José de Segovia Alberto Araujo (1929-2020), pastor inolvidable
Solía llorar cuando predicaba. Era extremadamente sensible. En medio de mucha oposición, inició un movimiento de renovación que llevó a muchos a una fe personal y sincera.
| José de Segovia
Hacer memoria es un ejercicio que fácilmente descuidamos. La Biblia dice: “Acordaos de vuestros pastores, que os hablaron la Palabra de Dios, considerad cuál haya sido el resultado de su conducta e imitad su fe” (Hebreos 13:7). Ya pocos recuerdan a Don Alberto, pero cuando yo era niño era uno de los predicadores más apreciados que había en Madrid. Le invitaban desde Asambleas de Hermanos a Iglesias Bautistas, siendo uno de los pioneros del movimiento de Renovación Carismática que hubo en España. Inteligente y sensible, estudió Semíticas en la Complutense y Teología en Glasgow, pero sobre todo aprendió a los pies del Maestro, que sirvió con humildad hasta el final de sus días.
Estaba ingresado en el hospital por neumonía desde el viernes 4 de septiembre, pero el lunes 7 tuvo una embolia pulmonar. Su hijo Marcos, abogado de un importante bufete, vino de Italia para estar con él. Le acompañó la noche de su partida, la madrugada del 14 de septiembre. “La Biblia fue su compañera de vida”, dice Marcos: “El último salmo que recitó (la tarde anterior) en su último tiempo de oración, fue el número 24”. El “rostro del Dios de Jacob, que buscó” (v. 7) toda su vida, ahora lo contempla cara a cara. Si llora, como solía hacer, lleno de admiración y alabanza, “Él limpiará toda lágrima de sus ojos” (Apocalipsis 21:4), lleno del consuelo y amor del Padre eterno.
Desde 1980 vivía en Alicante, donde colaboraba con distintas iglesias de Levante hasta su jubilación, por razones de salud. En ese tiempo tradujo los comentarios del Nuevo Testamento de su maestro William Barclay, así como participó en la revisión de textos bíblicos, por su conocimiento de las lenguas originales. Tenía siete hijos, diecisiete nietos y catorces bisnietos con su esposa de origen escocés, Lilias Boyd, casados desde 1958. Asistió al pastor Juan Fliedner hasta sucederle en la iglesia de la calle Calatrava en 1963. Desde allí impulsó muchos proyectos, como el Colegio Juan de Valdés con Luis Ruiz Poveda, el Hogar de Ancianas de la calle Jaenar y el mantenimiento de la obra en Camuñas (Toledo), un pueblo con mucha presencia protestante hasta la guerra civil.
Familia de pastores
Don Alberto venía de una familia de pastores que se remonta a los orígenes de las primeras iglesias protestantes en Madrid. Su abuelo, Carlos Araujo Carretero (1856-1925) era un sevillano, licenciado en ciencias, que fue convertido por la predicación del primer obispo reformado episcopal, Juan Bautista Cabrera. Maestro en escuelas evangélicas de Sevilla, Puerto de Santa María y Santander con los Gulick –pioneros de la educación femenina en España, al fundar el Instituto Internacional, relacionado con la Institución Libre de Enseñanza–. Pastor de la Iglesia Evangélica Española en Zaragoza desde 1880, predicó en Bilbao de 1918 al día de su muerte. Poeta y traductor del Nuevo Testamento, escribía para periódicos como El Liberal –dirigido por Indalecio Prieto, el político socialista formado en el colegio evangélico de Bilbao–.
El padre de Don Alberto era Carlos Araujo García, uno de sus trece hijos. Es el autor con Sir Kenneth Grubb del libro La religión en la república española. Mi padre fue convertido al cristianismo evangélico con su hermano Elías, que era vecino suyo y había sido pastor de la iglesia que se reúne en la calle Noviciado. Su hermano Adolfo fue maestro de la escuela evangélica en Santander y estudió Derecho en Zaragoza, hasta entrar en la Sociedad Bíblica de Madrid. Fue gerente de ella desde 1916 y luego rector de la catedral episcopal. Escribió mucho y perdió a sus dos hijos en la guerra civil. Uno de ellos, Germán, catedrático y secretario del Instituto de Enseñanza Media de Teruel, fue fusilado por el Ejército sublevado en Puebla de Valverde. El propio Don Alberto fue detenido durante el franquismo en el acto evangélico celebrado en la Plaza Mayor, el sábado 11 de noviembre de 1972.
Ese día vi con cientos de evangélicos cómo “la Policía Armada disolvió la concentración”, como dice ABC, cargando contra ancianos y niños. “La gente permaneció bajó los soportales observando cómo era detenido el predicador”, cuenta el diario madrileño en sus páginas de fotos. La noticia fue difundida en todo el mundo. El predicador al que se refiere no era sólo Don Alberto, sino Arthur Blessitt, el llamado “Hombre de la Cruz” –ya que llevaba una cruz enorme de madera por todo el mundo, después de ser conocido como evangelista hippy en el Sunset Strip de Hollywood–. Esa noche esperamos muchos su liberación, hasta que a la mañana siguiente el templo abarrotado escuchó el testimonio de Don Alberto y el Hombre de la Cruz, que habían sido maltratados por la policía, mientras hablaban de su pertenencia a un Reino mayor que los reinos de este mundo. Por el cual les fue permitido sufrir, como siervos del Rey sufriente.
Siervo de la palabra y el Espíritu
A medida que pasan los años, uno se da cuenta de que el tiempo que ha marcado tu vida es aquel del que tienes conciencia, primero. Aunque me bautizó Don Luis Ruiz Poveda –partido con el Señor en el 2006– en la capilla de la iglesia que se reunía en el Colegio El Porvenir y fui con sólo unos meses a vivir a Londres, el primer pastor del que tengo memoria es Don Alberto Araujo. Mi madre contaba que antes de ir a Inglaterra, venía Doña Lilias –la esposa de Don Alberto–, para enseñarles inglés, sin más pago que el esfuerzo de ir a casa a la hora de más calor del día. Y eso en la época en que Calatrava tenía varios cientos de miembros.
Mi padre fue convertido cuando era espiritista, por medio de su tío Elías, que vivía en la misma casa de la calle Fernando El Católico. Luego comenzó el Centro de Literatura Cristiana (CLC), para el que ponía una mesa con biblias y libros evangélicos en el Rastro de Madrid, los domingos por la mañana. Yo iba con mi madre a la iglesia de la calle Calatrava. Allí seguí la escuela dominical que había a la hora del culto, pero a veces Don Alberto quería decir algo a los niños. Nos ponía en las escaleras de lo que parecía un altar, para hablarnos sentado en los escalones. Recuerdo una vez que con una multicopista –una “coreana”, como las que se utilizaban para imprimir propaganda política clandestina–, sacó delante nuestro el famoso poster hippy de “Se busca” con la supuesta cara de Jesús.
Don Alberto tenía siempre algo impredecible. Cambiaba a menudo la liturgia tradicional de la Iglesia Evangélica Española. Mi madre decía que cada vez que aparecía sin toga –lo que solía hacer con frecuencia–, se oía un murmullo en toda la iglesia. Solía llorar cuando predicaba. Era extremadamente sensible. Por medio del contacto con evangélicos gitanos tuvo una genuina experiencia carismática. En medio de mucha oposición, inició un movimiento de renovación que llevó a muchos a una fe personal y sincera. Esa obra del Espíritu de Dios trajo también división. De allí nació la iglesia que estaba en el Paseo de Extremadura. El siempre evitó los conflictos y énfasis sectarios. Era amante de la paz y la armonía entre los hermanos.
El pastor de la Primera Iglesia Bautista de Madrid, Don Juan Luis Rodrigo, contaba cómo un día en una reunión de la asociación de ministros, se levantó Don Alberto y dijo: “Tengo algo que confesaros, hermanos. He hablado mal de algunos de vosotros y quiero pediros perdón”. Los pastores reunidos se quedaron estupefactos. Nunca habían oído nada parecido, dada la costumbre de chismorrear y criticar, que tanto abunda como “pecado respetable” entre los cristianos. Don Alberto dijo: “Por eso quiero lavaros los pies”. Ya nadie sabía cómo reaccionar, nerviosos, cuando Don Juan Luis Rodrigo se levantó y dándole palmaditas en la espalda, le dijo: “¡No, Alberto! ¡No hace falta, de verdad! ¡No te preocupes! Nosotros te perdonamos y agradecemos tus palabras, de verdad... ¡Te queremos mucho!”. Esa era la estatura espiritual de Don Alberto... ¡Yo nunca he conocido a nadie igual!