Actitud ante los bienes materiales

Se dice que el afán de poseer provoca violencia, prevaricación y muerte. De ahí que la Iglesia recuerde la práctica de la limosna, es decir, la capacidad de compartir. La idolatría de los bienes, en cambio, no sólo aleja del otro, sino que despoja al hombre, lo hace infeliz, lo engaña, porque sitúa las cosas materiales en el lugar de Dios, única fuente de la vida. ¿Cómo comprender la paternal bondad divina si el corazón está lleno de uno mismo y de los propios proyectos, con los que nos hacemos ilusiones de que podemos asegurar el futuro?
La tentación es pensar, como el rico de la parábola: «Alma, tienes muchos bienes en reserva para muchos años… Pero Dios le dijo: ‘Necio! Esta misma noche te reclamarán el alma'» (Lc 12,19-20). La práctica de la limosna nos recuerda el primado de Dios y la atención hacia los demás, para redescubrir a nuestro Padre bueno y recibir su misericordia.
Lo que el Evangelio plantea hoy es nuestra actitud ante los bienes materiales. Si hubiera que responder a quién es rico ante Dios, diríamos que quien tiene abierta su vida a la escucha de su Palabra, el que tiene un corazón acogedor de la misma, el que sabe poner al servicio de los hermanos su persona toda, su tiempo, sus bienes, su vida.
Ojo avizor, pues: entre los muchos ídolos del corazón, el que más descuella tal vez sea el dinero, aunque tampoco se queden cortos el poder, el placer, el sexo, la avaricia, la misma ciencia, la técnica, el trabajo, el ocio… ¿Entiendo que lo que de veras merece la pena es cuánto haya uno invertido en el amor a Dios y al prójimo? Lo acumulado, ¿de quién será?

La parábola de Jesús permitiría concluir, puestos a ello, que el personaje protagonista no está actuando mal: si la cosecha ha sido en realidad un cosechón, ¿por qué no almacenar bienes y disfrutar?
No pocos Padres de la Iglesia, con san Agustín a la cabeza, lo resuelven desde su habitual sapientia cordis diciendo la consabida, y recurrida frase, de que «lo superfluo de los ricos es lo necesario de los pobres. Y se poseen cosas ajenas cuando se poseen cosas superfluas» (San Agustín, Coment. in psalm. 147).
El afán de seguridad humana nos lleva a la acumulación de bienes por si las moscas… A menudo, sin embargo, terminan siendo usaderos, pero no usados. Quienes pasan necesidades reales podrían usarlos. Cuando los que son bendecidos con riquezas reconocen en ellas una forma de servir a los demás, aprenden a vivir la pobreza y el desprendimiento.
Jesús llama necio al personaje de la parábola porque puso su ilusión en atesorar, el mismo día que iba a dejar este mundo. Para evitar la falsa seguridad en las cosas materiales, Jesús introduce en la parábola el tema de la muerte. Pues anda, que no hay en la historia personas famosas que, sin embargo, han llevado vidas trágicas y muerte subitánea. Eso solo bastaría para ponernos sobre aviso.
En la página evangélica de hoy, Jesús viene a significar que es sabiduría y virtud no apegar el corazón a los bienes de este mundo, porque todo pasa, todo puede terminar bruscamente. Para los cristianos, el verdadero tesoro que debemos buscar sin tregua se halla en las «cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios». Nos lo recuerda hoy san Pablo en la carta a los Colosenses, añadiendo que nuestra vida «está oculta con Cristo en Dios» (Col 3,1-3).
El hombre necio, en la Biblia, es aquel que no quiere darse cuenta, desde la experiencia de las cosas visibles, de que nada dura para siempre, sino que todo pasa: la juventud y la fuerza física, las comodidades y los cargos de poder. Hacer que la propia vida dependa de realidades tan pasajeras es, por lo tanto, necedad. El hombre que confía en el Señor, en cambio, no teme las adversidades de la vida, ni siquiera la realidad ineludible de la muerte: es el hombre que ha adquirido «un corazón sabio», como los santos…
Nos enseña el Señor que poner el corazón, hecho para lo eterno, en el afán de riqueza y bienestar material es una necedad, porque ni la felicidad ni la misma vida verdaderamente humana se fundamentan en ellos. El rico labrador de la parábola revela su ideal de vida en el diálogo que entabla consigo mismo. Vivir es, para el rico de la parábola, como para tantas personas, disfrutar lo más posible: hacer poco, comer mucho, beber más, darse buena vida. Éste es su ideal; en él no hay ninguna referencia a Dios ni a los demás. Nada, pues, de compartir los bienes.
Sabiendo que nuestro destino final es el Cielo, tenemos que hacer positivos y concretos actos de desprendimiento de lo que poseemos y usamos, y ver el modo de que otras personas más necesitadas compartan lo nuestro, y ayudar con bienes y tiempo en tareas apostólicas.
Necio, le dice Dios a este mal rico de la parábola, esta noche te van a exigir la vida. Lo que has acumulado, ¿de quién será? Todo ha sido inútil. Así será el que amasa riquezas para sí y no es rico ante Dios. Nuestro paso por la tierra es un tiempo para merecer; el mismo Señor nos lo ha dado. El Señor vendrá a pedirnos cuenta de los bienes que nos dejó en depósito para que los administrásemos bien: la inteligencia, la salud, los bienes materiales, la capacidad de amistad, la posibilidad de hacer felices a quienes nos rodean... El Señor llegará una sola vez, quizá cuando menos lo esperemos, como el ladrón en la noche, como relámpago en el cielo, y nos ha de encontrar bien dispuestos.

Necio es la palabra que dirige Dios a este hombre que había vivido sólo para lo material. Hemos de caminar con los pies en la tierra, con afanes, ilusiones e ideales humanos, sabiendo prever el futuro para uno mismo y para aquellos que dependen de nosotros, como un buen padre y una buena madre de familia, pero sin olvidar que somos peregrinos. Los bienes son meros medios para alcanzar la meta que el Señor nos ha señalado. Nunca deben ser el fin de nuestros días aquí en la tierra.
Nuestra vida es corta y bien limitada en el tiempo: esta misma noche han de exigirte la entrega de tu alma. Así es de escaso el tiempo: esta misma noche, y quizá nosotros pensamos en muchísimos años. Dentro de un tiempo -quizá no largo- nos encontraremos cara a cara con Él.
La meditación de nuestro final terreno nos ayuda a santificar el trabajo -redimentes tempus, recuperando el tiempo perdido- y nos facilita el aprovechar todas las circunstancias de esta vida para merecer y reparar por los pecados, y para un desprendimiento efectivo de lo que tenemos y usamos. Un día cualquiera será nuestro último día.
El cristiano no puede despreciar la existencia temporal ni minusvalorarla, pues toda ella debe servir como preparación para su existencia definitiva con Dios en el Cielo. Sólo quien se hace rico ante Dios mediante la santificación de lo ordinario y el buen uso de los bienes materiales, quien acumula tesoros que Dios reconoce como tales, saca provecho cierto de estos días terrenos. Todo lo demás es vivir de engaños: Se mueve el hombre como un fantasma, se afana solamente por un soplo; amontona sin saber para quién.
Si los bienes que tenemos apuntan a la gloria de Dios, sabremos utilizarlos con desprendimiento, y no nos quejaremos si alguna vez llegan a faltar. Su carencia -cuando el Señor así lo permita- no nos quitará la alegría. Como el Apóstol sabremos ser felices en la abundancia y en la escasez, porque los bienes no serán nunca el objeto supremo de la vida; y lo mucho o lo poco que poseamos lo conseguiremos compartir con quienes de ello carecen: unas veces, a base de crear empleo; otras, de promocionar cultura; otras, en fin, contribuyendo con generosidad a sostener obras buenas y de la Iglesia.

La consideración de la muerte nos enseña también que este mundo se nos va de las manos y no hay tiempo que perder. San Pablo escribe: tempus breve est! [«el tiempo es corto»] (1Cor 7,29), término técnico de navegación que equivaldría a «el tiempo ha plegado velas». El intervalo entre el presente y la Parusía pierde así toda importancia, puesto que el mundo futuro está ya presente en Cristo resucitado.
Breve, ciertamente, es nuestro paso por la tierra. Para un cristiano coherente, son palabras estas que suenan en su corazón a reproche ante la falta de generosidad, y a constante invitación a la lealtad. Es corto, sí, nuestro tiempo para amar, para dar, para desagraviar. Lástima que el corazón se apegue a cuatro baratijas de la tierra que nada valen y todo pueden echarlo por los suelos.
Meditar en la eternidad es buen antídoto contra el pecado y una ayuda eficaz para darle a nuestra vida su rumbo. Lo facilita el trabajo de cada día, la convivencia con los demás, los deberes de caridad, especialmente con los menesterosos, pues ésta será nuestra principal credencial ante Dios.
Lo que de veras importa, en resumen, es ser rico ante Dios, de quien el salmista proclama, y no en vano: Señor, tú has sido nuestro refugio de generación en generación (Sal 89). De ahí el mensaje de la primera lectura: ¿Qué saca el hombre de todos los trabajos? (Ecl 1, 2; 2,21-23). Evidentemente nada, puesto que el mundo, no deja de ser realidad pasajera.

Precisamente por eso, hemos de secundar a san Pablo cuando escribe: Buscad los bienes de allá arriba, donde está Cristo (Col 3,1-5.9-11), o sea, que hemos de anteponer lo de arriba, ya que ello es lo que hace al hombre sabio, cuerdo, prudente, previsor, cauteloso, espiritual; lo que forja, bíblicamente hablando, al «hombre nuevo», es decir el que canta el cántico nuevo. La conclusión que de todo ello se deriva se refleja en el Evangelio de hoy (Lc 12,13-21), cuyo mensaje podría reducirse a esta frase: No confíes en los bienes de la tierra.
Conocemos inequívocamente a Dios sólo en la conducta humana de Jesucristo, entregado por todos. Luego proceder según Dios equivale a elegir un camino opuesto al individualismo que a todos nos consume y es el mayor enemigo del verbo compartir.
Lo cantó Jorge Manrique en su Coplas por la muerte de su padre:
«Nuestras vidas son los ríos
que van a dar en la mar,
que es el morir;
allí van los señoríos
derechos a se acabar
y consumir;
allí los ríos caudales,
allí los otros medianos
y más chicos,
y llegados, son iguales
los que viven por sus manos
y los ricos».