Dios e infierno en ‘Los Soprano’

“Si Dios es totalmente bueno y todopoderoso, ¿por qué existe el mal en el mundo?”, le pregunta Tony Soprano –el mafioso encarnado por el ahora fallecido James Gandolfini– a su psiquiatra, la doctora Melfi. Si el poder de Dios es ilimitado, podría extirpar el mal. Y si su bondad no tiene límites, querría hacerlo, pero no lo hace. Para muchos, por lo tanto, o Dios está limitado en su bondad y su poder, o sencillamente no existe.

Con esta lógica inicia su conocido estudio sobre Los Soprano el profesor emérito de filosofía de la Universidad de Buffalo, Peter Hare. Pocas series de televisión han recibido tanta atención académica como la producción de la televisión norteamericana por cable HBO, que hizo David Chase (1999-2007). Hay incluso un libro sobre “El evangelio según Tony Soprano” –aunque no es el mejor de esta serie americana, que comenzó en 1965 con Carlitos y Snoopy, pero fue revitalizada por Los Simpson en 2001–. Mi preferido es “Los Soprano y la filosofía”, editado por Richard Greene y Peter Vernezze (Ariel, 2010).

Esta serie de culto no sólo ha marcado un hito en la historia de televisión, sino que explora las grandes cuestiones de la vida: el amor y la muerte, el bien y el mal, el crimen y el castigo. Es extraña la fascinación que nos producen las historias de la mafia. Es cierto que sin las películas de Coppola y Scorsese –sobre todo la serie de El Padrino y Uno de los nuestros–, Los Soprano no existirían, pero las obras de estos directores de los setenta son incomprensibles sin el “cine negro” de los años cuarenta y cincuenta, o las historias de gángsters de los treinta –la película favorita de Tony es El enemigo público–.

Tanto Chase como Gandolfini son de origen ítalo-americano –De Cesare es el verdadero nombre de Chase–. Los dos se criaron en el estado de Nueva York, pero Chase tiene una educación bautista y Gandolfini, católica. Aunque ahora tendemos a pensar que hoy se hace la mejor televisión de la Historia, Chase ha producido antes series maravillosas como Los Casos de Rockford en los setenta y Doctor en Alaska en los noventa. En la actualidad apenas ve televisión. Dice que sólo sigue dos series: Boardwalk Empire y Mad Men. Las dos se desarrollan en el pasado.

HISTORIA NEGRA
En la novela policíaca clásica, el detective tenía por tarea investigar y descubrir la verdad, para salvaguardar el orden. En la novela negra, “a la relación investigador-criminal le llega, sin remisión, el poder del mal –dice Raymond Chandler en El simple arte de matar–: se hace descarnadamente real”. El crimen se aleja del salón, para encontrarse en la sordidez de un callejón en una noche de lluvia, el carácter aparentemente anónimo, azaroso y efímero de la vida. Bastan unas cuántas páginas, para que ya no te interese quién lo hizo. Sus historias se convierten en una metáfora de la existencia.

Las películas de gángsters presentan un drama casi shakesperiano. “Hoy el mundo entero es Chicago”, decía Manchette. Los franceses, que son los grandes teóricos de este género –el negro, “noir”, viene del francés, no del inglés–, lo describen con “la vocación de crear un malestar específico”. La atmósfera crea un “estado de tensión con la desaparición de los puntos de referencia psicológicos: acción confusa, móviles inciertos, personajes equívocos, ambivalencia moral… todo atribuye a crear una sensación de angustia e inseguridad”.

Los ideales de los héroes clásicos son ahora cosa de película, quimeras perdidas de un tiempo que nunca existió. Lo real son Los Soprano, el desencanto asumido como realidad vital. Todo es sórdido para unos personajes que carecen de grandes esperanzas. Su consigna es sobrevivir. Y lo hacen a costa de los demás. Aunque es una historia de mafiosos, Los Soprano trata de la vida cotidiana, las miserias de una existencia anodina. El gángster podría ser un ejecutivo de clase media, que se enfrenta a depresiones crónicas, hijos díscolos, un matrimonio aburrido, empleados ambiciosos y luchas familiares. Todo aparentemente normal, aunque su negocio sea el crimen.


“MATO, LUEGO EXISTO”
Nadie que haya visto la serie, hace falta que le recuerden la cantidad de asesinatos, robos y otras formas de violencia que aparecen. Tony es un criminal peligroso y cruel. Lo extraño es que nos sentimos atraídos por él. Produce una extraña mezcla de miedo, fascinación y disgusto. Simpatizas con él y quieres que le vaya bien.


Lo que nos cautiva del personaje de Gandolfini es que, aunque es un asesino, no se siente como tal, sino como un padre de familia, que quiere lo mejor para sus hijos. Como para el Corleone de Coppola, la familia es lo primero. Tony es la cabeza de una familia criminal de Nueva Jersey, que trafica con drogas, se dedica a la prostitución, la extorsión, la usura, el blanqueo de dinero, el soborno, el robo, la pornografía y la corrupción de policías, políticos, sindicatos y clérigos.

El protagonista de los Soprano es un hombre con las manos manchadas de sangre, mentiroso empedernido e incansable mujeriego. Lleno de grandes apetitos, no le falta vicio alguno. Es alguien del que la mayoría de nosotros nos quisiéramos mantener alejado. No dudaríamos en condenarle en un tribunal. Y si muriera en un tiroteo, no derramaríamos una lágrima por él. Nos alegraría que le encerraran y tiraran la llave al mar. ¿Por qué, sin embargo, nos atrae? Lo que sentimos por Tony no es simpatía, sino fascinación. Los Soprano sacan a la luz esa realidad que escondemos, que es nuestra fascinación por el mal.

Uno de los personajes más interesantes de la serie es la esposa de Tony, Carmela. Ella le confiesa al padre Phil, al principio, que cree que Tony está cometiendo “actos terribles”, pero que se puso una venda en los ojos, porque quería comodidades materiales para ella y sus hijos. “He abandonado lo que está bien por lo que es fácil”. Tras el disparo a su sobrino, Christopher, hace una oración en su nombre, en la que admite: “hemos escogido esta vida en plena conciencia de las consecuencias de nuestros pecados”. Le dice a otro cura que está segura de que si Tony muere, nunca estará con Dios en la eternidad.

CRIMEN Y CASTIGO
Cuando Carmela cree, por error, que tiene un cáncer de ovarios, le dice al cura que esa desgracia es un castigo de Dios, por ser cómplice de la corrupción de su marido. “Mi hijo está en un hospital conectado a una máquina –le dice el mafioso Ralphie, al padre Phil–. He hecho cosas en mi vida que no debí haber hecho.” Para él, Dios “está haciendo que pague por ello”, puesto que “así es cómo me castiga”. Las palabras del cura, “Dios es misericordioso, Él no castiga a las personas”, suenan vacías ante el drama moral de estos personajes.


¿Puede entonces tener el mal un propósito? Cuando muere la mujer de Bobby Bacala, Carmela observa: “seguro que Dios tiene sus motivos, pero a veces hay que esperar”. A veces llamamos mal a un acontecimiento aislado, pero cuando lo vemos en relación con otros no parece tan malo, después de todo. Ya que, generalmente, vemos las consecuencias a corto plazo. Cuando Tony manda quemar el restaurante de Artie, lo que quiere es montar un restaurante nuevo con el dinero del seguro. El mal, sin embargo, no es un espejismo. Es una tragedia para Artie. No sirve el argumento de que “bien está lo que bien acaba”.

El mal que hacemos, supone nuestra degradación y el sufrimiento de otras personas. La Biblia nos dice que los seres humanos son pecadores por naturaleza ( Salmo 51:5). No hay nadie que no haya sido “insensato, rebelde, extraviado, esclavo de concupiscencias y deleites diversos, viviendo en malicia y envidia”, o sea, “aborrecible” ( Tito 3:3). La diferencia está en “la bondad de Dios”, no la nuestra. El es “nuestro Salvador”, que “manifiesta su amor para con los hombres” (v. 4).

EL MISTERIO DEL MAL
Peter Hare considera absurda que la solución del mal sea el sacrificio del Hijo de Dios. Para él, “las doctrinas de la encarnación, expiación y redención, si fueran ciertas, no servirían para resolver el problema del mal”. ¿Por qué? Ya que “como máximo, proporcionarían un agradecido alivio al sufrimiento, pero no explicarían la necesidad de ellas en primer lugar”. Para el filósofo, “esta teoría arroja serias dudas a la benevolencia ilimitada de Dios, al decir que creó seres finitos que son malos por naturaleza y, por tanto, reciben el castigo eterno”.


Tampoco cree este profesor que el libre albedrío sea la respuesta al problema del mal. Cuando Tony se pregunta si la vida sería diferente si su padre no hubiera sido un mafioso y si su hijo, A. J. no está condenado al mismo destino, la doctora Melfi insiste en que él y A. J. pueden elegir. Según Hare, Dios podría haber creado un mundo en el que hacer un mal uso del libre albedrío no produjera consecuencias tan desastrosas. O por lo menos, podría haber evitado las consecuencias, creando una disposición a actuar correctamente. Siempre podría intervenir, además, milagrosamente.

Los argumentos de Hare ponen en evidencia las deficiencias de todas las teodiceas –intentos de justificar a Dios, ante el problema del mal–. La solución, para él, no está en una deidad indefensa (que no tiene responsabilidad), el maniqueísmo (dos fuerzas iguales, el bien y el mal, que luchan por el control del mundo), o el satanismo (el imperio del mal). El mal sigue siendo un misterio para todos.


EL PELIGRO DEL AUTOENGAÑO
El cristiano, como el no creyente, no puede explicar el mal, pero sabe algo que el no cristiano ignora: de dónde viene el bien. Dios nos revela su amor y justicia. El pecado nos separa de la fuente de todo bien, amor, alegría y sabiduría. Su ausencia es el infierno, la negación de nuestro problema, la culpabilización de los demás y la ceguera espiritual ( Lucas 16:24-31). Como dice Lewis, es “el gran monumento a la libertad humana”, Dios entregándonos a nuestros deseos ( Romanos 1:24).


Tony está ciego. Sus sesiones con la doctora Melfin nos muestran sus débiles justificaciones. En su autoengaño, tiene explicación para todo. El no cree que irá al infierno. Eso es para “peores personas”. ¿Y quiénes son esos? “Los psicópatas y retorcidos y dementes que matan por placer, que abusan y torturan a jovencitos y que matan a bebés, los Hitler, los Pol Pot”, pero no Tony.

Siempre pensamos que somos mejores de lo que somos, porque nos comparamos con otros. Ante Dios, todos estamos total y permanentemente en bancarrota espiritual, creyentes y no creyentes ( Romanos 3:22-23). Es por eso que Pablo se considera el mayor de los pecadores (1 Timoteo 1:15). La buena noticia es que Cristo murió por pecadores como Tony Soprano.

Cuando nos consideramos indignos e incapaces de hacer el bien, descubrimos que la gracia de Dios es suficiente (1 Corintios 15:9-10). Es Cristo quien nos hace dignos y el Espíritu Santo quien nos capacita. Su gracia es suficiente para nuestra debilidad, pero para recibirla, tenemos que reconocer nuestra debilidad, indignidad e incompetencia. Lo que no podemos es seguir justificándonos a nosotros mismos, como Tony.

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