y muestra su claridad de ideas y su voluntad de preservar las “togas” de contaminaciones y propagandas. Coincidía con la erupción mediática de los llamados “jueces-estrella”, de los que entonces era pivote visible el juez Garzón, y se prodigaban sus devaneos con la “justicia universal” a vueltas, el encausamiento de Pinochet y demás lindezas sde parecido jaez y estilo. Charlábamos, comentábamos, hablábamos de la tan conveniente “soledad” de los jueces para no dejarse contaminar e influir por extraños compañeros de viaje, cuando él –poniéndose solemne como hacía cuando quería rubricar algo de lo que estaba muy convencido- repuso tajante: “Los jueces sólo deben hablar por sus autos y sus sentencias; y el que no quede contento, que apele”. Le respondí que “amén” y ese día –lo recuerdo- me regaló su “kipá” negra y bordaba en hilo plateado, que aún conservo como una reliquia. Años más tarde, al enseñarla a su hermano Enrique, se echó a llorar.
Podría seguir Indefinidamente, pero sólo mencionaré esta otra peripecia. En el tribunal, lo saben quienes me vieron hacerlo, me sentaba yo a la máquina de escribir para aliviar al querido y recordado don José Mª. Arrúe, notario del mismo. Al hacer así, quedaba la silla del juez vacante y Fernando -ni corto ni perezoso- se aposentaba en ella, con sorpresa, las primeras veces, de los demás asistentes a la toma de las declaraciones. Luisito Alday –tan apuesto y respetuoso él- un día, a solas, me vino casi a reprochar que permitiera que Fernando se sentara en la silla del juez, a lo que le repuse que no creía que me contagiara de nada porque Fernando, u otro cualquiera, se sentara en mi silla. Así acabó aquello y en adelante Fernando lo siguió haciendo y alguno más también.
Tengo muchas más, porque Fernando -grande y hablador- no perdía comba a la hora de tirar los trastos a quien fuera; como aquella tarde, en el salón de actos de la Caja de Ahorros Municipal, en la calle de Guetaria. Era un debate mas de los que entonces se prodigaban; en esa ocasión sobre el divorcio y la ley que lo regulara en España. A la hora de las preguntas, Fernando intervino para sacar a colación el repudio judío y lamentarse del día en que sus padres dicidieron bautizarlo. Fue genial aquella esgrima mano a mano, que terminó a la mañana siguiente en mi despacho con Fernando diciéndome: “Sólo a mí se me ocurre hacerme propaganda anticlerical y tirarte de la lengua; tú me conoces igual que si me hubieras parido”.
Era tan sincero y noble Fernando que, a pesar de su voz poderosa y recia, las distancias se achicaban hasta cuando las diferencias de criterio y sentimientos podían ser muy grandes. Dialogaba hasta cuando podía verse en inferioridad de condiciones.

La última vez que lo ví con vida fue la tarde aquella del sábado del bautizo de su primer nieto. Tras la comida en Txomin, me llevó a casa, todo feliz y contento. Nos despedimos, pero, el día siguiente, a media mañana, me llamó por teléfono para decirme escuetamente: “Santi, estoy en la nube aún. Gracias”. El paso siguiente fueron ya las sirenas de la policía –dos días más tarde- aullando por la calle de San Martín. porque el maldito etarra lo acababa de asesinar cuando salía de su despacho para irse a comer con su mujer y sus hijos.

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Nada me extraña –lo comprendo- la reacción de Jose Mari dándose de baja en el Psoe, aunque el socialismo fuera una de sus señas de identidad desde niño pequeño. Sus 40 años de afiliación no le han impedido solemnizar la baja con la escueta frase del “Conmigo, no!”. Hay fronteras que no se pueden pasar sin dejarse en ellas la dignidad y la libertad hechas jirones.
Y es que, entre los dos extremos del “sumiso” y el “revolucionario”, está el “rebelde”. Y la dignidad y autenticidad de esa rebeldía es a la que –como acabo de señalar- Albert Camus dedica las primeras líneas del primer capítulo de El hombre rebelde, cuando se pregunta “¿Qué es un hombre rebelde?” y responde que es “Un hombre que dice que no. Pero que, si se niega, no renuncia; es además un hombre que dice que sí desde su primer movimiento. Un esclavo, que ha recibido órdenes durante toda su vida, juzga de pronto inaceptable una nueva orden. ¿Cuál es el contenido de ese “no”? (cfr. A. Camus, El hombre rebelde, 2008, p. 22). A lo largo de su libro Camus lo expone.
No es extraña –repito- la reacción de José Mari. Lo extraño está en los “otros”; en los que –ahora mismo y dentro del partido socialista que ostenta el poder- “trapichean” –puede ser la palabra- para hacer “negocio” no importa a qué coste o precio. Lo estamos viendo.
Esta misma mañana oigo a Rosa Díaz –una socialista también rebotada- repetir de viva voz lo que aparece en su twist: “Si el Psoe no desaparece con esta conducta es que los españoles no tenemos remedio”. Duro es el augurio, pero real y repetido incluso por ella.

Y ya –para cerrar- me vuelvo a donde ciomenzaba.
“No hay libro tan malo –dijo el bachiller- que no tenga algo bueno” (Cervantes, El Quijote, 2ª parte, cap. III). El jugoso diálogo que sigue al dicho del bechiller, entre él y don Quijote, aunque matice, no quita valor a su verdad. Y por eso un lector que se precie de tal no rechaza ninguna lectura, ni de libros, ni de hojas volanderas o panfletos, porque, donde menos se espera, a su vista se levanta una chispa de luz que compensa de las hipotéticas maldades que, al lado de la luz o con formas de luz, pudieran cohabitar. Y como detrás de lis libros siempre hay alguien. a ese “alguien” también se puede referir lo que el bachiller refiere a los libros. No hay hombre tan malo que no tenga algo bueno. Y las apariencias, con mucha frecuencia engañan.
Por estas veredas discurren las raíces de la tolerancia y también los límites de la tolerancia. Se ven claro los dos perfiles –el de las raíces y el de los límites- en este “memorandum” que acabo de hacer.
No hay hombre que no tenga algo bueno; que, por eso “bueno”, aunque sea poco, no debe ser respetado o al menos tolerado.
Pero, con todo, el bien o valor de la tolerancia tiene límites y están en esas líneas rojas o fronteras que no se pueden pasar ni traspasar sin caer en degradación e ignominia. José Mari, ¡chapeau!.

SANTIAGO PANIZO ORALLO
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