Aquel hombre grande 24-VI-2018

“Entre los nacidos de mujer, nadie fue más grande que Juan el Bautista” (Evangelio de san Mateo, 11.11). Estas palabras de Jesús a la gente refrendan un criterio de “grandeza” y “excelencia” poco afín a lo que se lleva y vende como tal en los “rastrillos” y “pasarelas” de la “gran comedia humana”.

Me refiero, al escoger para mis reflexiones de hoy el título y la leyenda que anteceden –no podría ser menos tratándose del día- a Juan el Bautista, el inmediato precursor de Jesús: el “Dios con nosotros”, el “Dios hecho hombre”, el “evangelizador auténtico del Dios verdadero”. “Entre los nacidos de mujer, no hay otro más grande”.
No es menester siquiera bosquejar su biografía, porque todo en ella es llamativo y altamente significador. Grande desde el vientre de su madre, fue erecto como la punta del ciprés apuntando al cielo; austero hasta alimentarse de saltamontes y miel silvestre; contemplativo en el desierto, hecho a vivir con alacranes y escorpiones, y activo para, a su tiempo, invitar a la conversión y al bautismo de penitencia; pero más activo aún para censurar a Herodes sus licencias con la mujer de su hermano y acabar al fin con la cabeza cortada en las manos de la vaporosa Salomé tras la consigna de su pérfida madre.
Hirsuto. Rectilíneo y sin curvas ni dobleces. Realista cuando de la verdad se tratara y de eludir elogios propios: “Yo no soy el que esperáis”, pero lo anuncio…
Nacido para verdades y no para seducciones, engaños ni pos-verdades, Juan encarnaba en su tiempo el tipo de hombre posible, pero casi inéditto: entero, audaz, sin miedos, provocador e incluso molesto para los “señores” de su tiempo, como lo sería poco más tarde Jesús, y como lo han sido y lo siguen siendo, en la general historia humana, los que dicen la verdad tal como la sienten, los de “”Antes romperse que doblarse”, los “hechos a medida” y no “en serie”, los que admiran por la rareza y asustan por su verdad. Vamos, los hombres de la estirpe de los “hombres grandes”.

San Juan cae a finales de junio, por esas fechas y noches embrujadas en que “las calores” como que sorbieran el seso y metieran en las cabezas aires truculentos de ascuas encendidas. San Juan trae consigo evocaciones de mixturas de mitologías, de ritos paganos y de las más profundas esencias cristianas; y de esta mezcla informe han salido auténticas borracheraas de usos y costumbres, tan arraigados como difíciles de calificar en sus mismas raíces. Las “noches de san Juan” tienen por eso muy bien ganada, aunque ardua para precisar, denominación de origen: se distinguen a simple vista de las restantes “noches” del año.

Ayer estuve de pesca (es un decir), y de fiesta más tarde, en el pueblo de Horta, a la vera del Burbia; un pueblo en que mis amigos viven: Eladio y su familia y la sin par Rosaura –una mujer adusta, al cien por cien liberada e implacable en la gracia femenina –no feminista- de un certero llamar a las cosas por su nombre de pila... Por la tarde, cansado ya de sortear la maraña espesa de la floresta del campo, sólo para veredas de jabalíes apta, me llegué a pasar un rato con ellos y a disfrutar de su fiesta; una fiesta popular donde las haya, en que el pueblo –el de verdad, el de la “gente del pueblo” y no de los que al “pueblo” adulan y al “pueblo nombran sólo para utilizarlo o explotarlo- rinde un sincero culto –de “cultura” y devoción mezcladas- a la amistad y a los valores de siempre, aunque ahora estén en baja forma. Rosaura, la sin par Rosaura, cantaba ayer –no las glorias de san Juan- sino lo que san Juan hubiera dicho de haber visto las hechuras, y las facturas sobre todo, de los actuales “populistas” y adláteres que no pierden comba para llenarse la boca con la palabra “pueblo” y con la subalterna “democracia” para después -conseguido el voto- gobernar al mismo estilo de los Herodes y demás “ralea” del tiempo de san Juan. Esta Rosaura, la verdad, donde pone el ojo, allí pone la bala de su implacable agudeza, que suele ser más apropiada para delatar las injurias de los gobernantes a los pueblos ignorantes o necios.

Escuchando esta mañana al grupo “Luar na lubre”, en su música celta de “A noite de san Xoan”, se podía percibir y degustar todo ese mundo de fantasías que rodea esta noche -de las primeras del verano-, que cada año nos vuelve a rejuvenecer con melancolías, saudades y las inevitables sensaciones de sueños con sus “bruxas” “mouchos” y “coruxas”, de “aquelarre” festivo o de “conxuro” profético, que, en el fondo, llevan esos aires del pueblo –yo no no dudo- de volverse a los *mitos y a terrores irreales cuando de sobrevivir a las inclemencias, cualesquiera que sean, se trata.

Y como hace poco –ayer mismo- prometí a mis amigos de reflexión mostrarles, de algún modo, la diferencia entre un ”gran señor” y un “gran hombre” –expresiones ambas que, siendo sinónimas o casi, portan consigo notables diferencias-, y además la cosa viene a cuento del día, os voy a trascribir a la letra –permitidme- el relato de un viejo Diccionario, heredado de un sacerdote encomiable, mi inolvidable don José Barrio y Barrio. Es un Diccionario de Sinónimos, editado en París el año 1892 (Garnier Hermanos, 1892, pag. 196). Su autor es don Pedro María de Olive, quien, al contrastar estas dos expresiones de “gran señor” y “gran hombre” dice textualmente lo siguiente:
“Cuando los romanos se pervirtieron con las riquezas de las provincias conquistadas, se empezó a ver cómo nacía de su abatimiento la época del nombre de “gran señor” y el filósofo reservó el título de “gran hombre” para los hombres que aman, que sirven y que honran a su país.
“Gran señor” y “grande hombre” no expresan una misma cosa. Explicaremos su diferencia.
Los “grandes señores” son muy comunes en el mundo; los “grandes hombres” son muy raros.
El primero es, a veces, una carga para el Estado; el segundo es siempre su apoyo y su honra.
El nacimiento, los títulos y los empleos hacen al ”gran señor” ; el mérito poco común, el genio y los talentos eminentes hacen o forman al “grande señor”
El “gran señor” se acerca más que los demás hombres al soberano; tiene sus antecesores, sus pensiones y sus grandes rentas.
El “grande hombre” sirve a su patria de una manera desinteresada, sin esperar nunca la recompensa, ni aún la gloria que le puede reportar”.

Este es –escuetamente- el relato de las diferencias del aludido Diccionario de Sinónimos. El “gran señor”, al que tanto se aspira en la sociedad líquida de hoy, puede no ser el “gran hombre” que los pueblos necesitan para ser, cuando menos, “algo”, cual soñaba el jacobino “Abbé Sieyés” de la Revolución francesa.

Como creo que el relato de las diferencias no requiere comentario especial para verlas e incluso ponerles cuerpos y cabezas concretos, y cualquiera de mis amigos puede, si se lo propone, ir apuntando con el dedo a los que, en su entorno y tiempo, merecen uno u otro título, el de “gran señor” o el de “grande hombre”, hágalo cada cual a su aire, ya que seguramente, en esta hora de los arribistas, los “cucañistas” y los “trepas”, encontrará con facilidad especimenes de “grandes señores”, aunque no tanto, por desgracia para los pueblos, de “grandes hombres”.

Me valgan para cerrar estas reflexiones del gran día de san Juan –“el mayor hombre entre los nacidos de mujer”, como asegura el propio Jesús- dos citas muy a tono para este lema del día.
La una tiene su asiento en un pensamiento de Pascal, para quien hay dos suertes de grandeza o excelencia en los seres humanos: la que les viene de fuera, del cargo, del dinero, de los escudos, de los membretes y demás cosas así; y la que les viene de dentro de ellos mismos, de los valores humanos que cultivan, de sus virtudes y potenciales positivos, de su respuesta a una vocación sentida y comprometida. Si en los primeros brilla la honra del cargo y de los emblemas y escudos, en los otros brilla esa otra honra, más personal e intransferible, de las obras de verdad, de justicia, de amor, del respeto a todos, del culto diario y sin treguas a esas virtudes que expresan los llamados “valores humanos” -que van más lejos y más allá de los típicos “derechos humanos”-
La otra está en esa frase, tan repetida por mí, de don Antonio Machado, que, puesta en boca de Juan de Mairena, resalta que, “por mucho que un hombre valga, nunca tendrá valor más alto que el de ser hombre”.

Por san Juan y su grandeza humana, vale –creo- la pena pensar un poco en la distancia que va de ser un “gran señor” a ser un “gran hombre”. Los matices, amigos, en los sinónimos, dan el buen tono final a cualquier discurso. ¿No estará en esto una clave real de las crisis en que nos vemos, casi a diario, metidos?
Como veis, mis amigos, las “noches de san Juan” pueden dar para mucho. Y lo dan realmente si uno se propone pensar en ello.


SANTIAGO PANIZO ORALLO
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