Todo un hombre 15-XII-2018

Todo un hombre. Todo un intelectual sin trampa. Todo un cristiano y católico sin alardes y sin fisuras. Toda una visión responsable de la realidad hasta ser –para quien lo lea y relea sin pasiones- un referente cualificado de ideas y creencias. Un hombre de verdad, de los hechos a medida y no “prêt à porter”.
Tal día como hoy, el 15 de diciembre de 2005, fallecía en Madrid don Julián Marías.
Don Julián Marías, el que nunca quiso ser inferior a sí mismo; el que fue y sigue siendo –para quienes se dignan leerlo- un activo intelectual y humano de supremo nivel en el mapa cultural y de progreso y desarrollo humano en la España moderna; el que tuvo como una de sus divisas de vida el “Por mí que no quede”; el que amaba la verdad y la justicia más que el interés y la comodidad y por encima de riesgos o componendas…, se nos fue a la vista del invierno y sin dejar de soñar que lo peor –a pesar de todo- puede tener remedio.
Al rememorar hoy, con sentimiento y nostalgia, aquel día, reproduzco en su honor y a la letra el pequeño ensayo que hace tiempo compuse y he mantenido en reserva, sin darlo a luz. Hoy, lo desempolvo y lo brindo a mis amigos especialmente, en obsequio agradecido a este maestro del pensamiento y del amor a la verdad.

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Era un dato inmediato de su conciencia la libertad sin hipotecas y vivió su vida en lucha por ser libre, sin titubeos, sin declinarse a derecha o izquierda, sin pausa.
Amó la verdad antes que la originalidad, la utilidad o las pasarelas de la moda.
Y por ello, su vida fue la de un hombre digno, que no tuvo éxito ni con el utilitarismo de “las derechas” ni con el narcisismo de “las izquierdas”, pero supo en todo momento ser hombre, como pocos lo han sido, en este país en que se aplaude al viento y se dice ”amén” a todo lo que reluce.
Cien años se cumplen hoy –este 17 de junio de 2014- del nacimiento en Valladolid del gran pensador que quiso y supo ser don Julián Marías Aguilera.

En mi recuerdo emocionado a este gigante de nuestra cultura y pensamiento modernos, a este hombre de excepción si por ello se entiende fiel a la irrepetible singularidad del ser persona, cristiano y liberal a la vez -su persona responde a dos fidelidades y premisas funda¬mentales, de rango desigual, pero depen¬dientes entre sí: el cristianismo y el libera¬lismo (como se dijo en la Nota necrológica del ABC del 16 de diciembre 2005, día siguiente al de su muerte), me limito a evocar, en breve reseña, aquella tarde del otoño de 2.004, en que tuve la suerte de hablar con él un tiempoo largo en su casa de la calle Vallehermoso de Madrid, entre libros y más libros en estanterías monocordes y rebosantes, con titulos de pensadores sobre todo y en un ambiente relajado y propicio a la reflexión y la confidencia.
Mis deseos de hablar con él en esta ocasión los cifraba mi duda sobre el concepto de amor en Ortega y Gasset. Si era el de sus Estudios sobre el amor o era el que se atisba -en las Conf esiones de El Espectador ante el Adolfo de Banjamin Constant. Si el amor es el efluvio inefable “en que un ser queda como adscrito de una vez para siempre y del todo a otro ser... especie de metafísico injerto... que ha nacido de la raíz de la persona y no puede verosímilmente morir”, o si le vienen mejor al amor los “equívocos múltiples”, y reducirlo a veleidad o mirada en perspecdtivas de quimera y virtuales más que de realidad instalada y bien plantada. Quería yo -por eso y por ser él discípulo, pero también un “maestro” en Ortega- recibir sus ideas sobre cosas, cuestiones, que me intrigaban, del pensamiento de Ortega y otras cosas y dudas mías sobre las que pensaba que él podía ser un buen maestro.

Nos saludamos con un afecto que era humildad en mis ganas de saber y sencillez en los previos aprecios a sus lecciones de maestro. Hasta me permitió grabar nuestra conversación, que aún conservo como si de parte o trasunto fiel de su persona se tratara y que repaso más de una vez.

Le pregunté primero por su criterio sobre el concepto de amor en Ortega y me dijo que la obra de madurez de Ortega sobre el amor es la que se titula Estudios sobre el amor; que, en sus comentarios al Adolfo de Benjamin Constant, Ortega respira por la trama de la obra que comenta y, al hacerlo, se sensibiliza con los terribles dramas que el amor, en el matrimonio sobre todo, provoca.
Nos hicimos eco de esa idea orteguiana de que el amor no desaparece y solo cambia de destinatario, pero que, cuando cambia, es porque no era bien nacido.
Hablamos de las psicologías del amor y del odio y de otras cosas que a mí, enfrascado entonces –casi nunca he dejado de estarlo- en las patologías conyugales, me apremiaban e invitaban constantemente a reflexionar.

Recuerdo que se suscitó la cuestión del enamoramiento y que, en un momento dado, al pedirle que me diera en pocas palabras lo que era, en su criterio de pensador avezado a las más arduas concisiones, me contestó rotundo con esta sola frase, que mucho he meditado y con la que no dejo de estar de acuerdo en el fondo: “El enamoramiento es un proyecto provisional de matrimonio”. Es verdad que, así entendido el enamoramiento, aún con toda la metafísica que se quiera, rastrea muy a fondo en los manantiales del amor antropológicamente mirado.

Hablamos del Cristianismo en y de la hora presente, de la Iglesia Católica y comentamos un rato pasajes del cap. VIII –Panorama desde el Concilio- de sus Meditaciones sobre la sociedad española, en que patenta sus impresiones de Observador oficial en el Concilio Vaticano II, nombrado para ello por el papa Pablo VI.
Comentamos el primer tramo de las impresiones, ese tiempo que él califica como del “temor” de la Iglesia a la libertad; un medio que la toma a partir de la Reforma protestante. Especialmente hablamos de esa “psicologìa de ciudad sitiada” en que la Iglesia se recluye por varios siglos y la maniata hasta la apertura de las ventanas y la bocanada de aire fresco que supone el Vaticano II. Pinta a la Iglesia cautiva de sí misma; como ensimismada y ausente de su deber sagrado de estar en el mundo; sin ser del mundo pero atenta a lo que pasa en el mundo; y no tan sólo censurar sino sobre todo para ayudar, elevar y salvar al hombre.
Pero especialmente nos detuvimos a comentar el último párrarfo de esas “meditariones”, y esa frase tan densa y tan cifrada, tan exacta sobre el quehacer de la Iglesia en este mundo y en esta sociedad. “El cristianismo no da soluciones; da luz para buscarlas”. Con ese añadido final que es su desarrollo: “Hay que usarlo, sí se permite la expresión, para mirar a la realidad, que Dios entregó a la indagación y a las disputas de los hombres. Si no me engaño, éste es el clima intelectual del Concilio, que significa la apertura del horizonte del pensamiento, al cabo de varios siglos de ortopedia mental. Por eso reina en él un espíritu de alegría y confianza. Se olvida el temor, se desvanecen fantasmas inconscientes, se desentumecen los miembros. Un estremecimiento de vitalidad recorre el cuerpo entero de la Iglesia militante. Se empieza a ver que la verdad, y solo la verdad, nos hará libres”.

He de confesar que esta visión de la Iglesia y de su misión en el mundo me hizo –aquella tarde- comulgar enteramente con ese perfil anti-imperialista de la Iglesia en la sociedad de hoy.
Si en aquel momento hubiera estado al frente de la Iglesia el papa Francisco, sin duda lo hubiera señalado el católico Julián Marías como el gran profeta de la nueva evangelización, el estilo de dar luz y señalar los caminos, pero no forzar a nadie a entrar y. discurrir por ellos Recuerdo muy bien que, al retornar a casa de mi conversación con el “maestro”, añadí esta glosa a esa última parte de ese capítulo VIII de las Meditaciones. “Nota a propósito de la idea de que el Cristianismo no tiene por misión dar soluciones a los problemas terrenos, sino luz para buscarlas y hallarlas. Por ejemplo, el respeto a la libertad del hombre está en no imponer nada al hombre responsable de sí mismo; solo en orientarlo para que él se atreva y sepa decidir en libertad. Sin dominación ni coacciones; aunando la libertad y la fuerza de la fe; y de la mano de una visión responsable de la realidad que es conexa con la libertad humana, se ha de decidir ser cristiano o no serlo, ser hombre o dejar de serlo, ser audaz y proyectivo o meramente cursi.
Hablamos –¡cómo no!- también de España; de la de hoy y la de ayer. Me dijo que le dolían mucho las “dos Españas” y que en su vida tuvo siempre, como si de una urgente e inevitable obsesión se tratara, una serena voluntad de hacer lo que pudiera para que, de una vez por todas, se superara y suturase esta fractura tan nuestra, pero tan incivil y lamentable cívicamente.

Al final, ya de camino a la puerta para despedirnos, me habló de sí mismo. Una idea y una frase del fondo del alma que, por sí sola, valdría, de no haber otras muchas, para definir a un hombre hecho y derecho. “El dìa que murió Dolores, mi mujer, ese mismo día empecé yo a morir también. Y se comentó a sí mismo. Mi concepto del amor es este. No lo aprendí en Ortega aunque Ortega me enseñó a descubrirlo. Fue mi instinto racional el que me llevó por los caminos del amor así entendido como la cosa más natural del mundo”

Pienso yo que la sombra alargada de Julián Marías me sigue y se proytecta todavía sobre mí. En este recuerdo emocionado al gran maestro en tantas cosas, a los españoles de hoy les diría que no se empeñen tanto en matar lo que es España porque así se matan ellos mismos; a los cristianos de hoy les invitaría a ser respetuosos con las creencias de todos, pero valientes y hasta audaces con sus propias creencias; y a los hombres de hoy -en general, que copien de aquella idea que J. Marías asumió como lema de su vida y obra: nunca quiso ser inferior a sí mismo,; o el “Por mí, que no quede”.

Hoy –en homenaje a Marías- me vuelvo a leer de nuevo su España inteligible, una de sus últimas creaciones. Tal vez con eso, empiece a creer más, como deseo tan vivamente, en este país.

SANTIAGO PANIZO ORALLO
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