Frankenstein, terror en el laboratorio
Hace doscientos años, “una noche oscura y tormentosa”, nacieron los dos mitos que todavía más nos aterrorizan, el monstruo y el vampiro. Una de aquellas historias de terror, compartidas al calor del fuego, en una mansión a orillas del lago Leman –Villa Diodati–, es “Frankenstein o el moderno Prometeo”, un clásico de la literatura del siglo XIX, que se ha convertido en un pilar de la cultura occidental. La exposición “Terror en el laboratorio: de Frankenstein al doctor Moreau” celebra el aniversario de esta velada y rastrea el origen de los grandes temas de la ciencia-ficción, en el Espacio que tiene la Fundación Telefónica en la calle Fuencarral de Madrid.
El año pasado en Ginebra, cumplí uno de mis sueños de adolescencia, visitar Villa Diodati, la casa donde,Byron, Polidori y los Shelley compartieron aquella lúgubre velada. El verano de 1816, Lord Byron alquiló la casa de la familia del traductor de la Biblia y reformador calvinista Giovanni Diodati, junto con su médico y secretario Polidori. Allí se reunían con Percy y Mary Shelley, mientras la lluvia golpeaba los cristales, leyendo historias de fantasmas, cuando la víspera de mi cumpleaños –el 17 de junio–, decidieron escribir, cada uno de ellos, una historia de terror. Mary hizo “Frankenstein” y Polidori, “El vampiro”.
Mary era hija de un escritor que había abandonado el presbiterianismo –su abuelo era el conocido predicador calvinista de Cambridge, Godwin–, para unirse a la pionera del feminismo, Mary Wollstonecraft –que había publicado una “Vindicación de los derechos de la mujer” en 1792–. Su madre murió en el parto, siendo criada por su padre, ferviente creyente en la bondad innata del hombre y la todopoderosa razón, pero aquel librepensador y profeta del amor libre, se opuso a la relación de su hija con un hombre casado y con hijos, como era Shelley.
Percy y Mary huyeron de Inglaterra, como Byron, a causa de sus escándalos. Acababan de tener un hijo, tras perder una niña, cuando la hermanastra de Mary y la esposa de Percy se suicidaron. Se llevaron a Suiza, otra hermanastra de Mary, Claire Clairmont, que estaba embarazada de Byron, pero atraía a Percy, quien empuja a un amigo suyo, a tener relación con Mary. Por si fuera poco, junto a este intercambio de parejas, está el odio de Polidori por Byron, que le humilla continuamente, convirtiéndose en el vampiro de su historia, hasta que finalmente se suicida, agobiado por su adicción al juego y su reprimida homosexualidad.
REMANDO AL VIENTO
Este episodio fue popularizado en el cine por el ovetense Gonzálo Suarez, que hizo una película sobre lo ocurrido aquella noche, “Remando al viento” (1988). Aunque es una producción española, los intérpretes son ingleses. De hecho, en ella se conocieron Hugh Grant y Liz Hurley. Las escenas de la costa, las rodaron en Asturias. pero los interiores de la mansión son de una casa a las afueras de Madrid, aunque las vistas del lago y del castillo Chillon, las grabaron en Suiza, donde he visitado estos días, esta fortaleza medieval, que hay cerca de Montreux.
Recuerdo la sensación de volver a mi habitación, después de estar viviendo solo. Allí tenía la biografía de Lord Byron que está ahora sobre mi mesa. Su historia me obsesionó, cuando era adolescente. Y este episodio, en particular. Ver en la pantalla, lo que hasta entonces, sólo había imaginado, daba una sensación rara. Ahora entiendo que su frialdad tiene que ver con el tema de la muerte.
Una de las escenas más hermosas –como dice Javier Tolontino en el librito que acompaña el DVD– es el cuerpo de Shelley, ardiendo en la playa. Está basada en un cuadro que me fascinó, desde la primera vez que lo vi. Muestra una tarde azulada de tonos violetas, donde los personajes están vestidos de negro, frente a un mar crecido, en una Italia derrotada. Todo resaltado por el lirismo de la música de Vaughan Williams. Me gusta también la luz de la noche de tormenta, al calor de la chimenea del salón, un verano muy diferente al que ahora se anuncia...
EL MONSTRUO ESTÁ DENTRO DE MÍ
El Frankenstein de Mary Shelley comienza con la búsqueda de la criatura por su creador, el doctor que lleva ese nombre –mucha gente cree que es el monstruo, quien se llama así, pero es el doctor–. Es un italiano criado en Ginebra, como Diodati. En busca de una alquimia, que produjera el elixir de la vida, crea un humanoide, intentando producir vida, a partir de materia inanimada. Al darse cuenta el horror que ha traído –le llama su “enemigo” o “demonio” –, le persigue por el Ártico, para destruirlo.
“Contra las leyes de la naturaleza, di vida a esa infame criatura. No es más que el fruto de mi pretensión y orgullo. Nunca debí hacerlo (…) Estoy hablando de mí; el monstruo está dentro de mí, puedo reconocerlo. Ya sé que de la materia está hecha mi criatura y el espíritu que la mueve. Viene de mí, siempre he sido yo, desde el momento en que al nacer, maté a mi madre, mucho antes de que él se desprendiera de mí…”
JUGAR A DIOS
Frankenstein es una de las más poderosas advertencias del horror de intentar jugar a ser Dios. Es lo que la humanidad ha estado haciendo desde el Edén. No sólo queremos descubrir el bien y el mal, por nosotros mismos (Génesis 3), sino que adoramos y servimos, lo que no son más que criaturas (Romanos 1). Somos entregados a sí, a una mente que no tiene en cuenta a Dios (v. 28). Y Frankenstein nos enseña que esa razón produce monstruos.
“Un ídolo es algo de lo que esperamos cosas, que sólo Dios puede darnos”, dice Keller. Esa falsa confianza distorsiona nuestra mente, pero también nuestros sentimientos. Cuando la idolatría domina nuestro corazón, redefine la realidad, para nosotros. Podemos llamar a lo bueno, malo, y a lo malo, bueno. Aunque te puede llevar también a un temor paralizador. La ansiedad que vemos en Frankenstein, viene de la imposibilidad de cambiar el pasado. Lo que produce una culpa irremediable, que en el presente, se manifiesta en ira y desesperación.
No podemos quitar los ídolos de nuestro corazón, como observa el conocido sermón de Thomas Chalmers. Tienen que ser reemplazados. Si los arrancas, volverán a crecer, o serán sustituidos por otros. No basta por lo tanto, arrepentirse de nuestra idolatría, o usar nuestra fuerza de voluntad, para vivir diferente. Necesitamos el amor de Cristo, que desplaza cualquier otro afecto, como dice el predicador escocés.
Es esa admiración que llamamos adoración, la que reemplazará los ídolos de nuestro corazón. Porque ¿qué es la fe?, como solía decir Grau, sino “dejar a Dios, ser Dios”. Al jugar a ser Dios, queremos más libertad y control, pero al final, nos hacemos esclavos. Es sólo la verdad de Cristo, que nos libera (Juan 8:31-36). Toda otra razón produce monstruos…