José de Segovia Delibes y los protestantes españoles
Lo que extraña en un hombre tan católico como él son sus frecuentes referencias al protestantismo español.
| José de Segovia
Este año es el centenario de Miguel Delibes (1920-2010). Su última novela, El hereje (1998) trata sobre la Reforma del siglo XVI en Valladolid, pero ya en Cinco horas con Mario (1966) la Biblia ocupa un lugar central y aparecen protestantes españoles en la España franquista. ¿De dónde saca Delibes esta información? ¿Qué relación tenía con evangélicos? ¿Cuál era su fe?
Cuando era redactor de la revista Panorama Evangélico en Madrid a principios de los años 1980, recuerdo haber llamado un día a Delibes, para hacerle una entrevista sobre sus creencias acerca de Dios. Me dijo muy amablemente que “esas eran cosas demasiado serias para hablar por teléfono”.
Nunca tuve la oportunidad de tener un encuentro personal con él, pero probablemente habría sido tan lacónico como contestó a José María Gironella en su libro 100 españoles y Dios: “Soy un sencillo hombre de fe. Aunque cada día va resultando más difícil, conservo, afortunadamente, viva mi fe en Dios, en Cristo y en un destino futuro”.
Lo que extraña en un hombre tan católico como él –aficionado a las sobrias celebraciones de la Semana Santa castellana–, son sus frecuentes referencias al protestantismo español. No sólo el hecho de que eligiera despedirse de la literatura con un libro sobre la Reforma en nuestro país, sino que pensara que la mejor forma de empezar cada monólogo de esta típica mujer española que es Carmen Sotillo en Cinco horas con Mario, era comentando los textos subrayados en una Biblia por su esposo, que había tenido contacto con una capilla evangélica en Valladolid.
Cinco horas con Mario
El personaje, que interpretó Lola Herrera en el teatro, vela el cadáver de su esposo una noche de 1965. Sus pensamientos desvelan la incomprensión y mezquindad de la mentalidad social que fomentó el régimen impuesto tras la Guerra Civil. En ellos late el prejuicio religioso de una España que desconoce la Escritura, pero que odia todo lo que suene a protestantismo.
Esta mujer descubre en el velatorio de su marido los entresijos de su matrimonio y la monótona vida de provincias de una clase media, sin aspiraciones ni lujos. Cada escena se inicia con un texto de la Biblia que leía su marido. Ella dice que “leía sobre leído”, es decir “sólo lo señalado”, ya que decía que eso “le fecundaba y le serenaba”. Es entonces cuando confiesa conocer el secreto de cómo ha llegado su esposo a conocer la Biblia.
“Una cosa, Mario, aquí para ínter nos, que no me he atrevido a decirte antes, escucha; yo no daré un paso por informarme si es cierto lo que dice Higinio Oyarzun de que te reunías los jueves con un grupo de protestantes para rezar juntos”. Aunque le advierte: “Pero si sin ir a buscarlo alguien me lo demostrase, aun sintiéndolo mucho, hazte la idea de que no nos hemos conocido, de que nuestros hijos no volverán a oírme una palabra de ti, antes prefiero, fíjate bien, que piensen que son hijos naturales, que con gusto tragaré ese cáliz, que decirles que su padre era un renegado”.
Para eso no tiene tolerancia: “Sí, Mario, estoy llorando, pero bueno está lo bueno, que yo paso por todo, ya lo sabes, que a comprensiva y generosa pocas me ganarán, pero antes la muerte, fíjate bien, la muerte, que rozarme con un judío o un protestante”. Porque “si Cristo levantara la cabeza, ten por seguro –dice Carmen–, que no vendría a rezar con los protestantes”. Ya que a su personaje en realidad le escandaliza la libertad religiosa:
“¿Pues nos salen ahora con que los protestantes van a abrir una capilla aquí, en la esquina? Pero ¿es que estamos bien de la cabeza, imagínate, con cinco criaturas? ¿Con que tranquilidad les va una a dejar salir de casa? Es que no quiero ni pensarlo, Mario, que esto nos pasa porque no sois como debierais, la gente no medita ya en el Más Allá, ni tiene principios ni nada que se le parezca”.
La intolerancia española
“Los intelectuales –dice esta señora– con sus ideas estrambóticas, son los que lo enredan todo, que están todos medio chiflados, porque creen que saben, pero lo único que saben es incordiar, lo único, fíjate bien, y sacar a los pobres de sus casillas que el que no acaba rojo, acaba de protestante o algo peor”. Afirma asombrada: “Si a estas alturas, también va a resultar que los protestantes son buenos, acabaremos por no saber dónde tenemos la mano derecha”. Ya que “la Inquisición era bien buena porque nos obligaba a todos a pensar en bueno, o sea en cristiano, ya lo ves en España, todos católicos y católicos a machamartillo, que hay que ver qué devoción, no como esos extranjeros que ni se arrodillan para comulgar ni nada, que yo sacerdote, y no hablo por hablar, pediría al gobierno que los expulsase de España, date cuenta, que no vienen aquí más que a enseñar las patorras y a escandalizar”.
¿Qué relación tenía Delibes con el protestantismo? Tenemos que darnos cuenta de que este libro, texto de lectura obligatoria ahora en todos los centros de enseñanza secundaria, está dedicado al Premio Príncipe de Asturias, José Jiménez Lozano (1930-2020). Este autor, que se declaraba jansenista, no era sólo uno de los pocos escritores verdaderamente católicos que había en nuestro país, sino también el que ha mostrado más interés por el protestantismo. Su amor por la Biblia le ha hecho escribir, desde su pueblo de Valladolid, el mayor número de libros inspirados por la Escritura que podemos encontrar en la literatura española contemporánea. Gran amigo de Delibes, su testimonio ha hecho además que el escritor vallisoletano se enfrentara a sus dudas de fe, como una de las mayores preocupaciones de su vida.
Decía Carmen Martín Gaite que “por esta novela no pasan los años”. Ya que, aunque es cierto que el prejuicio antiprotestante no es tan virulento como en aquella época, tenemos que entender que esa ha sido la formación de muchas generaciones de españoles, que se han educado viendo al protestantismo como algo extranjero y pernicioso. Ya que, en nuestro país, o eres católico, o no eres nada. Esta mujer, ni lee, ni entiende la Biblia. Todo lo que dice a raíz de ella está totalmente fuera de contexto. Puesto que sus inquietudes son de un materialismo tal, que no tiene la menor curiosidad por cuestiones espirituales.
El hereje de Delibes
El hereje no es la primera novela que se escribe sobre la Reforma en España. Los evangélicos ya teníamos libros como Los Hermanos Españoles de Debora Alcock, La Casa de Doña Constanza de Emma Leslie o Recuerdos de Antaño de Emilio Martínez, pero estas obras eran desconocidas para la mayor parte de la población española. Estas además serían etiquetadas hoy en día como propaganda religiosa, en vez de como verdadera literatura –aunque su lectura sea para el creyente mucho más edificante que las descripciones que hace Delibes de una vida inmoral sexualmente–, pero ¿quién es este hereje? y ¿en qué consiste su fe?
El Hereje es un acomodado comerciante de pieles y lanas vallisoletano llamado Cipriano Salcedo. Nacido el Día de la Reforma, es atraído por la predicación del doctor Cazalla, recibiendo la fe evangélica y llegando a formar parte de uno de los primeros grupos protestantes que hubo en nuestro país. Todo esto en una España dominada por la Inquisición, sin libertad religiosa, y en que “la afición a la lectura ha llegado a ser tan sospechosa que el analfabetismo se hace deseable y honroso” (pág. 43). Es una criatura compleja, marcada por la orfandad, el maltrato paterno y su fracaso conyugal.
El Hereje es la primera incursión de Delibes en la novela histórica, algo que provocó sorpresa a muchos de sus críticos y admiradores. Así que lo primero que uno piensa es que probablemente esta obra guardará poca fidelidad con el contexto histórico en que el autor sitúa su personaje. Nada más lejos de la verdad, la documentación que ha hecho Delibes para este libro es impresionante, así como el cuidado por el lenguaje y las costumbres de la época. Aunque hay que tener en cuenta que estamos ante una novela, por lo que su intención primordial no es reconstruir unos sucesos históricos, sino expresar inquietudes y sentimientos, proyectados en este caso sobre un personaje de ficción al que dedica la más extensa de sus obras.
Luteranos en Castilla
Este libro está dedicado a Valladolid, que con Sevilla fue el principal foco de la Reforma en España. No sabemos exactamente su origen, ni cuál era su relación con el extranjero. Delibes empieza su libro con un supuesto viaje del protagonista, enviado por el doctor Cazalla a visitar a Melanchton, para conocer así de primera mano lo que estaba pasando en Alemania, pero no debemos olvidar que la capital castellana era en aquellos tiempos de Carlos V residencia real. El grupo protestante de Valladolid parece de mayor elevada posición social e intelectual que en Sevilla. Son de clase culta y rica de Castilla, gente perteneciente a la aristocracia, el alto clero y una ascendente burguesía. Familias enteras como los Cazalla o los Rojas son alcanzadas por el Evangelio, así como comunidades completas como la del convento de Belén en Valladolid.
Según parece, el movimiento en Valladolid y Zamora nace en La Rioja por medio de Don Carlos de Seso, caballero de Verona que tenía su residencia en el pueblo de Villamediana. Antes había sido corregidor en Toro y oficial del ejército imperial. Estaba casado con Isabel de Castilla, que era familia del obispo de Calahorra y del deán de Toledo, por lo que parece que estuvo en Trento, y oyó predicar sobre la justificación por la fe sola en Italia, aunque su nombre está siempre unido al de Agustín Cazalla.
Los Cazalla eran de origen judío. Agustín era hijo de un contador real de considerable fortuna. Su madre, Leonor de Vivero, reunía al grupo en su casa de Valladolid. Agustín era canónigo en Salamanca. Fue hecho capellán de Carlos V, y era conocido por su predicación, que a Salcedo le gustaba escuchar en Valladolid. Viaja por Alemania y Flandes, mientras su hermano Pedro es cura en Pedrosa. Por él entra en contacto Cipriano con la comunidad protestante. La narración que Pedro Cazalla le hace a Salcedo de su contacto con Seso, y la entrevista que éste mantiene con Bartolomé Carranza sobre la existencia del purgatorio, viene del testimonio del propio párroco en su declaración ante la Inquisición en mayo de 1558.
Pedro Cazalla cuenta en el proceso cómo Don Carlos le dijo “que quien cree en Jesucristo recibe la vida eterna; que es imposible al pecador salvarse a sí mismo y que debemos aceptar la pasión y muerte de Cristo como don del Padre mediante la fe, como ocurridas para nosotros; y, además, que las buenas obras cristianas deben ser el fruto de una fe viva”. El párroco le dice al Tribunal: “Yo acepté esta doctrina, porque me hizo amar a Dios y confiar en él, y al mismo tiempo no me hizo olvidar el bien, sino más bien buscarlo”. Así descubre Salcedo “que el sacrificio de Cristo tiene mayor valor para redimirme que mis buenas obras por desprendidas que sean” (pág. 27).
El personaje de Delibes está enamorado por la belleza de una mujer de la comunidad, Ana Enríquez, que la relación del auto de fe llama “moza hermosa”. El historiador Llorente dice que había leído a Calvino y Ponce de la Fuente, aunque no tenía más que 23 años. Era hija de un marqués, que convierte El Hereje en el último amor de Salcedo, aunque su nodriza reaparezca en un curioso apéndice a modo de declaración inquisitorial al final del libro. La historia sentimental del personaje se cierra así en un círculo, que no es más que una manifestación de la radical soledad humana.
A las reuniones asistía también un joyero llamado Juan García. Su esposa observa sus salidas por la noche, siguiéndole un día, y delatando al grupo a la Inquisición. Su propio marido va a morir así en uno de los autos de fe que se hicieron contra esta comunidad en 1559, después de que el inquisidor Fernando de Valdés mandara apresar a todos ellos. Carlos V estaba en Yuste cuando recibió la noticia. Escribió a su hija, la regente Juana, para instar a un castigo ejemplar, y lo mismo pidió a su hijo Felipe II, al que tampoco faltó voluntad para acabar con la herejía. El primer auto de fe en la Plaza Mayor de Valladolid fue el 21 de mayo y el segundo el 8 de octubre, pero el autor ha fusionado los dos en uno, ya que condenados del de octubre son ejecutados aquí en el de mayo, mezclando los personajes reales con sus caracteres de ficción. Lo que nos lleva al tema de los errores.
Errores y anacronismos
A pesar del riguroso trabajo de documentación que hizo Delibes a lo largo de los tres años que tardó en escribir esta obra, el libro contiene algunos errores. Es cierto que no es el autor el único que exagera las diferencias entre Lutero y Calvino (págs. 32-33), pero subyace siempre la idea de un prejuicio antiprotestante que no ve en la Reforma sino división y sectarismo. Hay también ciertos anacronismos, ya que es difícil de imaginar cómo en la casa de los Cazalla podía haber un retrato de Lutero en el despacho (pág. 317).
Todavía más extraña es la descripción de esa sala como un templo, ¡con una llamita incluso brillando en el sagrario! Cipriano parece creer en “la presencia real de Cristo” en la eucaristía de una forma tan tangible que “incluso una vez creyó verlo a su lado” (pág. 318), cuando según la declaración de Francisca de Zuñiga a la Inquisición “en esto de la Comunión no estaba Cristo”, así que por muy luteranos que fueran en su idea de consustanciación difícilmente podían tener un misticismo tan sacramental.
El reconocido catolicismo del escritor, invocado en la cita papal que figura al frente del libro, parece inseparable de su discurso narrativo. No porque sea una novela católica, que no lo es, sino por su inevitable ámbito de referencia. Aunque el católico Delibes se acerca con piedad y respeto a unos personajes dispuestos a vivir su fe con pureza y fraternidad, por lo que su libro es al mismo tiempo una severa acusación a un catolicismo tridentino. Se trata en realidad de una defensa de la libertad de conciencia, por encima de cualquier inquietud religiosa.
El principal problema del libro radica, sin embargo, en su relato del auto de fe. En la prisión, los miembros de la congregación acaban por delatarse unos a otros, al ser sometidos a presión y tortura, pero no el personaje de Delibes, que mantiene con insólita gallardía sus convicciones y lealtad, reflexionando amargamente: “¿Qué había quedado de aquella soñada hermandad? ¿Existía realmente la fraternidad en algún lugar del mundo? ¿Quién de entre tantos había seguido siendo su hermano en el momento de la tribulación?” (pág. 487). Es el terrible lamento por una comunidad quebrantada, no por el Señor que han negado.
Testimonio de fe
La realidad, de hecho, fue bastante diferente. No sólo el personaje de Delibes fue decidido al martirio. El abogado de Toro, Antonio Herrezuelo, quedó sin retractarse, siendo quemado vivo. Su mujer, Leonor de Cisneros, se salvó de la hoguera al retractarse, pero volvió a hacer profesión de fe, siendo condenada en un auto de fe el 28 de septiembre de 1568. Así que, aunque es cierto que el Dr. Cazalla negó de forma ostensible su fe, así como los demás que recibieron el favor del garrote por su confesión en el tormento, los autos fueron sin embargo un testimonio de fe.
El segundo auto del 8 de octubre de 1559 Carlos de Seso tampoco abjuró de su fe, tras ser apresado cuando estaba camino de Francia con Fray Domingo de Rojas con un salvoconducto navarro que llevó al propio alcalde de Logroño a ser detenido por complicidad en su huida. De Seso se mantuvo firme en una profesión que reafirmó además en un texto escrito por su propia mano el día antes del auto de fe, con la entereza que demostró hasta exclamar atado en la hoguera: “Si yo tuviera tiempo, veríais cómo demostraba que os condenáis los que no me imitáis; encended esa hoguera cuanto antes para morir en ella”. Más conocidas son las palabras que le dijo Felipe II: “Yo mismo traería la leña para quemar a mi hijo, si él fuera tan perverso como vos”.
De Rojas es cierto que hizo declaraciones contradictorias, por lo que fue condenado a tormento, y en el potro rogó que le mataran para escapar de la tortura, diciendo lo que sabía y pidiendo reconciliación con penitencia. Pero una vez condenado a relajación, se volvió atrás y no quiso confesarse, dando en el último momento testimonio de su fe. Estando en el patíbulo pidió hablar al rey, y cuando se pensaba que iba a abjurar de sus errores, exclamó: “Aunque soy considerado por todos los presentes como un hereje, yo confieso que creo en Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, y en la pasión y muerte de Cristo, suficiente para salvar al mundo entero; y en esta fe espero ser hecho salvo”. Por lo que inmediatamente fue amordazado.
Al criado Juan Sánchez le arrestaron en Flandes con otro fugitivo de Sevilla. Ya quemándose, se soltaron las ligaduras cuando saltó del fuego y los frailes buscaron una última confesión. Al ver a De Seso firme, se arrepintió de su flaqueza y se arrojó de nuevo a las llamas con decisión. La madre de los Cazalla había ya muerto, siendo su cuerpo desenterrado de su tumba en el convento de San Benito, para ser quemado en cadáver, así como el de una de las monjas, que se abrió la garganta con unas tijeras en prisión, muriendo “sin arrepentimiento y sin querer confesarse”.
Muñecos ocupaban el lugar de aquellos que habían muerto antes de los autos de fe, y eran quemados en efigie. A esta escena brutal, nos recuerda Delibes en una entrevista, “vinieron veinte mil personas gozosas a pasar un día de campo”. La casa de las reuniones fue derribada, y en su lugar se levantó un monumento de mármol, después de rociar el solar con sal. Los franceses lo demolieron en 1809, pero lo volvieron a reconstruir en el 1814, para desaparecer finalmente con el gobierno liberal del 1821. Era la calle del Doctor Cazalla que Franco convirtió en Héroes de Teruel.
Menéndez Pelayo, al dar cuenta de estos procesos, concluye: “La memoria de estos hechos ha quedado tan viva en el pueblo de Valladolid que apenas hay quien ignore, a lo menos en términos generales, esta lamentable historia”. ¡Palabras nada desdeñables en tan acendrado defensor de la ortodoxia como era Don Marcelino! Pero la realidad es que esta historia estaba ya olvidada, y ha hecho falta que venga alguien como Delibes a recordar a los españoles en estos tiempos, que aquello que llaman ortodoxia no es a veces más que herejía, y que el hereje no es a veces otra cosa que un paladín de la ortodoxia.