Némesis, ¿el justo castigo?
Cuando uno es consciente de que su vida se acaba, se hace muchas preguntas. A sus 81 años, el escritor judío norteamericano Philip Roth se enfrenta en su última novela, “Némesis”, a la conocida preocupación de Dostoievski de cómo un Dios bueno y todopoderoso, puede permitir la muerte de un niño. Su libro me ha conmovido profundamente.
Roth dice una entrevista que ha dado a la BBC, que se ha despedido de la literatura. Ya no saldrá más en televisión, ni escribirá ningún libro, pero nos ha dejado una última obra “magistralmente construida y llena de suspense con un ingenioso giro hacia el final”, observa el Premio Nobel, Coetzee. Nos habla de la culpa y el destino, el misterio de Dios y el problema del mal.
El autor judío, antes acusado de blasfemo, ha recibido ahora un doctorado honorífico del Seminario Teológico Judío conservador de Nueva York. Su nombre suena todos los años como candidato al Nobel. Fue galardonado con el Príncipe de Asturias en 2012, pero no pudo ir a recogerlo, porque estaba recuperándose de una intervención quirúrgica. Como ya no quiere escribir, sólo relee sus novelas favoritas.
Roth nació en 1933, en una familia judía de origen ucraniano. Publicó su primer libro a los veintiséis años, “Adiós, Columbus” (1959), pero se hizo conocido al ir a Nueva York y publicar su cuarto libro, “El lamento de Portnoy” (1969), que narra las obsesiones sexuales de un neurótico chico judío –llevadas al cine un par de años después–. Son más de treinta novelas, escudriñando el alma humana –nueve de ellas con el mismo protagonista, Nathan Zuckerman–, para acabar con una misma advertencia: cuidado con la bondad.
Hasta los años noventa, Roth fue profesor universitario. Se retiró después de casarse con la actriz británica Claire Bloom –su primera esposa murió en un accidente de coche en 1968, poco después de su separación–. En esa década intenta, como tantos, hacer “la gran novela americana”, en una serie que va desde la Gran Depresión hasta la actualidad, pasando por la segunda guerra mundial, el macarthismo y el terrorismo de los años sesenta.
LA AMENAZA INVISIBLE
Bucky Cantor es un profesor judío de educación física, que no ha podido ir a la guerra por problemas de vista. Este joven huérfano perdió a su madre en el parto, veintitrés años atrás. “Gracias a los amorosos cuidados de sus abuelos, siempre le había parecido que perder su madre al nacer era algo que tenía que sucederle y que el hecho de que lo criaran sus abuelos era una consecuencia natural de la muerte de su madre. También que su padre fuese un jugador y un ladrón era algo que tenía que suceder y que no podría haber sido de otro modo. Pero ahora que ya no era un niño, podía comprender que si las cosas no podían ser de otro modo se debía a Dios. Ya que de no ser por Dios, de no ser por la naturaleza de Dios, serían de otra manera.” (p. 98)
Ese verano se desata una epidemia de polio, que causa estragos entre sus alumnos. La muerte de muchos de ellos le produce una mezcla de estupor y rabia. “Su cólera no iba dirigida a cualquier causa, por inverosímil que fuese, que la gente, abrumada por el tiempo y confusión, pudiera ofrecer para explicar la epidemia, ni siquiera contra el virus de la polio, sino contra la fuente, el creador: contra Dios, que creó los virus.” (pp. 98-99)
Estas epidemias producen una psicopatología en las poblaciones afectadas que, como al principio del sida, no entienden su modo de transmisión. Muchos sufren por eso ataques de ansiedad y desesperación. Daniel Defoe hizo en su Diario del año de la peste , la crónica ficticia de un superviviente de la peste bubónica que diezmó Londres en 1665. Inspirada en ella, escribe Albert Camus durante la segunda guerra mundial, La peste . En una entrevista en 2008, Roth dice que la estaba releyendo. Se enfrenta así a una fuerza invisible, inescrutable y mortífera, que algunos han querido relacionar con el síndrome post 11-S , pero que el escritor ha negado repetidamente.
EL PROBLEMA DE LA CULPA
Lo sorprendente del libro de Roth, es que trata el problema de la culpa. En primer lugar, porque el protagonista se avergüenza de no haber ido a la guerra, donde están sus amigos en el frente. Intenta pagar por ello dando a los niños una actividad sana, con toda su atención y cariño. Lo que hace que los chicos le adoren. Bucky es alguien sensato y honesto, con un desarrollado sentido del deber y el honor. En medio del pánico general, guarda la calma, creando estabilidad. Aunque en su interior maldice “la crueldad de un Dios que mata a niños inocentes”.
Bucky tiene una novia llamada Marcia, hija de un médico que admira. En verano trabaja en un campamento indio en las montañas de Pensilvania. Ella le presiona para que huya de la ciudad infectada y se reúna con ella en su refugio. Él se resiste, porque cree que en ocasiones extraordinarias uno tiene que hacer sacrificios extraordinarios. No obstante, un día, sus principios se desmoronan de forma inexplicable. Abandona a sus muchachos, para salvarse él, lo que provoca otro problema de conciencia: “¿Cómo ha podido hacer lo que acaba de hacer?
La principal razón de su culpa la tengo que ocultar, para no privar a los lectores del impacto de la revelación final. Se enfrenta entonces al problema de la justicia cósmica del “Dios, que creó los virus”, pero también de la responsabilidad de “la peste humana”. Como buen judío, el protagonista no puede concebir un Dios impotente. Por lo que, “o bien el responsable es el terrible Dios”, que “pasa demasiado tiempo matando niños”, o “es el terrible Bucky Cantor”.
Ante ello, Marcia cree que “en realidad la responsabilidad no es de ninguno de los dos”. Ella piensa que su “actitud hacia Dios es infantil, es sencillamente estúpida”. Su novia cree que “¡no tiene ni idea de qué es Dios!”. Puesto que “¡nadie lo sabe ni puede saberlo!”, una idea muy habitual en el judaísmo moderno, que suele ser bastante agnóstico. El Premio Nobel Coetzee lo interpreta como que “Dios no es responsable porque está por encima de la responsabilidad, por encima del mero juicio humano”. Se hace así Marcia “eco del Dios del Libro de Job y del desprecio allí manifestado por la pequeñez del intelecto humano”.
¿JUSTO CASTIGO?
El justo castigo impregna la tragedia griega como una fuerza temida que preside los asuntos humanos y resulta mezquina, malvada, cruel, egoísta e implacable. Frente a esta mentalidad que helenizó el judaísmo en el tiempo de Jesús, el Evangelio según Juan nos presenta a un ciego de nacimiento, sobre el que preguntan sus discípulos al Maestro: “Rabí, ¿quién pecó, éste o sus padres, para que haya nacido ciego?” (9:2). La respuesta de Jesús no puede ser más sorprendente: “no es que peco éste, ni sus padres, sino para que las obras de Dios se manifiesten en él” (v. 3).
No hay respuestas simples para la cuestión del sufrimiento humano. El Evangelio no enseña que el cristiano tiene el derecho a ser sano, ni que la enfermedad debe ser consecuencia directa de algún pecado personal. Se equivocan los que piensan que los desastres o epidemias vienen porque Dios castiga a ciertas personas por la enormidad de su pecado. Esa es “la teología del garrote”, por la que Dios está esperando el momento en que fallamos, para darnos un palo. La experiencia nos muestra todo lo contrario: Dios no nos trata como merecemos. Lleno de gracia, es misericordioso y paciente para con todos.
EL ORIGEN DEL MAL
Muchos han convertido así el mal en bien. Dicen, en base a Romanos 8:28, que el mal es temporal, pero el bien eterno. ¿Quiere decir Pablo que “todas las cosas son buenas”? No, sino que “todas ayudan a bien” a aquellos “que aman a Dios”. No podemos negar la realidad del mal. Eso es lo que denuncia Isaías, cuando dice: “¡Ay de los que a lo malo dicen bueno, y a lo bueno malo; que hacen de las tinieblas luz; que ponen lo amargo por dulce, y lo dulce por amargo!” (5:20).
La teodicea más habitual es, sin embargo, la que culpa de todos los males a Satanás. Esto es finalmente un dualismo, que presenta la existencia de dos fuerzas que son igualmente poderosas y eternas. Eso no es lo que enseña la Biblia. Se intenta librar así a Dios de la responsabilidad, haciendo al mal eternamente independiente de Él. Como dice Bucky, no podemos mantener la bondad de Dios, a costa de su omnipotencia. El dualismo limita el poder eterno de Dios. Ya que al ser el diablo igual a Dios en poder, no tiene forma de vencerlo. No hay garantía, ni posibilidad de redención.
Un tercer tipo de teodicea especula sobre la necesidad temporal del mal, para apreciar finalmente el bien. Se nos dice que hace falta estar enfermo, para apreciar la salud. Entonces Dios necesitaría también probar el mal, para amar el bien. El mal es la negación del bien. Es la falta o privación de él. En ese sentido, es cierto que depende del bien para su definición. No existe por si mismo.
LA RESPUESTA DE LA CRUZ
Tanto el creyente como el no creyente, no tienen explicación para el problema del mal. La Biblia lo relaciona con la Caída en Génesis 3, en el espacio y en el tiempo, pero no da una razón de su origen último. Si Dios vio que la creación era muy buena, ¿de dónde viene el mal? La diferencia es que el creyente sabe de dónde viene el bien. El no creyente no sabe de dónde viene ni el mal, ni el bien.
La tragedia de la que habla “Némesis”, es un problema para todos. No es una razón para perder la fe, porque el no creyente tampoco lo entiende. La Biblia nos enseña que venimos a un mundo roto. Nacemos en pecado ( Salmo 51:5; Romanos 5:12-21). Por eso morimos. El cristianismo no da la razón por la que tenemos que experimentar dolor, sino que nos da esperanza en medio del sufrimiento. ¿Cómo?
Dios experimentó en Jesucristo el dolor con toda su profundidad. Hablar del sufrimiento de Dios es para muchos atentar contra la doctrina de la impasibilidad divina, pero la cruz nos muestra a Dios crucificado, como dijo Lutero. No hay mayor agonía que la que Él sufrió. “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” ( Mateo 27:46; Marcos 15:36). No fue sólo un sufrimiento físico, fue un abandono cósmico.
El cristianismo es la única fe sobre la faz de la tierra que cree en un Dios que ha experimentado plenamente nuestra humanidad. Conoció la desesperación, el rechazo, la soledad, la pobreza, el luto, la tortura, la prisión y hasta la muerte. El dolor de la cruz supera todo sufrimiento que podamos conocer, para que Dios, tomando así nuestro dolor y miseria, sea Dios con nosotros, Emmanuel . Porque si Él fue abandonado, es para que nosotros no lo seamos más.
¿Por qué permite Dios tanto dolor y sufrimiento? No lo sé, pero cuando miro a la cruz de Jesús, veo que aunque no tenga la respuesta, una cosa sé: Él no es indiferente. “De tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo, para que todo aquel que en Él cree, no se pierda, más tenga vida eterna” ( Juan 3:16). Nuestro sufrimiento no es en vano. Tras la cruz, está la tumba vacía. La resurrección trae un nuevo cielo y una nueva tierra en la que “ya no habrá muerte, ni habrá más llanto, ni clamor, ni dolor” ( Apocalipsis 21:4). Entonces “Dios limpiará toda lágrima”.