¿Murió Dios en Auschwitz?


El Nobel de la Paz, Elie Wiesel (1928-2016) decía que su Dios y su alma fueron asesinados en el Holocausto. El escritor judío fallecido en Nueva York, se presentó como uno de los supervivientes de los campos de exterminio de Auschwitz y Buchenwald, donde afirma que murieron sus padres y su hermana pequeña. Y para él, “olvidar a los muertos es lo mismo que matarlos por segunda vez”. Para mantener la memoria, escribió su libro “La noche” (1955), traducido a más de treinta idiomas.

Conocí “La noche” cuando le dieron el Nobel en 1986. Estudiaba entonces Periodismo en la Complutense de Madrid y escribí un artículo sobre él, al año siguiente en la revista “Panorama Evangélico” –que redacté y maqueté durante un tiempo, como universitario, cuando los textos escritos a máquina, se calculaban en cíceros con una regla, antes de mandarlos a fotocomposición y pegar las galeradas con pinzas y aerosol–. Titulé mis reflexiones, “La teología de Papá Noel”. La pregunta es qué dios es el que murió en el Holocausto...



La noche de la que hablaba Wiesel, fue su “primera noche en el campo”, que nunca olvidaría, porque “convirtió su vida en una larga noche, siete veces maldita y sellada”. El Nobel decía que “nunca olvidará aquellas llamas que consumieron su fe para siempre”. Creía que “nunca olvidará aquel silencio nocturno que acabó, por toda la eternidad, con su deseo de vivir”. Ya que “nunca olvidará aquellos momentos en que su Dios y su alma fueron asesinados, convirtiendo su sueño en polvo”. Se propone “nunca olvidar estas cosas, aunque sea condenado a vivir tanto, como el propio Dios”.

RECUERDO DE LA NOCHE
Wiesel nació en Sighet, Transilvania. Cuenta cómo le mandaron a Auschwitz con toda su familia, a los 15 años. Allí dice que murió su madre y su hermana pequeña, aunque sobrevivieron los dos hermanos mayores, pero al ser llevado a Buchenwald, perdió a su padre. Toda su vida llevó en el brazo, su número de identificación como prisionero, A-7713. Sin embargo, algunos han puesto duda que Elie sea el Lazar que escribió el texto en yidis que inspiró “La noche”. Dicen que era mayor que Elie y que él no era húngaro, ni dominaba el yidis, sino el francés. Cuestionan sus recuerdos del campo y el tipo de tatuaje que lleva. El contestó que Elie era Lazar, el nombre abreviado judío de Eliezer. ¿Quién sabe si era otro impostor?

En un pasaje de su discurso de aceptación del Nobel, Wielsel dice que “lo recuerda” como si “sucedió ayer, o hace una eternidad”. Así: “Un joven chico judío descubrió el Reino de la Noche. Recuerdo su desconcierto y su angustia. Todo sucedió tan deprisa. El gheto. La deportación. El vagón de ganado sellado. El altar ardiente donde la historia de nuestra gente y el futuro de la humanidad habrían de ser sacrificados. Recuerdo que preguntó a su padre: ¿Puede ser esto verdad? Esto es el siglo XX, no la Edad Media. ¿Quién puede permitir que se cometan crímenes así? ¿Cómo puede el mundo permanecer en silencio?”



En ese momento, mirando emocionado al público, dijo: “Y ahora ese chico me mira a mí. Dime, pregunta, ¿qué has hecho con tu futuro, qué has hecho con tu vida? Y yo le digo que lo he intentado. Que he intentado mantener la memoria viva, que he intentado luchar contra aquellos que olvidan. Porque si olvidamos, somos culpables, somos cómplices”.

CAVANDO EN LA NADA
Otro húngaro, László Nemes, presentó en el festival de Cannes 2015, “El hijo de Saúl”, una película sobre otro judío húngaro que era “sonderkommando” (como se llamaba a los presos de los campos, encargados de tareas especiales, por obligación) en Auschwitz. El protagonista tiene un solo objetivo en mente, que no es sobrevivir, sino dar un entierro digno a un niño que ha muerto en una cámara de gas. La historia recuerda a otro Nobel judío húngaro –ésta vez, de Literatura–, Imre Kertész y su “Kaddish por el hijo no nacido”, un libro que narra su paso de niño, por los dos campos que dice haber estado Wiesel, Auschwitz y Buchenwald.

Hacia el final de su obra, Kertész se da cuenta que “en esos años reconocí también la verdadera naturaleza de mi trabajo, que no es otro que cavar, seguir cavando la fosa que otro empezaron a cavar para mí en las nubes, en los vientos, en la nada”. La conclusión recuerda al poema de Paul Celan, “Fuga de la muerte”:



“Había tierra en ellos y / cavaban. / Cavaban y cavaban y pasaba así / el día y pasaba la noche. No alababan a Dios / que, según les dijeron, quería todo esto, / que, según les dijeron, sabía todo esto. / Cavaban y nada más oían; / y no se hicieron sabios ni inventaron un canto / ni imaginaron un lenguaje nuevo. / Cavaban. / Vino una calma y vino una tormenta / y todos los océanos vinieron. / Yo cavo y tú cavas e igual cava el gusano / y aquel remoto canto dice: cavan. / Oh uno, oh nadie, oh ninguno, oh tú: / ¿Adónde iba si hacia nada iba?”.

HABLAR DESPUÉS DE AUSCHWITZ
¿Cómo escribir después de Auschwitz?, se pregunta Günther Grass, que fue voluntario de las SS. ¿Cómo filmar después de Auschwitz?, se pregunta Resnais en “Noche y niebla”, cuando “ninguna imagen alcanza la dimensión real, la del miedo continuo”. ¿Cómo hablar de Dios, después de Auschwitz?, se pregunta la teología alemana, después de haber sido cómplices del nazismo, críticos como Kittel, Althaus o Hirsch. La cuestión es qué dios es del que estamos hablando…

No es casual que cuánto más extendida está la creencia de dios como un anciano de larga barba blanca y mirada bonachona, que observa tolerante, las travesuras de los hombres, siempre amoroso y dispuesto a perdonar, es cuando más dudas plantea el llamado problema del dolor. ¿Cómo puede asistir impasible ante la guerra, el sufrimiento y la enfermedad? El silencio de Dios tiene que ver con nuestra teología de Papa Noel.



A veces, tenemos una impresión equivocada de una persona, que no corresponde a la realidad. Si nos aferramos a esa imagen distorsionada, en vez de enfrentarnos con ella, esperaremos que actúe y se comporte como nosotros imaginamos. Cuando los hechos se enfrentan a esa idea de dios, tenemos que preguntarnos si ese es el Dios de la Biblia.

EL SILENCIO DE DIOS
Como decía Lutero, “creer en Dios significa en primer lugar, dejar a Dios ser Dios”. El problema de mucha teología –dice el reformador– es que para ella, “no hay alumno más pobre y despreciado en la tierra que Dios, que tiene que ser discípulo de todos”. Puesto que “todo el mundo quiere ser su profesor y su maestro”.

Muchos tenemos una imagen de dios tan pequeña y limitada que no es el Dios vivo y verdadero, sino un dios a nuestra imagen y semejanza. Si Él nos creó a imagen y semejanza suya, es como si nosotros le hubiéramos devuelto el favor, haciéndole a nuestra medida. No es lo mismo decir que “Dios es amor”, que “el amor es dios”. Hemos manipulado la revelación de Dios, hasta convertirle en un dios de bolsillo, fácilmente manejable y siempre a nuestra disposición.

Cuando Israel se queja de que Dios no muestra su justicia, Él les habla por el profeta Ezequiel: “Si dijereis no es recto el camino del Señor; oíd ahora casa de Israel: ¿No es recto mi camino?, ¿no son vuestros caminos torcidos?” (18:25). El origen del problema del mal, no está en Dios, sino en el hombre (Génesis 2-3). El sufrimiento es en último término, consecuencia de la injusticia del hombre, no de Dios.



LA RESPUESTA DE LA CRUZ

Lo asombroso del Evangelio es que siendo problema nuestro, Él lo ha asumido como si fuera suyo. Lo ha echado sobre su espalda, hasta aplastarle en la cruz. Si hay algo que no podemos decir de Dios, es que es indiferente a nuestro dolor. El mismo cargó con él, hasta su muerte en el Calvario. “El fue herido por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados”, dice Isaías (53:5). Cristo es el Dios crucificado, como dijo Lutero.

Cuando uno tiene un buen amigo, le puedes contar sus problemas, pero ¿qué puede hacer por ti? A veces podrá hacer algo, pero otras, te escuchará con interés, incluso te mostrará compasión, pero se verá incapaz de poder hacer algo más por ti. Es la única ayuda que te puede ofrecer. No es eso lo que hace Dios por medio de Jesucristo.

El no sólo nos escucha, como “sacerdote que puede compadecerse de nuestras debilidades” (Hebreos 4:15), sino que “podemos acercarnos con confianza al trono de gracia, para recibir misericordia y hallar gracia por la ayuda oportuna” (v. 16).

Cristo no sólo murió por nuestros pecados, sino que con su muerte nos da vida. “Y esta es la vida eterna: conocer al único Dios verdadero y a Jesucristo, a quien ha enviado” (Juan 17:3). Entonces Dios limpiará toda lágrima y ya no habrá muerte (Apocalipsis 21:4). Será como despertar de la mayor pesadilla. Y sentirse seguro en sus brazos. Tras la noche, habrá llegado el día.

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