La "tolerancia cero" y los riesgos - I - Bordeando líneas rojas 19 - XI - 2018
Bordeando líneas rojas (I)
“Fiat iustitia etsi pereat mundus” - “Hágase la justicia, aunque se caiga el mundo” (Lema de buen gobierno, elegido por el que fuera más tarde papa Adriano VI para el emperador del Sacro Romano Imperio Germánico, nieto de los Reyes Católicos, Fernando I).
En su evidente pleonasmo, la frase busca mostrar que, al juzgar un asunto, han de prevalecer la justicia y el derecho sobre cualquier otra circunstancia o razón. Se enfatiza, con ello, el supremo valor de la justicia en el ser y el existir de la sociedad, en su estructura y dinamismo; cualquiera que sea dicha sociedad.
Los hechos hablan y a veces gritan…
Una de mis viejas series de ensayos breves y con acento agudo lleva como titulo “Los hechos hablan”.
Los hechos hablan desde su entrañable obsesión significante. Hablan a quien les pregunta; hablan bien, cuando se les pregunta bien; y hablan rectamente si quien les interpela respeta su entidad e intimidad y no los suplanta. Es verdad –por eso- que pueden callarse y no decir nada o decir lo que no llevan dentro y hasta falsearlo. Pero ya no serán los hechos la causa del enredo, sino quien los manipula a su interés o antojo.
Bien lo apunta el historiador Américo Castro. Para que los hechos –los humanos sobre todo- hablen y hablen con verdad no basta con decir “esto es un hecho” y ponerse sin más a escuchar lo que dice. Los hechos, en sí, no dejan de ser especie de abstracciones imaginarias, y en eso se quedarían si –al mirarlos- no se buscara el “sentido” que les da la vida de la que son parte y en la que, como hechos de vida que son, se insertan y, con ella y en ella, se vitalizan (cfr. Américo Castro, Réalité de l’Espagne, Paris, 1963, cap. VIII, La tolérance, p. 216). Los hechos humanos están en el hombre y son el hombre, y para que acierten a decir lo que es el hombre -ese hombre o realidad concreta humana- han de ser tratados con justicia y con razón.
Quiero decir con esto que se puede lucubrar con las teorías; pero con los “hechos” no.
He de anticipar ya que esa especie de “slogan”, tan rotundo y bien plantado pero con vitola de “comodín”, de la “tolerancia cero” pudiera encubrir riesgos. Usado para enfatizar por todo lo alto la gravedad de un vicio y negar de plano todo límite a la tolerancia en el caso, bien pudiera caer en desmesura, si no en la teoría, tal vez al procurarse la justicia del caso concreto; si o en cuanto se llevara el “absoluto” de la teoría –enfatizado como dIgo con el señalado “slogan”- a un “absoluto” en las aplicaciones, jurídicas o no jurídicas, de la –a todas luces- maldita realidad viciosa; es decir, cerrando los ojos; a costa de lo que sea; sin tocar tierra y como por “decreto-ley”. De modo tal que la tolerancia en punto cero, absolutizarse o desmesurarse, pudiera –llegado el caso- pasar de virtud y ser ella misma un vicio, al entrañar riesgos para otras virtudes tan humanas y tan cristianas como la justicia, el respeto a la dignidad del hombre y no digamos a amor.
Y he de anticipar también que las reflexiones de este ensayo -y alguno más que le pudiera seguirle- llevan finalidad estricta de resaltar que –a la hora de valorar y juzgar, sobre todo en la Iglesia, casos de tamaña sensibilidad humana y pastoral- se han de mirar bien y a fondo, por arriba y por abajo, por dentro y por fuera, para evitar caer, con la mejor de las intenciones seguramente, en posibles deslices, o atentados incluso, a la dignidad humana en sus más naturales defensas de justicia y verdad.
Desde mucho tiempo ha, fruto de una experiencia de siglos, una buena máxima de justicia penal es la que dice ser preferible dejar sin castigo a un culpable, o a cien culpables incluso, que condenar a un inocente.
Unas reciebntes noticias de Iglesia llaman especialmente mi atención estos días. Como que me vienen importunando con fuerza en demanda de algunas reflexiones al respecto.
Desde hace tiempo –bastantes años ya- la Iglesia de Cristo está, si así se puede hablar, en estado de alarma; perpleja también; quizás desencantada; tal vez un poco perdida y nerviosa, temerosa de verse en situación de sentirse desbordada por unos hechos tan lamentables y negativos por un lado, como humanamente explicables sin excesivo esfuerzo.
Me refiero a la “plaga” –llamémosle así- de casos de abusos a menores por parte de “gente de Iglesia”; de clérigos, curas y frailes principalmente-; sobre lo que –con razón seguramente, pero en ocasiones con un más que moderado ensañamiento y hasta morbo aviesamente adobado- algunos “medios” de la propaganda anti-clerical; tan unilateral, tan al uso y tan inhumana hasta cuando se trata de casos reales, que no es capaz de comprender que esta mala hierba se da en todas partes o que los “pedófilos”, los auténticos “pedófilos”, son enfermos psíquicos y que, como a tales, se les ha de tratar…
Lógicamente, no voy a entrar ni en la doctrina psiquiátrica sobre la “pedofilia” o la “pederastia”, ni tampoco en el fenómeno mediático, tan visible, abundante y a punto, tan afilado y agudo, cuando de las cosas malas de la Iglesia de Cristo se trata.
Sólo diré –de paso, y en cierto descargo- que, si la Iglesia de Cristo es “cosa de Dios” y, como tal -en aserto fundamental de san Pablo- en ella no hay ni puede haber “mancha ni arruga”, otra cosa son los viandantes que, con el polvo del camino en los pies y hasta las orejas a veces, componen sus filas terrenales, desde lo más alto a la más humilde clase de tropa. Lo acabo de anotar. Son diferentes en todo y obedecen a leyes distintas la teoría y la práctica. Es distinta la Iglesia como fundación divina, irreprochable por tanto, y la conducta de los que somos Iglesia y estamos en ella sin perder un ápice de lo que, como hombres, somos. ¿Es que no ha de aplicarse a todos, de dentro y fuera de la Iglesia, la incuestionable verdad de Publio Terencio Africano, cuando confiesa ser “hombre” y adverar, acto seguido, que “nada de lo humano le es ajeno”?.
A este respecto de “lo humano” y “lo inhumano” en todos, recuerdo –por cierto- aquel Jueves Santo, en mi pueblo, cuando –en la homilía sobre el “sacerdocio” (ya estaba en pleno auge el clamor frente a las pedofilias clericales)-, dije a la gente del pueblo, avezada a ver y oír a todas horas el silbo de los mirlos en la floresta primaveral, que no hay mirlos blancos; que lo sabe cualquiera y ellos más; que todos los mirlos son negros y de pico amarillo; y que la famosa “Historia de un mirlo blanco” de Alfred de Musset no es historia sino novela pura.
Creo, además, que el texto “ex hominibus assumptus”, referido al sacerdote por el propio san Pablo en su carta a los Hebreos, deja pocas dudas reales sobre la madera de que están hechos los cristianos, todos ellos, y también los clérigos y hasta los obispos y el mismo Papa. Que llame más la atención o que haya menos razones para compatibilizar estos actos o conducta con el mensaje cristiano, es cuestión diferente y digna de realce, lo mismo para curas de humildad –siempre positivas- que para forzar y apurar, en lo posible, los medios para erradicar tan lamentables hechos, incalificables humanamente y perniciosos eclesialmente.
Como digo, algunas noticias recientes en la materia llevan días pidiendo paso a mis reflexiones.
- Hace poco –una semana quizá- se ha establecido, por decisión de la Conferencia Episcopal, una Comisión de expertos juristas-canonistas, para componer el pertinente “protocolo”, conforme al que hayan de gestionarse lss demandas por pedofilia o abusos a menores cometidos por “gentes de Iglesia”, clérigos y religiosos especialmente (a efectos –se ha de suponer- intra-eclesiales, sin óbice alguno y al margen de lo que, en el fuero civil, puedan dar de sí estos delitos, llegado el caso).
- Ayer o anteayer –en el curso de la Plenaria de otoño de la propia Conferencia- podía oír, al mismo respecto de los casos de abusos a menores causados por clérigos y religiosos, tanto la declaración del portavoz de la Conferencia como de su Presidente.
El portavoz denuncia: la Iglesia ha guardado un “silencio cómplice” ante la pederastia de sacerdotes y religiosos y ello en un “contexto de inacción de toda la sociedad”…. ¿No es pasarse “un pelín” –me pregunto- al generalizar como parece hacerse?
El presidente, por su parte, acusa el problema y aboga soluciones. Ante el grave problema, no apunta tanto a los hipotéticos culpables como a la busca inmediata y. urgente de soluciones. Al recalcar, como lo hace, que la Iglesia tiene “la firme voluntad de erradicar de su seno esta lacra”, que tanto le perjudica y sobre todo desacredita, permite ver el flaco favor que se hace a su misión en lo que sobre todo tiene que ser: valedora universal del hombre; defensora como nadie de los derechos humanos y de la dignidad de todo hombre; llamada a seguir fielmente y sin fisuras ni desánimos todos los pasos del mensaje de Jesús, que es el Evangelio, carta magna y norma fundamental para su travesía terrenal. Correcto: disculpas y mano firme desde ya mismo.
Aquí me quedo por hoy. Mañana será otro día, aunque no sin reiterar que la intencionalidad de mis reflexiones es puramente coyuntural: estos hechos me hablan hace días y no darles cara sería dejarlos sin voz. E insistir también en que estas reflexiones no son apologética ni ganas de meterme donde nadie me ha llamado: hay veces que la conciencia llama y requiere. Como tampoco se trata de dar lecciones a nadie: que “doctores tiene la Iglesia”, como suele decirse.
Se trata simplemente de decir el voz alta lo que pienso, porque –a mi ver- la injusticia pudiera estar a la vuelta de la esquina de hasta las muy buenas “intenciones” (entre comillas pongo la palabra para que cada cual la interprete según su leal saber y entender).
Mañana más, como graciosamente repite uno de los buenos comentaristas deportivos de la cadena Cope.
Ah!, y para cerrar lo de hoy. No echemos en saco roto el lema de cabecera: “Fiat iustitia ne pereat mundus”, esta vez en el remedo que Hegel hace al brocardo del emperador. Hágase la justicia para que no se desgobierne el mundo. No va de farol, sino muy en serio. Si a la Iglesia de Cristo le hacen daño lacras como esta de los abusos a menores en su seno, no le hacen menos daño unas posibles injusticias hilvanadas a la sombra de la “tolerancia cero” en la materia. Mañana será otro día.
SANTIAGO PANIZO ORALLO
“Fiat iustitia etsi pereat mundus” - “Hágase la justicia, aunque se caiga el mundo” (Lema de buen gobierno, elegido por el que fuera más tarde papa Adriano VI para el emperador del Sacro Romano Imperio Germánico, nieto de los Reyes Católicos, Fernando I).
En su evidente pleonasmo, la frase busca mostrar que, al juzgar un asunto, han de prevalecer la justicia y el derecho sobre cualquier otra circunstancia o razón. Se enfatiza, con ello, el supremo valor de la justicia en el ser y el existir de la sociedad, en su estructura y dinamismo; cualquiera que sea dicha sociedad.
Los hechos hablan y a veces gritan…
Una de mis viejas series de ensayos breves y con acento agudo lleva como titulo “Los hechos hablan”.
Los hechos hablan desde su entrañable obsesión significante. Hablan a quien les pregunta; hablan bien, cuando se les pregunta bien; y hablan rectamente si quien les interpela respeta su entidad e intimidad y no los suplanta. Es verdad –por eso- que pueden callarse y no decir nada o decir lo que no llevan dentro y hasta falsearlo. Pero ya no serán los hechos la causa del enredo, sino quien los manipula a su interés o antojo.
Bien lo apunta el historiador Américo Castro. Para que los hechos –los humanos sobre todo- hablen y hablen con verdad no basta con decir “esto es un hecho” y ponerse sin más a escuchar lo que dice. Los hechos, en sí, no dejan de ser especie de abstracciones imaginarias, y en eso se quedarían si –al mirarlos- no se buscara el “sentido” que les da la vida de la que son parte y en la que, como hechos de vida que son, se insertan y, con ella y en ella, se vitalizan (cfr. Américo Castro, Réalité de l’Espagne, Paris, 1963, cap. VIII, La tolérance, p. 216). Los hechos humanos están en el hombre y son el hombre, y para que acierten a decir lo que es el hombre -ese hombre o realidad concreta humana- han de ser tratados con justicia y con razón.
Quiero decir con esto que se puede lucubrar con las teorías; pero con los “hechos” no.
He de anticipar ya que esa especie de “slogan”, tan rotundo y bien plantado pero con vitola de “comodín”, de la “tolerancia cero” pudiera encubrir riesgos. Usado para enfatizar por todo lo alto la gravedad de un vicio y negar de plano todo límite a la tolerancia en el caso, bien pudiera caer en desmesura, si no en la teoría, tal vez al procurarse la justicia del caso concreto; si o en cuanto se llevara el “absoluto” de la teoría –enfatizado como dIgo con el señalado “slogan”- a un “absoluto” en las aplicaciones, jurídicas o no jurídicas, de la –a todas luces- maldita realidad viciosa; es decir, cerrando los ojos; a costa de lo que sea; sin tocar tierra y como por “decreto-ley”. De modo tal que la tolerancia en punto cero, absolutizarse o desmesurarse, pudiera –llegado el caso- pasar de virtud y ser ella misma un vicio, al entrañar riesgos para otras virtudes tan humanas y tan cristianas como la justicia, el respeto a la dignidad del hombre y no digamos a amor.
Y he de anticipar también que las reflexiones de este ensayo -y alguno más que le pudiera seguirle- llevan finalidad estricta de resaltar que –a la hora de valorar y juzgar, sobre todo en la Iglesia, casos de tamaña sensibilidad humana y pastoral- se han de mirar bien y a fondo, por arriba y por abajo, por dentro y por fuera, para evitar caer, con la mejor de las intenciones seguramente, en posibles deslices, o atentados incluso, a la dignidad humana en sus más naturales defensas de justicia y verdad.
Desde mucho tiempo ha, fruto de una experiencia de siglos, una buena máxima de justicia penal es la que dice ser preferible dejar sin castigo a un culpable, o a cien culpables incluso, que condenar a un inocente.
Unas reciebntes noticias de Iglesia llaman especialmente mi atención estos días. Como que me vienen importunando con fuerza en demanda de algunas reflexiones al respecto.
Desde hace tiempo –bastantes años ya- la Iglesia de Cristo está, si así se puede hablar, en estado de alarma; perpleja también; quizás desencantada; tal vez un poco perdida y nerviosa, temerosa de verse en situación de sentirse desbordada por unos hechos tan lamentables y negativos por un lado, como humanamente explicables sin excesivo esfuerzo.
Me refiero a la “plaga” –llamémosle así- de casos de abusos a menores por parte de “gente de Iglesia”; de clérigos, curas y frailes principalmente-; sobre lo que –con razón seguramente, pero en ocasiones con un más que moderado ensañamiento y hasta morbo aviesamente adobado- algunos “medios” de la propaganda anti-clerical; tan unilateral, tan al uso y tan inhumana hasta cuando se trata de casos reales, que no es capaz de comprender que esta mala hierba se da en todas partes o que los “pedófilos”, los auténticos “pedófilos”, son enfermos psíquicos y que, como a tales, se les ha de tratar…
Lógicamente, no voy a entrar ni en la doctrina psiquiátrica sobre la “pedofilia” o la “pederastia”, ni tampoco en el fenómeno mediático, tan visible, abundante y a punto, tan afilado y agudo, cuando de las cosas malas de la Iglesia de Cristo se trata.
Sólo diré –de paso, y en cierto descargo- que, si la Iglesia de Cristo es “cosa de Dios” y, como tal -en aserto fundamental de san Pablo- en ella no hay ni puede haber “mancha ni arruga”, otra cosa son los viandantes que, con el polvo del camino en los pies y hasta las orejas a veces, componen sus filas terrenales, desde lo más alto a la más humilde clase de tropa. Lo acabo de anotar. Son diferentes en todo y obedecen a leyes distintas la teoría y la práctica. Es distinta la Iglesia como fundación divina, irreprochable por tanto, y la conducta de los que somos Iglesia y estamos en ella sin perder un ápice de lo que, como hombres, somos. ¿Es que no ha de aplicarse a todos, de dentro y fuera de la Iglesia, la incuestionable verdad de Publio Terencio Africano, cuando confiesa ser “hombre” y adverar, acto seguido, que “nada de lo humano le es ajeno”?.
A este respecto de “lo humano” y “lo inhumano” en todos, recuerdo –por cierto- aquel Jueves Santo, en mi pueblo, cuando –en la homilía sobre el “sacerdocio” (ya estaba en pleno auge el clamor frente a las pedofilias clericales)-, dije a la gente del pueblo, avezada a ver y oír a todas horas el silbo de los mirlos en la floresta primaveral, que no hay mirlos blancos; que lo sabe cualquiera y ellos más; que todos los mirlos son negros y de pico amarillo; y que la famosa “Historia de un mirlo blanco” de Alfred de Musset no es historia sino novela pura.
Creo, además, que el texto “ex hominibus assumptus”, referido al sacerdote por el propio san Pablo en su carta a los Hebreos, deja pocas dudas reales sobre la madera de que están hechos los cristianos, todos ellos, y también los clérigos y hasta los obispos y el mismo Papa. Que llame más la atención o que haya menos razones para compatibilizar estos actos o conducta con el mensaje cristiano, es cuestión diferente y digna de realce, lo mismo para curas de humildad –siempre positivas- que para forzar y apurar, en lo posible, los medios para erradicar tan lamentables hechos, incalificables humanamente y perniciosos eclesialmente.
Como digo, algunas noticias recientes en la materia llevan días pidiendo paso a mis reflexiones.
- Hace poco –una semana quizá- se ha establecido, por decisión de la Conferencia Episcopal, una Comisión de expertos juristas-canonistas, para componer el pertinente “protocolo”, conforme al que hayan de gestionarse lss demandas por pedofilia o abusos a menores cometidos por “gentes de Iglesia”, clérigos y religiosos especialmente (a efectos –se ha de suponer- intra-eclesiales, sin óbice alguno y al margen de lo que, en el fuero civil, puedan dar de sí estos delitos, llegado el caso).
- Ayer o anteayer –en el curso de la Plenaria de otoño de la propia Conferencia- podía oír, al mismo respecto de los casos de abusos a menores causados por clérigos y religiosos, tanto la declaración del portavoz de la Conferencia como de su Presidente.
El portavoz denuncia: la Iglesia ha guardado un “silencio cómplice” ante la pederastia de sacerdotes y religiosos y ello en un “contexto de inacción de toda la sociedad”…. ¿No es pasarse “un pelín” –me pregunto- al generalizar como parece hacerse?
El presidente, por su parte, acusa el problema y aboga soluciones. Ante el grave problema, no apunta tanto a los hipotéticos culpables como a la busca inmediata y. urgente de soluciones. Al recalcar, como lo hace, que la Iglesia tiene “la firme voluntad de erradicar de su seno esta lacra”, que tanto le perjudica y sobre todo desacredita, permite ver el flaco favor que se hace a su misión en lo que sobre todo tiene que ser: valedora universal del hombre; defensora como nadie de los derechos humanos y de la dignidad de todo hombre; llamada a seguir fielmente y sin fisuras ni desánimos todos los pasos del mensaje de Jesús, que es el Evangelio, carta magna y norma fundamental para su travesía terrenal. Correcto: disculpas y mano firme desde ya mismo.
Aquí me quedo por hoy. Mañana será otro día, aunque no sin reiterar que la intencionalidad de mis reflexiones es puramente coyuntural: estos hechos me hablan hace días y no darles cara sería dejarlos sin voz. E insistir también en que estas reflexiones no son apologética ni ganas de meterme donde nadie me ha llamado: hay veces que la conciencia llama y requiere. Como tampoco se trata de dar lecciones a nadie: que “doctores tiene la Iglesia”, como suele decirse.
Se trata simplemente de decir el voz alta lo que pienso, porque –a mi ver- la injusticia pudiera estar a la vuelta de la esquina de hasta las muy buenas “intenciones” (entre comillas pongo la palabra para que cada cual la interprete según su leal saber y entender).
Mañana más, como graciosamente repite uno de los buenos comentaristas deportivos de la cadena Cope.
Ah!, y para cerrar lo de hoy. No echemos en saco roto el lema de cabecera: “Fiat iustitia ne pereat mundus”, esta vez en el remedo que Hegel hace al brocardo del emperador. Hágase la justicia para que no se desgobierne el mundo. No va de farol, sino muy en serio. Si a la Iglesia de Cristo le hacen daño lacras como esta de los abusos a menores en su seno, no le hacen menos daño unas posibles injusticias hilvanadas a la sombra de la “tolerancia cero” en la materia. Mañana será otro día.
SANTIAGO PANIZO ORALLO