La receta del revolucionario -19 .- IX --2018
Retorno, por fin, al hilo de la vida cotidiana. En Madrid unos días y el último fin de semana en Mallorca pusieron coto, al comenzar septiembre, al placentero verano en el pueblo. Si a Madrid me trajeron afanes de familia y la muerte de un amigo de gran parte de mi vida -el profesor y letrado J. Pérez Alhama-, a Mallorca me han llevado tan sólo sagrados deberes de amistad: otro fallecimiento; esta vez del sacerdote don Sebastián Planas, amigo de poco tiempo, pero de arraigo y fondo; porque –desde la silla de ruedas, a la que se vió atado los últimos años de su vida- me supo dar, a parte de otras más, una sobresaliente lección de gran humanismo y buen tono: la de que es necesario reír -o quizá mejor sonreír- a pesar de todo, hasta cuando las cosas pudieran invitar más a llorar que a reír. Y en ese “todo” lo incluyo todo; lo cual no deja de ser una versión muy plástica y fiel de ese gran indicador de la madurez humana que es la “buena tolerancia” -no una baja tolerancia- a las frustraciones. Por gratitud y porque su familia me pidió que fuera, lo hice.
Como aprendí cosas en este viaje, y pude –a pesar del poco espacio- seguir pistas hace ya tiempo iniciadas por mí, por curiosidad o por afanes de pisar firme en tierras de arena movediza –mucho más frecuentes de lo que se piensa, en tiempos de pos-verdad y de pos-modernidad-, me propongo –en cuatro o cinco próximos ensayos- ir perfilando y sobando las notas y apuntes que, a mano, pude acopiar estos días. No son nada del otro mundo y ni siquiera las estimo interesantes para otros que no seamos yo mismo y mis amigos. A ellos se las dedico y en ellos pensaré al pulirlas y sazonarlas. Y como, al haber brotado al aire de los días y al compás de los hechos, puede que alguna vez trasciendan la barrera de lo particular para proyectarse algo más allá, por esa posible trastienda, les daré más aire haciéndolas parte –algunas al menos- de mi “blog” digital “Entre dos luces”.
* * *
Hoy –de todos modos y anticipándome a la promesa- os mando lo que, esta misma mañana, esperando en el ambulatorio a mi enfermera, he ido anotando a bote pronto sobre la sangría cívica, pasmosa y esterilizante, de las “corrupciones”. No tiene otra razón que la de enfatizar lo obvio, aunque “los hombres y mujeres de partido” –devotos de “esclavitudes voluntarias” como ya marcara Ortega en su famoso ensayo- puedan seguir tomando tamaña esclavitud por la cima de las libertades. Que es muy posible y hasta verosímil quizás.
Este ensayito –a bote pronto como digo y a modo de reflexión sobre la marcha gestado- lo titulo La receta del revolucionario. Al terminar, veréis por qué.
El axioma que dice que “corruptio optimi, pessima” –es decir, que la corrupción de “los mejores” es la peor de todas- es muy viejo en los anales de la cultura humana. Los que en cualquier tiempo bregaron por la justicia y la verdad tuvieron esta idea a flor de labios, y ya el propio Cicerón opinaba que la corrupción en la política es un “flagelo de mucho cuidado”, especialmente cuando esa corrupción es ejercida por quienes se habían dicho “los mejores”.
Claro está que la corrupción –como casi todo- admite grados en cantidad y en calidad. No es lo mismo, por ejemplo, la del tabernero que vierte un poco de agua en el vino de su taberna que la del gobernante si mete la mano en el cesto o si ese mismo gobernante fingiera ser caballo cuando no pasa de ser espécimen de un género inferior al ecuestre.
No tengo yo por la “peor corrupción” la del bolsillo y la “pela” (que son malas sin duda). Veo peores y reputo más dañinas –individual y socialmente sobre todo- las de las ideas y de la verdad, las de la farsa o la mentira.
Por eso, pienso que un gobernante corrupto –en toda clase de corrupción, porque en todas salta a la vista una falta de honradez- no puede ser gobernante de nadie; y menos de un pueblo libre, cuerdo y quizás ilustrado –aunque a esta última calidad haya con frecuencia que ponerle “sordina”.
Y pienso también que un pueblo –ante las corrupciones, hasta la de “plagiar” una tesis o una parte de ella-, para no perder su dignidad, no es que tenga el derecho, sino que tiene –lo creo también- el deber de sentirse molesto, de verse inclinado a protestar como tal pueblo, e incluso a rebelarse –sí”, a rebelarse- con esa rebelión –aunque sea la de las “masas”- tan factible hasta cuando la masa, ovejuna y lanar, entiende que no es legítimo lo que no es honesto, aunque, por ciertas éticas, pueda considerarse “políticamente correcto”. Y eso, por más que algunos sedicentes estudiosos de Maquiavelo pudieran entender que el plagio y cosas así fueron, o pudieron ser, de la complacencia del afamado secretario florentino. Hay cosas que ni el propio Maquiavelo pasaría por alto si su circunstancia hubiera sido la que en estos momentos ofrecen algunos tramos o aspectos de la política en este país.
En una glosa tácita de lo anterior, acudo de nuevo al Quevedo de La hora de todos; a ese genial capítulo XXXV de la misma, cuando -en su final- expresa –por boca del tirano “gran señor de los turcos”- esa lección de primaria en política y en gobernanza de los pueblos, según la cual “el pueblo idiota es la seguridad del tirano”.
O quizás mejor a eso otro, tal vez más sugerente por más revolucionario en el mejor sentido de la palabra, que tan bien y con tanta claridad desvelara el célebre cura jacobino francés –el abate Sieyès- cuando, en plena Asamblea nacional, se preguntaba afanoso, pero con buenas razones, “Qu’est-ce que c’est le Tiers État?”, es decir, el pueblo llano? Y, al preguntarse a sí mismo, él mismo se contestaba”, “Nada”; no es “nada”. Y, al seguir preguntándose por lo que “debería ser” el pueblo, se respondía que debiera serlo “Todo”. Para, al final -en un pragmatismo realista, propio de las “revoluciones” que más huella dejan en la historia porque no se hacen para pasar al contrario por la guillotina-, preguntarse por lo que el pueblo “aspira a ser”; y se contenta o satisface con decir que el pueblo aspira –debe aspirar mejor- a ser “Algo”; no “todo” como un idealismo tal vez utópico exigiría, pero “algo sí” (cfr. James Goldschmidt, Principios generales del proceso, Buenos Aires, 1961, t. I., Introducción, p. 11),
Y qué me resta decir tras los anteriores párrafos?. Sólo esto: espabila, pueblo, porque –en nombre del pueblo, como tantas otras veces en el de la libertad o en el de Dios- se han cometido y se pueden seguir cometiendo muchas tropelías y hasta crímenes. Y no hace falta, para esto, recordar la sonora frase de Madame Roland al subir los pendaños de la guillotina. Ella, revolucionaria también, y sin embargo inquieta y sobresaltada por los excesos del “terror”, gustó en su carne revolucionaria las desmesuras de las tiranías. Es frase que sabe todo el mundo, aunque no todos la enfoquen por donde se debiera enfocar: por el lado de los innumerables posibles abusos del Poder.
Espabila, pueblo, pues, que –en estas horas de vientos racheados- los trucos y las tretas andan sueltos.
Ya para cerrar no puedo dejar de reflejar, a la letra, la frase que –esta misma mañana- me dice Elena, la enfermera de casa, y que, agobiada como estaba por urgencias de su tarea –hoy eran especiales al parecer- no pudimos ni comentar un minuto. “Dame la gente sana del pueblo y déjame de ratones colorados”. Puede ser una muestra de lo que va cundiendo en la gente llana y sana la vista de tanta minusvalía como nos pretende gobernar a muchos niveles. Tan sólo me dice al salir: donde pongo “ratones colorados”, mira el panorama y pon lo que tú quieras. Yo tampoco pongo nada. Sí la referencia al refrán popular que relata que “Al buen entendedor pocas palabras le bastan”. ¿A qué rebajar el sentido común de la gente del pueblo? El pueblo, cuando es pueblo y no rebaño, sabe pensar…
En este caso, de todos modos, la receta del revolucionario puede servir para que ese “alguien” que, en una democracia, tiene que ser el pueblo exija ese “algo” imprescindible para que no se destiña en exceso la enseña de la misma democracia.
SANTIAGO PANIZO ORALLO
Retorno, por fin, al hilo de la vida cotidiana. En Madrid unos días y el último fin de semana en Mallorca pusieron coto, al comenzar septiembre, al placentero verano en el pueblo. Si a Madrid me trajeron afanes de familia y la muerte de un amigo de gran parte de mi vida -el profesor y letrado J. Pérez Alhama-, a Mallorca me han llevado tan sólo sagrados deberes de amistad: otro fallecimiento; esta vez del sacerdote don Sebastián Planas, amigo de poco tiempo, pero de arraigo y fondo; porque –desde la silla de ruedas, a la que se vió atado los últimos años de su vida- me supo dar, a parte de otras más, una sobresaliente lección de gran humanismo y buen tono: la de que es necesario reír -o quizá mejor sonreír- a pesar de todo, hasta cuando las cosas pudieran invitar más a llorar que a reír. Y en ese “todo” lo incluyo todo; lo cual no deja de ser una versión muy plástica y fiel de ese gran indicador de la madurez humana que es la “buena tolerancia” -no una baja tolerancia- a las frustraciones. Por gratitud y porque su familia me pidió que fuera, lo hice.
Como aprendí cosas en este viaje, y pude –a pesar del poco espacio- seguir pistas hace ya tiempo iniciadas por mí, por curiosidad o por afanes de pisar firme en tierras de arena movediza –mucho más frecuentes de lo que se piensa, en tiempos de pos-verdad y de pos-modernidad-, me propongo –en cuatro o cinco próximos ensayos- ir perfilando y sobando las notas y apuntes que, a mano, pude acopiar estos días. No son nada del otro mundo y ni siquiera las estimo interesantes para otros que no seamos yo mismo y mis amigos. A ellos se las dedico y en ellos pensaré al pulirlas y sazonarlas. Y como, al haber brotado al aire de los días y al compás de los hechos, puede que alguna vez trasciendan la barrera de lo particular para proyectarse algo más allá, por esa posible trastienda, les daré más aire haciéndolas parte –algunas al menos- de mi “blog” digital “Entre dos luces”.
* * *
Hoy –de todos modos y anticipándome a la promesa- os mando lo que, esta misma mañana, esperando en el ambulatorio a mi enfermera, he ido anotando a bote pronto sobre la sangría cívica, pasmosa y esterilizante, de las “corrupciones”. No tiene otra razón que la de enfatizar lo obvio, aunque “los hombres y mujeres de partido” –devotos de “esclavitudes voluntarias” como ya marcara Ortega en su famoso ensayo- puedan seguir tomando tamaña esclavitud por la cima de las libertades. Que es muy posible y hasta verosímil quizás.
Este ensayito –a bote pronto como digo y a modo de reflexión sobre la marcha gestado- lo titulo La receta del revolucionario. Al terminar, veréis por qué.
El axioma que dice que “corruptio optimi, pessima” –es decir, que la corrupción de “los mejores” es la peor de todas- es muy viejo en los anales de la cultura humana. Los que en cualquier tiempo bregaron por la justicia y la verdad tuvieron esta idea a flor de labios, y ya el propio Cicerón opinaba que la corrupción en la política es un “flagelo de mucho cuidado”, especialmente cuando esa corrupción es ejercida por quienes se habían dicho “los mejores”.
Claro está que la corrupción –como casi todo- admite grados en cantidad y en calidad. No es lo mismo, por ejemplo, la del tabernero que vierte un poco de agua en el vino de su taberna que la del gobernante si mete la mano en el cesto o si ese mismo gobernante fingiera ser caballo cuando no pasa de ser espécimen de un género inferior al ecuestre.
No tengo yo por la “peor corrupción” la del bolsillo y la “pela” (que son malas sin duda). Veo peores y reputo más dañinas –individual y socialmente sobre todo- las de las ideas y de la verdad, las de la farsa o la mentira.
Por eso, pienso que un gobernante corrupto –en toda clase de corrupción, porque en todas salta a la vista una falta de honradez- no puede ser gobernante de nadie; y menos de un pueblo libre, cuerdo y quizás ilustrado –aunque a esta última calidad haya con frecuencia que ponerle “sordina”.
Y pienso también que un pueblo –ante las corrupciones, hasta la de “plagiar” una tesis o una parte de ella-, para no perder su dignidad, no es que tenga el derecho, sino que tiene –lo creo también- el deber de sentirse molesto, de verse inclinado a protestar como tal pueblo, e incluso a rebelarse –sí”, a rebelarse- con esa rebelión –aunque sea la de las “masas”- tan factible hasta cuando la masa, ovejuna y lanar, entiende que no es legítimo lo que no es honesto, aunque, por ciertas éticas, pueda considerarse “políticamente correcto”. Y eso, por más que algunos sedicentes estudiosos de Maquiavelo pudieran entender que el plagio y cosas así fueron, o pudieron ser, de la complacencia del afamado secretario florentino. Hay cosas que ni el propio Maquiavelo pasaría por alto si su circunstancia hubiera sido la que en estos momentos ofrecen algunos tramos o aspectos de la política en este país.
En una glosa tácita de lo anterior, acudo de nuevo al Quevedo de La hora de todos; a ese genial capítulo XXXV de la misma, cuando -en su final- expresa –por boca del tirano “gran señor de los turcos”- esa lección de primaria en política y en gobernanza de los pueblos, según la cual “el pueblo idiota es la seguridad del tirano”.
O quizás mejor a eso otro, tal vez más sugerente por más revolucionario en el mejor sentido de la palabra, que tan bien y con tanta claridad desvelara el célebre cura jacobino francés –el abate Sieyès- cuando, en plena Asamblea nacional, se preguntaba afanoso, pero con buenas razones, “Qu’est-ce que c’est le Tiers État?”, es decir, el pueblo llano? Y, al preguntarse a sí mismo, él mismo se contestaba”, “Nada”; no es “nada”. Y, al seguir preguntándose por lo que “debería ser” el pueblo, se respondía que debiera serlo “Todo”. Para, al final -en un pragmatismo realista, propio de las “revoluciones” que más huella dejan en la historia porque no se hacen para pasar al contrario por la guillotina-, preguntarse por lo que el pueblo “aspira a ser”; y se contenta o satisface con decir que el pueblo aspira –debe aspirar mejor- a ser “Algo”; no “todo” como un idealismo tal vez utópico exigiría, pero “algo sí” (cfr. James Goldschmidt, Principios generales del proceso, Buenos Aires, 1961, t. I., Introducción, p. 11),
Y qué me resta decir tras los anteriores párrafos?. Sólo esto: espabila, pueblo, porque –en nombre del pueblo, como tantas otras veces en el de la libertad o en el de Dios- se han cometido y se pueden seguir cometiendo muchas tropelías y hasta crímenes. Y no hace falta, para esto, recordar la sonora frase de Madame Roland al subir los pendaños de la guillotina. Ella, revolucionaria también, y sin embargo inquieta y sobresaltada por los excesos del “terror”, gustó en su carne revolucionaria las desmesuras de las tiranías. Es frase que sabe todo el mundo, aunque no todos la enfoquen por donde se debiera enfocar: por el lado de los innumerables posibles abusos del Poder.
Espabila, pueblo, pues, que –en estas horas de vientos racheados- los trucos y las tretas andan sueltos.
Ya para cerrar no puedo dejar de reflejar, a la letra, la frase que –esta misma mañana- me dice Elena, la enfermera de casa, y que, agobiada como estaba por urgencias de su tarea –hoy eran especiales al parecer- no pudimos ni comentar un minuto. “Dame la gente sana del pueblo y déjame de ratones colorados”. Puede ser una muestra de lo que va cundiendo en la gente llana y sana la vista de tanta minusvalía como nos pretende gobernar a muchos niveles. Tan sólo me dice al salir: donde pongo “ratones colorados”, mira el panorama y pon lo que tú quieras. Yo tampoco pongo nada. Sí la referencia al refrán popular que relata que “Al buen entendedor pocas palabras le bastan”. ¿A qué rebajar el sentido común de la gente del pueblo? El pueblo, cuando es pueblo y no rebaño, sabe pensar…
En este caso, de todos modos, la receta del revolucionario puede servir para que ese “alguien” que, en una democracia, tiene que ser el pueblo exija ese “algo” imprescindible para que no se destiña en exceso la enseña de la misma democracia.
SANTIAGO PANIZO ORALLO
Como aprendí cosas en este viaje, y pude –a pesar del poco espacio- seguir pistas hace ya tiempo iniciadas por mí, por curiosidad o por afanes de pisar firme en tierras de arena movediza –mucho más frecuentes de lo que se piensa, en tiempos de pos-verdad y de pos-modernidad-, me propongo –en cuatro o cinco próximos ensayos- ir perfilando y sobando las notas y apuntes que, a mano, pude acopiar estos días. No son nada del otro mundo y ni siquiera las estimo interesantes para otros que no seamos yo mismo y mis amigos. A ellos se las dedico y en ellos pensaré al pulirlas y sazonarlas. Y como, al haber brotado al aire de los días y al compás de los hechos, puede que alguna vez trasciendan la barrera de lo particular para proyectarse algo más allá, por esa posible trastienda, les daré más aire haciéndolas parte –algunas al menos- de mi “blog” digital “Entre dos luces”.
* * *
Hoy –de todos modos y anticipándome a la promesa- os mando lo que, esta misma mañana, esperando en el ambulatorio a mi enfermera, he ido anotando a bote pronto sobre la sangría cívica, pasmosa y esterilizante, de las “corrupciones”. No tiene otra razón que la de enfatizar lo obvio, aunque “los hombres y mujeres de partido” –devotos de “esclavitudes voluntarias” como ya marcara Ortega en su famoso ensayo- puedan seguir tomando tamaña esclavitud por la cima de las libertades. Que es muy posible y hasta verosímil quizás.
Este ensayito –a bote pronto como digo y a modo de reflexión sobre la marcha gestado- lo titulo La receta del revolucionario. Al terminar, veréis por qué.
El axioma que dice que “corruptio optimi, pessima” –es decir, que la corrupción de “los mejores” es la peor de todas- es muy viejo en los anales de la cultura humana. Los que en cualquier tiempo bregaron por la justicia y la verdad tuvieron esta idea a flor de labios, y ya el propio Cicerón opinaba que la corrupción en la política es un “flagelo de mucho cuidado”, especialmente cuando esa corrupción es ejercida por quienes se habían dicho “los mejores”.
Claro está que la corrupción –como casi todo- admite grados en cantidad y en calidad. No es lo mismo, por ejemplo, la del tabernero que vierte un poco de agua en el vino de su taberna que la del gobernante si mete la mano en el cesto o si ese mismo gobernante fingiera ser caballo cuando no pasa de ser espécimen de un género inferior al ecuestre.
No tengo yo por la “peor corrupción” la del bolsillo y la “pela” (que son malas sin duda). Veo peores y reputo más dañinas –individual y socialmente sobre todo- las de las ideas y de la verdad, las de la farsa o la mentira.
Por eso, pienso que un gobernante corrupto –en toda clase de corrupción, porque en todas salta a la vista una falta de honradez- no puede ser gobernante de nadie; y menos de un pueblo libre, cuerdo y quizás ilustrado –aunque a esta última calidad haya con frecuencia que ponerle “sordina”.
Y pienso también que un pueblo –ante las corrupciones, hasta la de “plagiar” una tesis o una parte de ella-, para no perder su dignidad, no es que tenga el derecho, sino que tiene –lo creo también- el deber de sentirse molesto, de verse inclinado a protestar como tal pueblo, e incluso a rebelarse –sí”, a rebelarse- con esa rebelión –aunque sea la de las “masas”- tan factible hasta cuando la masa, ovejuna y lanar, entiende que no es legítimo lo que no es honesto, aunque, por ciertas éticas, pueda considerarse “políticamente correcto”. Y eso, por más que algunos sedicentes estudiosos de Maquiavelo pudieran entender que el plagio y cosas así fueron, o pudieron ser, de la complacencia del afamado secretario florentino. Hay cosas que ni el propio Maquiavelo pasaría por alto si su circunstancia hubiera sido la que en estos momentos ofrecen algunos tramos o aspectos de la política en este país.
En una glosa tácita de lo anterior, acudo de nuevo al Quevedo de La hora de todos; a ese genial capítulo XXXV de la misma, cuando -en su final- expresa –por boca del tirano “gran señor de los turcos”- esa lección de primaria en política y en gobernanza de los pueblos, según la cual “el pueblo idiota es la seguridad del tirano”.
O quizás mejor a eso otro, tal vez más sugerente por más revolucionario en el mejor sentido de la palabra, que tan bien y con tanta claridad desvelara el célebre cura jacobino francés –el abate Sieyès- cuando, en plena Asamblea nacional, se preguntaba afanoso, pero con buenas razones, “Qu’est-ce que c’est le Tiers État?”, es decir, el pueblo llano? Y, al preguntarse a sí mismo, él mismo se contestaba”, “Nada”; no es “nada”. Y, al seguir preguntándose por lo que “debería ser” el pueblo, se respondía que debiera serlo “Todo”. Para, al final -en un pragmatismo realista, propio de las “revoluciones” que más huella dejan en la historia porque no se hacen para pasar al contrario por la guillotina-, preguntarse por lo que el pueblo “aspira a ser”; y se contenta o satisface con decir que el pueblo aspira –debe aspirar mejor- a ser “Algo”; no “todo” como un idealismo tal vez utópico exigiría, pero “algo sí” (cfr. James Goldschmidt, Principios generales del proceso, Buenos Aires, 1961, t. I., Introducción, p. 11),
Y qué me resta decir tras los anteriores párrafos?. Sólo esto: espabila, pueblo, porque –en nombre del pueblo, como tantas otras veces en el de la libertad o en el de Dios- se han cometido y se pueden seguir cometiendo muchas tropelías y hasta crímenes. Y no hace falta, para esto, recordar la sonora frase de Madame Roland al subir los pendaños de la guillotina. Ella, revolucionaria también, y sin embargo inquieta y sobresaltada por los excesos del “terror”, gustó en su carne revolucionaria las desmesuras de las tiranías. Es frase que sabe todo el mundo, aunque no todos la enfoquen por donde se debiera enfocar: por el lado de los innumerables posibles abusos del Poder.
Espabila, pueblo, pues, que –en estas horas de vientos racheados- los trucos y las tretas andan sueltos.
Ya para cerrar no puedo dejar de reflejar, a la letra, la frase que –esta misma mañana- me dice Elena, la enfermera de casa, y que, agobiada como estaba por urgencias de su tarea –hoy eran especiales al parecer- no pudimos ni comentar un minuto. “Dame la gente sana del pueblo y déjame de ratones colorados”. Puede ser una muestra de lo que va cundiendo en la gente llana y sana la vista de tanta minusvalía como nos pretende gobernar a muchos niveles. Tan sólo me dice al salir: donde pongo “ratones colorados”, mira el panorama y pon lo que tú quieras. Yo tampoco pongo nada. Sí la referencia al refrán popular que relata que “Al buen entendedor pocas palabras le bastan”. ¿A qué rebajar el sentido común de la gente del pueblo? El pueblo, cuando es pueblo y no rebaño, sabe pensar…
En este caso, de todos modos, la receta del revolucionario puede servir para que ese “alguien” que, en una democracia, tiene que ser el pueblo exija ese “algo” imprescindible para que no se destiña en exceso la enseña de la misma democracia.
SANTIAGO PANIZO ORALLO
Retorno, por fin, al hilo de la vida cotidiana. En Madrid unos días y el último fin de semana en Mallorca pusieron coto, al comenzar septiembre, al placentero verano en el pueblo. Si a Madrid me trajeron afanes de familia y la muerte de un amigo de gran parte de mi vida -el profesor y letrado J. Pérez Alhama-, a Mallorca me han llevado tan sólo sagrados deberes de amistad: otro fallecimiento; esta vez del sacerdote don Sebastián Planas, amigo de poco tiempo, pero de arraigo y fondo; porque –desde la silla de ruedas, a la que se vió atado los últimos años de su vida- me supo dar, a parte de otras más, una sobresaliente lección de gran humanismo y buen tono: la de que es necesario reír -o quizá mejor sonreír- a pesar de todo, hasta cuando las cosas pudieran invitar más a llorar que a reír. Y en ese “todo” lo incluyo todo; lo cual no deja de ser una versión muy plástica y fiel de ese gran indicador de la madurez humana que es la “buena tolerancia” -no una baja tolerancia- a las frustraciones. Por gratitud y porque su familia me pidió que fuera, lo hice.
Como aprendí cosas en este viaje, y pude –a pesar del poco espacio- seguir pistas hace ya tiempo iniciadas por mí, por curiosidad o por afanes de pisar firme en tierras de arena movediza –mucho más frecuentes de lo que se piensa, en tiempos de pos-verdad y de pos-modernidad-, me propongo –en cuatro o cinco próximos ensayos- ir perfilando y sobando las notas y apuntes que, a mano, pude acopiar estos días. No son nada del otro mundo y ni siquiera las estimo interesantes para otros que no seamos yo mismo y mis amigos. A ellos se las dedico y en ellos pensaré al pulirlas y sazonarlas. Y como, al haber brotado al aire de los días y al compás de los hechos, puede que alguna vez trasciendan la barrera de lo particular para proyectarse algo más allá, por esa posible trastienda, les daré más aire haciéndolas parte –algunas al menos- de mi “blog” digital “Entre dos luces”.
* * *
Hoy –de todos modos y anticipándome a la promesa- os mando lo que, esta misma mañana, esperando en el ambulatorio a mi enfermera, he ido anotando a bote pronto sobre la sangría cívica, pasmosa y esterilizante, de las “corrupciones”. No tiene otra razón que la de enfatizar lo obvio, aunque “los hombres y mujeres de partido” –devotos de “esclavitudes voluntarias” como ya marcara Ortega en su famoso ensayo- puedan seguir tomando tamaña esclavitud por la cima de las libertades. Que es muy posible y hasta verosímil quizás.
Este ensayito –a bote pronto como digo y a modo de reflexión sobre la marcha gestado- lo titulo La receta del revolucionario. Al terminar, veréis por qué.
El axioma que dice que “corruptio optimi, pessima” –es decir, que la corrupción de “los mejores” es la peor de todas- es muy viejo en los anales de la cultura humana. Los que en cualquier tiempo bregaron por la justicia y la verdad tuvieron esta idea a flor de labios, y ya el propio Cicerón opinaba que la corrupción en la política es un “flagelo de mucho cuidado”, especialmente cuando esa corrupción es ejercida por quienes se habían dicho “los mejores”.
Claro está que la corrupción –como casi todo- admite grados en cantidad y en calidad. No es lo mismo, por ejemplo, la del tabernero que vierte un poco de agua en el vino de su taberna que la del gobernante si mete la mano en el cesto o si ese mismo gobernante fingiera ser caballo cuando no pasa de ser espécimen de un género inferior al ecuestre.
No tengo yo por la “peor corrupción” la del bolsillo y la “pela” (que son malas sin duda). Veo peores y reputo más dañinas –individual y socialmente sobre todo- las de las ideas y de la verdad, las de la farsa o la mentira.
Por eso, pienso que un gobernante corrupto –en toda clase de corrupción, porque en todas salta a la vista una falta de honradez- no puede ser gobernante de nadie; y menos de un pueblo libre, cuerdo y quizás ilustrado –aunque a esta última calidad haya con frecuencia que ponerle “sordina”.
Y pienso también que un pueblo –ante las corrupciones, hasta la de “plagiar” una tesis o una parte de ella-, para no perder su dignidad, no es que tenga el derecho, sino que tiene –lo creo también- el deber de sentirse molesto, de verse inclinado a protestar como tal pueblo, e incluso a rebelarse –sí”, a rebelarse- con esa rebelión –aunque sea la de las “masas”- tan factible hasta cuando la masa, ovejuna y lanar, entiende que no es legítimo lo que no es honesto, aunque, por ciertas éticas, pueda considerarse “políticamente correcto”. Y eso, por más que algunos sedicentes estudiosos de Maquiavelo pudieran entender que el plagio y cosas así fueron, o pudieron ser, de la complacencia del afamado secretario florentino. Hay cosas que ni el propio Maquiavelo pasaría por alto si su circunstancia hubiera sido la que en estos momentos ofrecen algunos tramos o aspectos de la política en este país.
En una glosa tácita de lo anterior, acudo de nuevo al Quevedo de La hora de todos; a ese genial capítulo XXXV de la misma, cuando -en su final- expresa –por boca del tirano “gran señor de los turcos”- esa lección de primaria en política y en gobernanza de los pueblos, según la cual “el pueblo idiota es la seguridad del tirano”.
O quizás mejor a eso otro, tal vez más sugerente por más revolucionario en el mejor sentido de la palabra, que tan bien y con tanta claridad desvelara el célebre cura jacobino francés –el abate Sieyès- cuando, en plena Asamblea nacional, se preguntaba afanoso, pero con buenas razones, “Qu’est-ce que c’est le Tiers État?”, es decir, el pueblo llano? Y, al preguntarse a sí mismo, él mismo se contestaba”, “Nada”; no es “nada”. Y, al seguir preguntándose por lo que “debería ser” el pueblo, se respondía que debiera serlo “Todo”. Para, al final -en un pragmatismo realista, propio de las “revoluciones” que más huella dejan en la historia porque no se hacen para pasar al contrario por la guillotina-, preguntarse por lo que el pueblo “aspira a ser”; y se contenta o satisface con decir que el pueblo aspira –debe aspirar mejor- a ser “Algo”; no “todo” como un idealismo tal vez utópico exigiría, pero “algo sí” (cfr. James Goldschmidt, Principios generales del proceso, Buenos Aires, 1961, t. I., Introducción, p. 11),
Y qué me resta decir tras los anteriores párrafos?. Sólo esto: espabila, pueblo, porque –en nombre del pueblo, como tantas otras veces en el de la libertad o en el de Dios- se han cometido y se pueden seguir cometiendo muchas tropelías y hasta crímenes. Y no hace falta, para esto, recordar la sonora frase de Madame Roland al subir los pendaños de la guillotina. Ella, revolucionaria también, y sin embargo inquieta y sobresaltada por los excesos del “terror”, gustó en su carne revolucionaria las desmesuras de las tiranías. Es frase que sabe todo el mundo, aunque no todos la enfoquen por donde se debiera enfocar: por el lado de los innumerables posibles abusos del Poder.
Espabila, pueblo, pues, que –en estas horas de vientos racheados- los trucos y las tretas andan sueltos.
Ya para cerrar no puedo dejar de reflejar, a la letra, la frase que –esta misma mañana- me dice Elena, la enfermera de casa, y que, agobiada como estaba por urgencias de su tarea –hoy eran especiales al parecer- no pudimos ni comentar un minuto. “Dame la gente sana del pueblo y déjame de ratones colorados”. Puede ser una muestra de lo que va cundiendo en la gente llana y sana la vista de tanta minusvalía como nos pretende gobernar a muchos niveles. Tan sólo me dice al salir: donde pongo “ratones colorados”, mira el panorama y pon lo que tú quieras. Yo tampoco pongo nada. Sí la referencia al refrán popular que relata que “Al buen entendedor pocas palabras le bastan”. ¿A qué rebajar el sentido común de la gente del pueblo? El pueblo, cuando es pueblo y no rebaño, sabe pensar…
En este caso, de todos modos, la receta del revolucionario puede servir para que ese “alguien” que, en una democracia, tiene que ser el pueblo exija ese “algo” imprescindible para que no se destiña en exceso la enseña de la misma democracia.
SANTIAGO PANIZO ORALLO