José de Segovia James I. Packer (8): La experiencia del Espíritu
Lo mejor de su obra es la conexión tan fuerte que establece entre Cristo y el Espíritu. No podemos separar uno del otro.
| José de Segovia
A menudo la teología y la vida parecen ir por caminos diferentes. Al comenzar el Instituto Cristiano de Tokio en 1987, Packer se asombraba en el discurso inaugural de cuántos seminaristas le habían dicho que Dios era más real para ellos antes de estudiar teología. El creía que la teología era fundamental para la fe, pero desconectada de la vida, creaba expectativas irreales que llevaban a una desilusión que produce una profunda decepción.
La salida de Packer de Inglaterra, para vivir y enseñar en Canadá, fue motivada por una sensación de frustración y soledad. El tipo de teología que él representaba –nacida de la Reforma y la experiencia puritana– estaba ya en franco declive en los años 70, tras su despertar en la década de 1950. De hecho, no volverá a ser popular hasta principios de este siglo. Y eso en Estados Unidos, donde ya en los años 80 Packer se convierte en el más respetado teólogo británico, siendo ya profesor en Vancouver.
Una de las muchas discrepancias con la otra gran figura del anglicanismo evangélico, John Stott, provocó su decisión final de abandonar Gran Bretaña. En 1975 Stott plantea organizar un segundo congreso nacional, como el que ambos promovieron en Keele en 1967. Desde el principio, Packer expresó sus dudas al respecto. Le parecía una distracción para la labor que se estaba haciendo ahora a nivel local. Y para él, sólo tenía sentido si tenía una temática diferente, como cuestiones éticas. Stott creía que eso reduciría la convocatoria y mermaría su importancia. El resto de la organización mostró su apoyo a la idea de Stott. En ese caso, Packer expresó que no veía la razón para redactar una declaración final. Nuevamente se quedó sólo en su opinión.
Todo esto no tendría la mayor importancia para Packer si no hubiera sido un congreso tan distinto al anterior. Se hicieron tres libritos como guías de estudio, cada uno tenía seis secciones que se trataban en cada sesión de los tres días –los programas de conferencias evangélicas tenían entonces, algo más de lógica, que las de ahora–. La asistencia al congreso –que se celebró en la universidad de Nottingham– fue el doble que en Keele, unos dos mil participantes que escogían una de dos sesiones, la mayoría del programa. Varios de los oradores expresaron sus críticas a la teología de la Reforma, como David Watson, que tenía un gran ministerio evangelístico entre estudiantes en York, pero lo más preocupante para Packer fue el gran recibimiento que tuvo la ponencia sobre hermenéutica de Anthony Thiselton –que había sido profesor de Tyndale, cuando Packer era director–.
La aventura americana
Cualquiera que haya frecuentado conferencias teológicas internacionales –como es mi caso, por mi labor en la Comisión de Teología en la Alianza Evangélica–, habrá observado la importancia que tiene ahora la hermenéutica. Es el tema de moda desde hace años, pero todo empezó en aquella época. Packer con toda la teología clásica seguía un modelo deductivo. Se parte de unos principios bíblicos, que se aplican en cada situación. En la metodología inductiva de Thiselton se analiza la cuestión para ir luego a la Escritura y ver qué guía encontramos en ella. Los resultados son muy diferentes.
Esto no sólo se aplicaba a cuestiones tan controvertidas entonces, como el ministerio de la mujer –Packer mantuvo sus reparos hasta los años 90, que publica un polémico artículo en Christianity Today contestado por otro profesor de Regent, como era Ward Gasque o el propio Cornelius Plantiga del Seminario Teológico Calvino–, sino a la evaluación de las experiencias espirituales, para las que ya no era normativa la autoridad de la Palabra. Este sentido pragmático inquietó mucho a Packer porque marginaba las consideraciones bíblicas.
En ese sentido, el cristianismo evangélico norteamericano era más conservador. Al perder el contacto con las iglesias “libres” o independientes –desde la ruptura con Lloyd-Jones, por seguir siendo anglicano–, pero verse cada vez más aislado en la Iglesia de Inglaterra –por la predominancia de Stott y el auge del movimiento carismático con David Watson–, Packer emprende la aventura americana.
Packer estaba muy unido a Alec Motyer, que dirigía la facultad donde él enseñaba en Bristol, pero echaba de menos la predicación y labor pastoral en una iglesia local. Cuando Motyer anuncia su salida de Trinity, Packer ya no tiene ninguna duda de que no quiere seguir en Bristol. Lo que nadie se imaginaba es que se iba a ir a América y a un centro de las Asambleas de Hermanos, como era Regent. Para muchos, era una confirmación más de lo impredecible que era Packer. Sin embargo, era algo que se había ido forjando durante años.
En Oxford, Packer había conocido a un joven estudiante escocés llamado James M. Houston, hijo de misioneros de los Hermanos en España antes de la Guerra Civil. Nacido el año 22, había estudiado geografía en Edimburgo, doctorándose en 1949 en Oxford, llegando a ser profesor de universidad. Cuando el principal teólogo de los Hermanos, F. F. Bruce, recibe la propuesta de ir a Vancouver para hacer una escuela de teología, el profesor de la universidad de Manchester recomienda a Houston para el proyecto. Para ello, Houston quiere llevarse a alguien que había hecho el doctorado en Hechos con Bruce en Manchester, Ward Gasque, pero también un anglicano como Packer. Ya que Regent no quería ser simplemente un centro de Hermanos.
Regent College
Al principio, Regent quería ser un centro de formación para miembros de iglesia que no aspiraba a dar una titulación universitaria. Organizaba una escuela de verano, donde empieza a dar clase Packer, cuando todavía está enseñando en Inglaterra. Hasta el año 1979 no da el máster en divinidad, que se suele requerir para la ordenación en las iglesias norteamericanas. Lo obtiene por medio de un seminario bautista, Carey, pero utilizaba como espacio los sótanos de la Facultad Unida de Teología –luego Escuela de Teología de Vancouver, al fusionarse con otros dos centros–. El acuerdo era que Regent no iba a ofrecer ningún máster. Al no ser competencia, podía utilizar sus instalaciones y tener un reconocimiento que no implicaba acreditación académica. Al aspirar a más, tiene que asociarse con Carey, hasta conseguir ser una escuela reconocida en 1985.
La invitación a ir a Regent es ya en 1976. La idea era suceder a Clark Pinnock, que había estudiado también con Bruce en Manchester, antes de ser profesor del seminario bautista de Nueva Orleans. A Packer le atrae la idea de Canadá, al estar a medio camino entre Gran Bretaña y Estados Unidos, culturalmente. Al irse alejando de la esfera de las Asambleas de Hermanos, Regent era desde 1975 más bien un centro interdenominacional. Su esposa va con él a conocer Vancouver en el verano de 1978. Le gusta el sitio. Y como la madre de Packer había muerto en 1965 y su padre en 1972, ya no tenía familia de la que estar pendiente en Inglaterra. Había otro candidato para el puesto, el alemán Klaus Bockmuehl, pero Regent decide contratar a los dos.
Aunque tuvieron muchos problemas en la mudanza, los Packer encuentran en Vancouver la ayuda de un pastor episcopal que conocían de Inglaterra. Harry Robinson ayuda a la mujer, Kit, a buscar una casa e invita a Jim a predicar regularmente en la iglesia, donde se hacen miembros. El trabajo en Regent era ideal para Packer. Daba cuatro cursos de teología sistemática, pero tenía mucho tiempo para escribir y viajar constantemente a Estados Unidos. Allí enseña como profesor visitante en el seminario reformado de Jackson, el New College de Berkeley y Westminster en California, mientras da conferencias en los principales centros evangélicos de todas las denominaciones. Además, escribe en todos los números de la revista que fundó Billy Graham, Christianity Today, que le acaba haciendo su asesor teológico. Como algún británico ha dicho, se convirtió en “el obispo de los evangélicos americanos”, lo que nunca hubiera podido ser en Inglaterra.
La cuestión carismática
A partir de los años 70 el movimiento carismático crece en todas las denominaciones. Esa es la diferencia con el pentecostalismo nacido a principios del siglo pasado en el avivamiento de la calle Azusa de Los Ángeles con Charles Fox Parham (1873-1929). Los pentecostales tienen sus propias iglesias y denominaciones, mientras que el movimiento carismático nace en los años 60 en una iglesia episcopal de Van Nuys (California) y se extiende a todas las denominaciones no pentecostales, incluida la católica. Alguien tan cercano a Packer y Lloyd-Jones como era el anglicano de orientación reformada Philip Hughes –que enseñaba en el seminario de Westminster en Filadelfia– escribe de ello en Christianity Today como “el Aliento del Dios Vivo avivando huesos secos en anticuadas y respetables denominaciones”.
Ya en 1962 Lloyd-Jones había leído en la fraternidad de pastores de Westminster el testimonio de Dennis Bennett, el ministro episcopal que había recibido el Espíritu Santo y hablado en lenguas en su iglesia de California. Al año siguiente viene la experiencia carismática a una iglesia anglicana en Gillingham. Ese año 1963 van a ver al Doctor cuatro representantes del movimiento, incluidos Michael Harper y David Watson. Le cuentan lo que ha pasado y Lloyd-Jones les relata su propia experiencia de seguridad de salvación en una visita a las Hébridas en el verano de 1949, que él identificaba como un “bautismo” por “el testimonio del Espíritu” de Romanos 8, al estilo puritano. Su conclusión es que ellos también han sido “bautizados por el Espíritu”. Otra cosa eran las lenguas, que para Lloyd-Jones era algo que no tenía que acompañar al bautismo del Espíritu. Sin embargo, ahí está esa asociación entre la teología reformada y la experiencia carismática.
La teología, para ser verdadera, ha de ser doxología. Sin alabanza, no hay teología que valga.
Eso explica porque cuando Stott critica la doctrina pentecostal y carismática del bautismo del Espíritu en su libro Sed llenos del Espíritu Santo, Packer se mantiene distante. Cuando el editor de Inter-Varsity le propone escribir sobre ello, él no quiere más que publicar los artículos que forman Conociendo a Dios. Ya en el año 1974 había llamado en una conferencia anglicana en Swanwick a reconocer el movimiento carismático como “esencialmente evangélico”. Stott no se opone a ello e invitan a otro anglicano de orientación reformada, John Baker, a formar con ellos dos un grupo que se conoció con el nombre de “El Evangelio y el Espíritu”. Ellos se reunían con Harper y Watson para hablar y ver cómo trabajar juntos. De ahí nace el libro Caminar en sintonía con el Espíritu, que recomendé publicar a Andamio en Barcelona en el 2017.
En sintonía con el Espíritu
La obra de Packer expone la enseñanza bíblica sobre el Espíritu Santo, pero también los errores que vio desde su conversión en el perfeccionismo y el movimiento de santidad que se asocia con la conferencia de Keswick. El lenguaje es ahora más conciliador y distingue más a Wesley de la idea de superación del pecado consciente, pero sigue viendo el problema de ignorar el pecado en la vida cristiana. Los que hablan ahora tanto de Packer como maestro y ejemplo de santidad no deberían silenciar este aspecto fundamental de su visión de la santidad. No es “la vida cristiana victoriosa”.
Su tratamiento de los dones espirituales incluye también la relación que expuso ya en la conferencia de estudios puritanos en 1967 con el testimonio del Espíritu en Romanos 8. Está en la línea de Lloyd-Jones de relacionar la idea puritana del bautismo del Espíritu con una experiencia de seguridad de salvación. “El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios” (Ro. 8:16).
Su apertura al movimiento carismático no agradó al sector conservador, que sigue sin reconocer la obra de Dios en una experiencia que se exprese teológicamente deficiente, pero a los experimentalistas les molesta su énfasis en la normatividad bíblica. La experiencia ha de ser juzgada a la luz de la Escritura, no al revés.
Lo mejor para mí de la obra de Packer es la conexión tan fuerte que establece entre Cristo y el Espíritu. No podemos separar uno del otro. “El Espíritu da a conocer la presencia personal del Salvador resucitado y reinante, el Jesús de la Historia, que es el Cristo de la fe”. Lo hace “en y con el cristiano”, tanto como “en y con la Iglesia”.
El Espíritu “da poder, capacita, purifica y dirige generación tras generación de pecadores a enfrentar la realidad de Dios, para que Cristo sea conocido, amado, confiado, honrado y adorado”. Esa es la obra del Espíritu Santo. Sin ella, la teología no tiene sentido. Para ser verdadera teología, ha de ser doxología. Sin alabanza, no hay teología que valga.