En el nombre de Dios o en el de los dictadores 27-III-2018
En el nombre de Dios o en el de los dictadores
“La religion est le seul pouvoir devant lequel on peut se courber sans s’avilir”. O sea, Dios es el único ser, el único poder, el único mando, ante el cual ponerse de rodillas no envilece,
Este pensamiento de Chateaubriand (Mémoires d’outretombe, III, II, 5, 25) me
viene hoy a la mente. Este día, al observar que Jesús, en plena Pasión y cuando a tantas otras preguntas no contesta, no deja de asegurar a Pilato que es rey, e incluso el rótulo que, sobre la cruz, anuncia la razón de la condena, es una proclama de realeza, un buen amigo me preguntaba si, después de Maquiavelo, el mando no sería una ocasión próxima, invencible tal vez, de pecados de violencia y opresión.
La mención de Maquiavelo me tentó ciertamente y, al no querer resistirla, me vino, como digo, a la mente esa frase del fgran Chateaubrand. Ella sola encierra –si se quiere pensar un poco- las claves de ña respuesta que, con ella en mano, dí a mi buen amigo.
Maquiavelo (1469-1527) pasa por ser, en la historia del pensamiento, un adalid o abanderado de la modernidad socio-política; pudiera pasar también por precursor del llamado “secularismo” radical o “laicismo” contemporáneo; y hasta para algunos, quizás, sería el gran timonel del mejor arte de gobernar pueblos.
Seguramente tiene algo de todo eso, que razones no le faltan; aunque haya quien se pase al rendirle pleitesía de “santón” laico, hecho de contraste con el san Agustín de La Ciudad de Dios. No es –para Maquiavelo- la “ Ciudad terrenal” -no es la política en una palabra- la que se debe apoyar en la religión, como pensara san Agustín en su magna obra; sino que, al contrario, es la religión un “adlátere”, un “peón”, un instrumento de la política, uno más entre los útiles de que tiene derecho a servirse para sus fines propios.
La teoría del Estado divinizado, que se idealiza desde Maquiavelo, no ha dejado nunca de tener seguidores. Desde el protestante “Cuius regu¡o eius et religio” hasta las “religiones políticas”, “laicas” o “politizadas” y los constantes designios de procurarse religiones amaestradas o domesticadas al servicio del Estado, el “servirse” de la religión ha sido en toda la historia humana tentación perenne de todos los acaparadores del Poder.
Varias veces me he preguntado –en mi vida de análisis de las raíces históricas, por así decir clásicas, de los totalitarismos y de las dictaduras- por el papel de la obra y pensamiento de Nicolás Maquiavelo en las raíces, antiguas y modernas, del virus totalitario.
Maquiavelo vuelve a estar de moda. Se le puede ver clonado en esquemas de políticos que, en estado de bisoñez generalmente, se creen reencarnados en la obra del florentino y se abonan a las viejas fórmulas de este “santón” bastante pasado de moda, a mi ver, ante la realidad actual de un mundo que, tras el fracaso de las ”promesas” de la Ilustración, está tratando a los totalitarismos de enemigos públicos nro. 1 de la democracia y del progreso moderno. Por algo se les ve con la tendencia a justificar a algunos como los Maduro, los Castro y demás estirpe de modernas satrapía, aunque no siempre se atrevan a confesarlo a las claras y se callen para no quemarse ellos mismos los labios.
Al hojear de nuevo estps días ese sonado libro de Hannah Arendt sobre los orígenes del totalitarismo –al moderno se refiere sobre todo-, me sentía interpelado a mirar más atrás y bucear hasta las últimas raíces del nazismo, del estalinismo, del fascismo, etc. Al intentarlo, me encontré con Maquiavelo y me sentí llegado al punto de partida. He aquí, me dije, el gran “santón” de una de las mayores revoluciones de la historia.
Y me puse a repasar un poco la obra de Maquiavelo, El príncipe sobre todo; su Discurso sobre la primera década de Tito Livio y algunas más que sirven mucho también para conocer el pensamiento del famoso secretario florentino y sus primeros principios de la política. Y me dediqué otro poco a releer dos obras que, a mí, además del Prologo de Napoleón a El Principe, me sirven de ayuda –cuando preciso pensar o hablar de ello- para no desbarrar. Me refiero a Una relectura de “El Príncipe” (1994) con el discurso de ingreso de S. Fernández Campo y la contestación de J. M. de Areilza en la R. Academia de Ciencias Morales y Políticas; y esa otra obre titulada Diálogo de Maquiavelo y Montesquieu en los infiernos, ese panfleto de Maurice Joly contra la dictadura de Napoleón III y que, aún teniendo mucho de panfleto, tiene bastante más de certero y agudo alegato contra todos los abusos del Poder.
Estas relecturas me han ayudado a plantearme preguntas. Como esta: A Maquiavelo, con lenguaje de hoy y hechuras de hoy, ¿se le podría llamar en verdad “demócrata” o patrono y portavoz de “buenos demócratas”?. O esta otra más directa: Maquiavelo –con su revolución de las ideas y de los usos políticos, ¿no debería venir situado en las raíces del totalitarismo de todos los tiempos, los pasados, los presentes y los por venir, especialmente los totalitarismos de los siglos XX y XXI y los que ahora mismo incuban populismos hechos para cursar “sin el pueblo”?.
Creo que su ideario no engaña y que, como enseña Maurice Yoli, ha de mirarse de reojo a Maquiavelo cuando se trate de desvelar los métodos, tácticas, estrategias y culebreos del tirano poder. Ya no se estilan o están pasados de moda la guillotina, los autos de fe, el garrote vil los hornos crematorios y los Gulag. Cambian los tiempos y cambian las modas. “Il s’agit moins aujourd’hui de violenter les hommes que de les désarmer, de comprimer leurs passions politiques que de les effacer, de combattre leurs instints que de les tromper, de proscrire leurs idées que de leur donner le change en se les appropiant”.
Hoy son otros los medios, de violencias igualmente, aunque más refinados y sutiles: la propaganda, la post-verdad, las redes, la gran pantalla, el bla-bla-bla …; para edulcorar los programas, para fantasearlos hasta el paroxismo de la verborrea, para volverlos atractivos; y sobre todo la mentira, el uso de la mentira dada por verdad y repetida cien veces a lo Goebbels para que pase por verdad; y la utilidad, la utilidad –la propia ante todo- elevada con naturalidad pasmosa a criterio definitivo de verdad.
Es lo que está –si bien se mira- en las entretelas del ideario de Maquiavelo. El que manda, viene a decir, tiene derecho, por el mero hecho de detentarlo, a deshacerse de todo el que le impida tomar o mantenerse en el poder. Y no hay moral ni ética que valga frente a la racionalidad que usa para sus intereses el dictador de turno.
Vayan con brevedad sólo pocas ideas.
Entronizada la “razón de Estado” y divinizado el principio de racionalidad política consiguiente al designio, igualmente político, de que “el fin justifica los medios”, todo está permitido a los próceres del “abuso de poder”. No en vano, en el tiempo de Las Luces, el gran Montesquieu hubo de salir al quite del despotismo con el mecanismo de la “separación de los poderes”, al solo efectio de moderar su ejercicio y evitar las tiranías.
Me pregunto para resumir: ¿no aparace -claro, con sólo esto, que al ideario socio-político de Maquiavelo subyacen las raíces eternas del totalitarismo de todos los que manejan los hilos del Estado a favor de sus personales intereses o, a lo sumo, de los del Estado frente a los de la sociedad, de la que el Estado solamente puede llamarse gestor y nunca amo, señor y dueño? ¿No se ve claro?
¡Qué razón tenía Ortega cuando –hace un siglo- calificaba el “pensar utilitario” propio de la política de abrirse a una “cultura de instrumentos” en vez de hacerlo a una cultura de fines, y postulaba, como reacción frente a la cultura de medios e instrumentos una cultura de verdades últimas (cfr. El Espectador, Verdad y perspectiva, febrero-marzo 1916, Obras Completas, Alianza Editorial, Madrid 1998, vol. II, pàgs. 17-18). Tenía razón entonces y más la tienen hoy aquellas palabras de ayer si los fines han de seguir justificando los medios, como parece que está siendo más y más cada día. Ningún fin puede justificar los medios sin caer en irracionalidad patente.
Con lo dicho, me afianzo más y más en la realzada frase de Chateaubriand. Leerla de nuevo y pensarla un poco más estos días santos de Pasión puede ser otra Estampa propia del tiempo. Jesús no es Maquiavelo. El reino y el mando de Cristo son imperativos, pero no son de este mundo, como anuncia Jesús a Pilato para decirle con ello que su reino es compatible y no representa peligro alguno para el Cesar de Roma.
Claro que, a los imperialismos, hasta ese reino -aunque sea un reino de verdad y de vida, de santidad y de gracia, de justicia, de amor y de paz- estorba, y mucho.
SANTIAGO PANIZO ORALLO
“La religion est le seul pouvoir devant lequel on peut se courber sans s’avilir”. O sea, Dios es el único ser, el único poder, el único mando, ante el cual ponerse de rodillas no envilece,
Este pensamiento de Chateaubriand (Mémoires d’outretombe, III, II, 5, 25) me
viene hoy a la mente. Este día, al observar que Jesús, en plena Pasión y cuando a tantas otras preguntas no contesta, no deja de asegurar a Pilato que es rey, e incluso el rótulo que, sobre la cruz, anuncia la razón de la condena, es una proclama de realeza, un buen amigo me preguntaba si, después de Maquiavelo, el mando no sería una ocasión próxima, invencible tal vez, de pecados de violencia y opresión.
La mención de Maquiavelo me tentó ciertamente y, al no querer resistirla, me vino, como digo, a la mente esa frase del fgran Chateaubrand. Ella sola encierra –si se quiere pensar un poco- las claves de ña respuesta que, con ella en mano, dí a mi buen amigo.
Maquiavelo (1469-1527) pasa por ser, en la historia del pensamiento, un adalid o abanderado de la modernidad socio-política; pudiera pasar también por precursor del llamado “secularismo” radical o “laicismo” contemporáneo; y hasta para algunos, quizás, sería el gran timonel del mejor arte de gobernar pueblos.
Seguramente tiene algo de todo eso, que razones no le faltan; aunque haya quien se pase al rendirle pleitesía de “santón” laico, hecho de contraste con el san Agustín de La Ciudad de Dios. No es –para Maquiavelo- la “ Ciudad terrenal” -no es la política en una palabra- la que se debe apoyar en la religión, como pensara san Agustín en su magna obra; sino que, al contrario, es la religión un “adlátere”, un “peón”, un instrumento de la política, uno más entre los útiles de que tiene derecho a servirse para sus fines propios.
La teoría del Estado divinizado, que se idealiza desde Maquiavelo, no ha dejado nunca de tener seguidores. Desde el protestante “Cuius regu¡o eius et religio” hasta las “religiones políticas”, “laicas” o “politizadas” y los constantes designios de procurarse religiones amaestradas o domesticadas al servicio del Estado, el “servirse” de la religión ha sido en toda la historia humana tentación perenne de todos los acaparadores del Poder.
Varias veces me he preguntado –en mi vida de análisis de las raíces históricas, por así decir clásicas, de los totalitarismos y de las dictaduras- por el papel de la obra y pensamiento de Nicolás Maquiavelo en las raíces, antiguas y modernas, del virus totalitario.
Maquiavelo vuelve a estar de moda. Se le puede ver clonado en esquemas de políticos que, en estado de bisoñez generalmente, se creen reencarnados en la obra del florentino y se abonan a las viejas fórmulas de este “santón” bastante pasado de moda, a mi ver, ante la realidad actual de un mundo que, tras el fracaso de las ”promesas” de la Ilustración, está tratando a los totalitarismos de enemigos públicos nro. 1 de la democracia y del progreso moderno. Por algo se les ve con la tendencia a justificar a algunos como los Maduro, los Castro y demás estirpe de modernas satrapía, aunque no siempre se atrevan a confesarlo a las claras y se callen para no quemarse ellos mismos los labios.
Al hojear de nuevo estps días ese sonado libro de Hannah Arendt sobre los orígenes del totalitarismo –al moderno se refiere sobre todo-, me sentía interpelado a mirar más atrás y bucear hasta las últimas raíces del nazismo, del estalinismo, del fascismo, etc. Al intentarlo, me encontré con Maquiavelo y me sentí llegado al punto de partida. He aquí, me dije, el gran “santón” de una de las mayores revoluciones de la historia.
Y me puse a repasar un poco la obra de Maquiavelo, El príncipe sobre todo; su Discurso sobre la primera década de Tito Livio y algunas más que sirven mucho también para conocer el pensamiento del famoso secretario florentino y sus primeros principios de la política. Y me dediqué otro poco a releer dos obras que, a mí, además del Prologo de Napoleón a El Principe, me sirven de ayuda –cuando preciso pensar o hablar de ello- para no desbarrar. Me refiero a Una relectura de “El Príncipe” (1994) con el discurso de ingreso de S. Fernández Campo y la contestación de J. M. de Areilza en la R. Academia de Ciencias Morales y Políticas; y esa otra obre titulada Diálogo de Maquiavelo y Montesquieu en los infiernos, ese panfleto de Maurice Joly contra la dictadura de Napoleón III y que, aún teniendo mucho de panfleto, tiene bastante más de certero y agudo alegato contra todos los abusos del Poder.
Estas relecturas me han ayudado a plantearme preguntas. Como esta: A Maquiavelo, con lenguaje de hoy y hechuras de hoy, ¿se le podría llamar en verdad “demócrata” o patrono y portavoz de “buenos demócratas”?. O esta otra más directa: Maquiavelo –con su revolución de las ideas y de los usos políticos, ¿no debería venir situado en las raíces del totalitarismo de todos los tiempos, los pasados, los presentes y los por venir, especialmente los totalitarismos de los siglos XX y XXI y los que ahora mismo incuban populismos hechos para cursar “sin el pueblo”?.
Creo que su ideario no engaña y que, como enseña Maurice Yoli, ha de mirarse de reojo a Maquiavelo cuando se trate de desvelar los métodos, tácticas, estrategias y culebreos del tirano poder. Ya no se estilan o están pasados de moda la guillotina, los autos de fe, el garrote vil los hornos crematorios y los Gulag. Cambian los tiempos y cambian las modas. “Il s’agit moins aujourd’hui de violenter les hommes que de les désarmer, de comprimer leurs passions politiques que de les effacer, de combattre leurs instints que de les tromper, de proscrire leurs idées que de leur donner le change en se les appropiant”.
Hoy son otros los medios, de violencias igualmente, aunque más refinados y sutiles: la propaganda, la post-verdad, las redes, la gran pantalla, el bla-bla-bla …; para edulcorar los programas, para fantasearlos hasta el paroxismo de la verborrea, para volverlos atractivos; y sobre todo la mentira, el uso de la mentira dada por verdad y repetida cien veces a lo Goebbels para que pase por verdad; y la utilidad, la utilidad –la propia ante todo- elevada con naturalidad pasmosa a criterio definitivo de verdad.
Es lo que está –si bien se mira- en las entretelas del ideario de Maquiavelo. El que manda, viene a decir, tiene derecho, por el mero hecho de detentarlo, a deshacerse de todo el que le impida tomar o mantenerse en el poder. Y no hay moral ni ética que valga frente a la racionalidad que usa para sus intereses el dictador de turno.
Vayan con brevedad sólo pocas ideas.
Entronizada la “razón de Estado” y divinizado el principio de racionalidad política consiguiente al designio, igualmente político, de que “el fin justifica los medios”, todo está permitido a los próceres del “abuso de poder”. No en vano, en el tiempo de Las Luces, el gran Montesquieu hubo de salir al quite del despotismo con el mecanismo de la “separación de los poderes”, al solo efectio de moderar su ejercicio y evitar las tiranías.
Me pregunto para resumir: ¿no aparace -claro, con sólo esto, que al ideario socio-político de Maquiavelo subyacen las raíces eternas del totalitarismo de todos los que manejan los hilos del Estado a favor de sus personales intereses o, a lo sumo, de los del Estado frente a los de la sociedad, de la que el Estado solamente puede llamarse gestor y nunca amo, señor y dueño? ¿No se ve claro?
¡Qué razón tenía Ortega cuando –hace un siglo- calificaba el “pensar utilitario” propio de la política de abrirse a una “cultura de instrumentos” en vez de hacerlo a una cultura de fines, y postulaba, como reacción frente a la cultura de medios e instrumentos una cultura de verdades últimas (cfr. El Espectador, Verdad y perspectiva, febrero-marzo 1916, Obras Completas, Alianza Editorial, Madrid 1998, vol. II, pàgs. 17-18). Tenía razón entonces y más la tienen hoy aquellas palabras de ayer si los fines han de seguir justificando los medios, como parece que está siendo más y más cada día. Ningún fin puede justificar los medios sin caer en irracionalidad patente.
Con lo dicho, me afianzo más y más en la realzada frase de Chateaubriand. Leerla de nuevo y pensarla un poco más estos días santos de Pasión puede ser otra Estampa propia del tiempo. Jesús no es Maquiavelo. El reino y el mando de Cristo son imperativos, pero no son de este mundo, como anuncia Jesús a Pilato para decirle con ello que su reino es compatible y no representa peligro alguno para el Cesar de Roma.
Claro que, a los imperialismos, hasta ese reino -aunque sea un reino de verdad y de vida, de santidad y de gracia, de justicia, de amor y de paz- estorba, y mucho.
SANTIAGO PANIZO ORALLO