De vuvuzelas y caceroladas
Durante los partidos de la Copa Mundial en Sudáfrica, 2010, las vuvuzelas inundaron los campos de fútbol. A punto estuvieron de ser prohibidas, pero buenos son los africanos para dar su brazo a torcer. Llevados del ruidoso frenesí mandinga, pusieron el grito en el cielo de los tantarantanes y los makarapas, y la FIFA no tuvo más remedio que dar marcha atrás: en Sudáfrica no hay partidos de fútbol sin vuvuzelas, esas trompetas de plástico que emiten un sonido ensordecedor y discorde, con efecto dormidera, que todavía llevará metido en la cabeza el bueno de Andrés Iniesta, celebérrimo goleador de España.
Tampoco el Coronavirus, por múltiples razones y sinrazones, dejará de recordarse con el paso de los años. Unos lo harán a causa del confinamiento planetario, como si hubiera sido un nuevo Molokay maldito: eso de privar de libertad, siquiera sea sólo la de movimientos, a duras penas resulta soportable.
Otros, debido a las extravagancias de un presidente norteamericano llamado Donald Trump, que le dio durante dos semanas largas a la hidroxicloroquina, como quien se zampa un bocata diario a media mañana.
Puede que algunos europeos recuerden también al premier Boris Johnson, con su pinta de niño malo y granuja del Brexit. Ambos van a dar mucho que hablar, y sus ocurrencias serán materia de largo recorrido.
Al ¡Viva la muerte!, de Millán Astray, los españoles podrán añadir, en la memoria de lo deleznable, el ¡Viva el 8-M! de un presidente plagiario, cuyo mayor mérito estriba en haber llegado a ser prototipo de la idiocia.
Enrocado en su poltrona curul de la Moncloa y más contento que un tonto con una tiza dándonos la tabarra del Gobierno progresista, con más de 40.000 muertos sobre la mesa, con 700.000 parados más que en mayo del año pasado, no ha tenido mejor ocurrencia que lanzar un ¡Viva el 8-M!, que viene a ser agresión en toda regla a quienes lo han perdido todo, seres queridos, ahorros, pequeñas empresas y empleos.
Después de una purga «indecente y criminal» en la Guardia Civil, el mequetrefe de marras ha largado semejante ofensa gratuita a los muertos en pleno luto nacional.
No es por eso extraño que las caceroladas desde los balcones fueran en Madrid durante varias semanas insufrible incordio para un Gobierno filocomunista, e incluso estrepitoso aviso a navegantes de que los inquilinos asomados al balcón estaban hasta los mismísimos de vivir confinados por la inutilidad de sus gobernantes.
Un día concretamente pudieron recorrer las calles en automóvil y bandera de España en mano. Sus eslóganes resultaron descarga gargarizada y faríngea de adrenalina, vuelta de pronto en ruidoso plebiscito antigubernamental. Veces hubo en que las del barrio de Salamanca le llegaron a uno acompañadas del zureo de inquietas palomas en el alféizar de su ventana.
Ya se sabe que la cacerolada es una protesta colectiva, generalmente de sentido político, consistente en golpear ruidosamente cacerolas y otros objetos metálicos, como cucharas y tenedores.
Las de Madrid ganaron a los pocos días, dada su contagiosa velocidad coronavírica, muchas capitales españolas. Subió de punto la indignación, y el ambicioso presidente camina hoy, dígase lo que se diga, sobre la cuerda floja europea.
Bruselas ha comprobado la inutilidad del acorralado personaje, y no faltan los que sostienen que será implacable en la exigencia de que España cumpla las directrices europeas.
O sea que, como por ahí escriben algunos periodistas, esto no ha hecho más que empezar.