Una sionrisa en silla de ruedas - 25-VIII-2018

Me acaban de dar la noticia: don Sebastián ha muerto. Un rictus de amargura copa esta mañana mi semblante hasta volverlo amargo –es amargura esta vez lo que siento-, por eso de que, “cuando un amigo se va, algo se muere en el alma”, y el dolor del alma ¿qué otra cosa puede dar de sí que amargura en los labios?
Me produce amargura su muerte porque su vida era –a simple vista se notaba- un vivo ejemplo de sencillez, de serenidad, de sobresaliente tolerancia a las frustraciones, de naturalidad, franqueza y sinceridad Signos todos ellos de conquistada y bien ganada madurez. La naturalidad sobre todo, esa condición que, como enseña Enrique Rojas en uno de sus ensayos maestros sobre la condición del hombre moderno y su necesidad de remar contra la corriente para no dejarse comer el terreno de la propia identidad y fisonomía humana. “ Naturalidad” especialmente, “esa cualidad esencial de la personalidad estable y armónica. Que significa: sencillez, es¬pontaneidad, descomplicación, llaneza. Que im¬plica aceptarse físicamente y tener unos rasgos psicológicas marcados por la franqueza, huyendo de toda afectación, no queriendo uno aparentar más de lo que es” (cfr. “La personalidad equilibrada”., Diario ABC Tribuna Libre, domingo 4 de agosto de 1.985). La que -con un realismo de brutal sinceridad pinta mi poeta de casi siempre, A. Machado, cuando, en uno de sus Proverbios y Cantares hace a sus amigos este ruego de comprensión: “No extrañéis. dulces amigos, que esté mi frente arrugada; que vivo en paz con los hombreb y en guerra con mis entrañas”. Es decir, en una aceptación serena y franca de la vida tal como es y viene… Las arrugas, que son zarpazos que nos va dando la vida, son compatibles con la sonrisa sobre la silla de ruedas de Sebastián era notorio.

En silla de ruedas y con la sonrisa en los labios.
Pero ¿quién es Sebastián?
Don Sebastià Planas Llabrés de Jornets es –era-, por estirpe, un hombre –sacerdote además- de la alta alcurnia balear, aunque, por su talante y estilo, fue más liso y llano que la planicie del centro de la isla, en que se ubica su casa noble.
Cuando le conocí en la fiesta del Corpus del año pasado, ya estaba en silla de ruedas desde tiempo atrás. Y lo que con más fuerza se grabó en mi retina –tras aquellas horas de trato cercano, entre los suyos y con él en medio de todos, fue la permanente sonrisa en su faz; aquella sonrisa que –como si estuviera en el mejor de los mundos y no con el cuerpo aherrojado de por vida en una silla-, irisaba su rostro y entreveraba sus palabras, sus gestos, su mirada….. Era todo él como la estampa de una sonrisa campando sobre una silla de ruedas.
Hoy, al recibir la noticia de su muerte, me siento huérfano de algo; del hombre entero que aquella sonrisa cobijaba; de la naturalidad con que se le veía convivir -alegre más que resignado- con el enorme gravamen de su invalidez; la sobresaliente tolerancia a una frustración tan insigne. Una madurez a tope, prendida en la sonrisa de aquel hombre –sacerdote- inválido pero –aún entonces y de tal guisa- hombre de verdad.

Esta mañana triste de agosto, al recibir la noticia de su muerte, varias claves de pensar se venían a mi mente y pugnaban por salir fuera y evocar referentes.
Como el texto bíblico, cuando el paciente Job, asaltado por el mal pero no vencido, ni -menos aún- desesperado, se conforta diciendo que, si de Dios, con agrado, recibimos los bienes, porqué, con la misma templanza y agrado, lógica incluso, no hemos de aceptar lo que nos molesta o desagrada…
O como la máxima del romano Terencio, en la que –tras afirmar “ser hombre”- se muestra convencido de que nada de lo humano la ha de ser ajeno y extraño….
O esta otra idea que –el pasado 6 de agosto- tomaba yo de una entrevista a Patricia Urquiola –una mujer arquitecta y diseñadora, publicada en Vega-Magazine del Instituto Fernández Vega, de Oviedo, nro. 30, pp. 60-64. La frase que rotula su entrevista y que resalto ante la silla de ruedas con la son risa de de Sebastián dice que “la belleza está en todo, hasta en las cosas que desechamos”, o despreciamos o parecen inservibles y negativas.
Una silla de ruedas, coronada por la sonrisa del hombre que la ocupa es bastante más que. La sonrisa que va encima la redime de su vulgaridad instrumental y le presta un empaque señorial .

Creo firmemente que el mejor y más saludable y acertado humanismo no es el que exalta lo mejor y sólo eso del hombre, sino el que exalta y enaltece todo lo que hay en el hombre. Porque todo es hombtre y todo es noble poreser o estar en el hombre. No quisiera decirlo por no pecar de reiterativo y recurrente, pero no me resisto a repetirlo de nuevo: “Por mucho que valga un hombre, nunca tendrá valor más alto que el de ser hombre”. Lo pone el gran A. Machado en boca de su Abel Martín. Y no me cansaré de repetirlo….

Y para cerrar, unas palabras tomadas de la noticia de su muerte: “Ha partit, de cap dret al Cie!”.
Yo, tal vez, ofuscado por el sentimiento de su pérdida, añadiría esto también: No sé si la silla de ruedas, pero desde luego su sonrisa va con él y es aval de su presencia ante Dios.
Porque la sonrisa -quizás no la risa ni la carcajada seguramente, pero la sonrisa sí-, siempre agrada y abre puertas; pero cuando viaja en silla de ruedas, prendida en los labios de un hombre que sufre esw indicio vehemente, prueba casi, de beatitud.
Don Sebastiá, Chappeau!!!”
SANTIAGO PANIZO ORALLO
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