Schaeffer, el legado de lágrimas de un profeta


Si hay algo que al cristianismo evangélico le cuesta entender, es la tristeza. Si has encontrado la felicidad en Cristo, ¿cómo puedes estar triste? Es negar tu fe, algo que te hace dudar de la salvación… ¡No nos engañemos! Schaeffer no era muy alegre. No se sentía feliz en un mundo perdido. Es una experiencia que muchos conocemos, pero que nunca había leído cómo se podía abrazar con la misma pasión las dos cosas, la esperanza de la fe y la desesperación por la humanidad perdida. Schaeffer me enseñó a llorar por el mundo, en vez de juzgarlo.

Acabo esta serie de artículos con unas reflexiones sobre la influencia que ha tenido Schaeffer en mi vida. Todo aquel que conozca su obra, se dará cuenta que él ha sido mi modelo para relacionar la fe con el pensamiento del mundo en sus películas, novelas, canciones, obras de teatro y arte que nos habla de la muerte de una cultura en la ciudad que agoniza...

Todavía recuerdo a mi tempranamente fallecida madre, leer de vuelta del colegio en el metro de Madrid en 1974 –apenás tendría yo 10 años–, un libro de portada negra recorrido transversalmente por una espiral azul, sobre la que estaban las palabras “Muerte en la ciudad”. Un par de años después recorrí las páginas de estas sorprendentes exposiciones de Lamentaciones y Romanos –dadas como conferencias en el Wheaton College por Schaeffer en 1968 y publicadas por Grau en Barcelona en 1973–. Nunca había leído nada igual. Eran palabras bañadas con lágrimas.

LLORANDO POR LA CIUDAD

La reacción natural humana a aquello que no entendemos, es incomprensión, pero cuando esto se percibe como una amenaza, la perplejidad se convierte en odio. Lo que diferencia al cristianismo de cualquier otra religión, es el amor a los enemigos. Dios nos ha amado cuando éramos sus enemigos, hasta el punto de entregar a su Hijo por nosotros (Romanos 5:10). Es por eso que Jesús nos enseña a amar a nuestros enemigos (Mateo 5:38-48).

Para amar, hay que intentar comprender, aunque podamos amar al que no entendemos. Al reflexionar sobre el legado de Schaeffer en la revista Christianity Today, el cantautor John Fischer descubre que su herencia son lágrimas de las que los evangélicos no hemos aprendido mucho: “”Demasiados de nosotros estamos demasiado ocupados vapuleando feministas, humanistas seculares, activistas gay y políticos liberales, para considerar por qué piensan así”. Como se ven como una amenaza para ti, tus hijos y la sociedad que te rodea, no puedes simpatizar con ellos.

Esa empatía que tanto nos falta, es que la que llevó a Schaeffer a intentar comprender la cultura de su tiempo. Como su propio y controvertido hijo ha dicho, “Papá se interesó por la cultura secular no como un medio para conseguir un fin –criticarla o condenarla–, sino porque le interesaba de verdad”. Para poder llorar por ella, como dice Fischer, tienes que “entender más plenamente la depravación de tu propia alma y la profundidad con la que la gracia de Dios nos ha alcanzado”. Ya que “no se puede llorar por el mundo, si no has llorado antes por ti”.

SUS ÚLTIMAS BATALLAS

Barry Hankins ha publicado un libro recientemente sobre la influencia de Schaeffer en la cultura evangélica americana, que correctamente no cree que esté en su apologética y visión de la Historia del pensamiento, pero equivocadamente sitúa en la manera en que conforma la derecha religiosa estadounidense.

Su yerno e íntimo colaborador, Ranald Macaulay –a quien tanto debo, no sólo por el conocimiento que me ha dado de Schaeffer, sino por su amistad y apoyo, estos últimos años– ha escrito: “Se ha mal entendido mucho su preocupación social y apasionada aversión al aborto, los últimos años de su vida, al aplicarse con menos cuidado y matices que lo que él hubiera querido, ya que repetidamente advirtió del peligro de “envolver el cristianismo en la bandera americana”, por ejemplo”.

La acusación de su hijo de ser “el arquitecto intelectual de la derecha religiosa” estadounidense, no sólo da demasiada importancia a Schaeffer, sino que olvida que fue él precisamente, quien le empujo a este activismo político. Es él quien le pone en contacto con dirigentes evangélicos “que no sabían mucho, por no decir nada de él, como Jerry Falwell, Pat Robertson, James Dobson, James Kennedy y el resto de tele-evangelistas, que usarían su poder en maneras que hubieran hecho a mi padre vomitar”.

Según confiesa el propio Franky: “difícilmente, Papá podía haber imaginado cómo ayudarían a facilitar el poder a una generación de figuras públicas evangélicas de plástico, hambrientas de poder, que se corrompieron inmediatamente, como Ralph Reed, que ganó su fortuna en casinos”.

Creo que cuando Schaeffer hizo su famosa distinción entre “alianza” y “co-beligerancia”, difícilmente estaba pensando en apoyar una agenda política como la de la Mayoría Moral en la época de Reagan. Al contrario, hablaba de la desobediencia civil, que predicaba el puritano Samuel Rutherford en “Lex Rex” (1644). Cuando en la época de Bush tras el 11 de septiembre, la agenda conservadora se vuelve todavía más nacionalista –aunque todavía era sólo una sombra de lo que se ha convertido en la Era Trump–, Franky recuerda la frase que solía repetir su padre sobre como “la próxima generación seguirá a cualquiera que prometa paz y riqueza, ya que si le piden elegir entre libertad y seguridad, escogerá siempre la seguridad”.

Franky puede que no sea la fuente más fiable para entender las relaciones familiares de los Schaeffer –al ser el hijo mimado que hizo la vida imposible a todos–, pero como su padre decía una y otra vez, fue su mayor colaborador en la batalla socio-política de los últimos años. La tendencia a la depresión que le atribuye, parece que se agravó en la época de su enfermedad, cuando está a punto de morir y se ve rodeado de “lunáticos, psicópatas y extremistas”. Asegura que le dijo que si “estos idiotas que estaban a su lado, llegaban a ganar, América tendría graves problemas”. El problema, dice su hijo, es que “no tenía tiempo para cambiar de vida y buscar nuevos amigos”.

PROFETA DEL SIGLO XX

En muchos sentidos, Schaeffer fue un hombre adelantado a su tiempo. Como dice Duriez, habló de “post-modernismo”, cuando tocaba hablar de eso, en los años 60 –no como hacen la mayoría de los predicadores evangélicos desde los años 90 hasta el día de hoy, que todavía siguen hablando de la sociedad post-moderna–. Citaba las cartas de Arthur Miller, cuando era considerado el escritor más pornográfico de la literatura norteamericana. Y hablaba del cine de Bergman y Fellini en Wheaton College, cuando los estudiantes estaban luchando por proyectar películas de Disney como “Bambi” o “Ahí va ese bólido”.

Mientras a Schaeffer le pasaban un “porro” en un concierto de Jefferson Airplane, que entregaba impertérrito al hippy que tenía a su lado –comprando varios de sus discos al día siguiente–, los estudiantes y graduados de Wheaton siguen firmando un papel hasta el año 2003, por el que no pueden beber, fumar y bailar.

Los que le presentan como “el padre de la derecha religiosa” norteamericana, podrían leer su libro sobre la crisis ecológica, que publicó la Casa Bautista de Publicaciones en 1973, “Polución y muerte del hombre”. Ya que el desprecio al cuidado del medio ambiente que comienza en la Era Reagan, lleva a un profundo escepticismo sobre el cambio climático en la época de Bush, que ha traído la retirada de Trump de acuerdos internacionales, por razones supuestamente de “interés nacional político y económico”. Es obvio que la agenda conservadora actual tiene muy poco que ver con el pensamiento de Schaeffer.

Y si hablamos de arte, ya no sólo tenemos que decir que el mundo evangélico sigue sin comprender la idea de Rookmaaker que tanto repetía Schaeffer, sobre que “el arte no necesita justificación”, sino que la subcultura que se forma en torno a la “música cristiana contemporánea” en los años 80, se ha convertido en el contexto latino en un círculo comercial basado en la “música de alabanza”. Como decía Grau, el medio hispano no entendió la obra de Schaeffer. El teólogo y editor catalán duplicó la tirada de estos libros, precisamente para alcanzar América Latina, cuando se vendieron menos que ninguno otro de sus títulos. Su pensamiento sigue siendo una “asignatura pendiente” –como solía decir Grau– para el mundo evangélico de habla hispana.



Debido a su postura cesacionista, Grau no solía dar a ningún contemporáneo el calificativo de “profeta”, pero lo hizo en el caso de Schaeffer, porque veía en él un discernimiento y previsión que parecía de inspiración sobrenatural. Como mi maestro, yo también pienso que el fundador de L´Abri era un hombre de Dios que sirvió como profeta para su generación, pero vio más allá de su tiempo, a dónde conducía la revolución de los 60, que tan bien entendió. Creo que no fue sólo a pesar de sus muchos defectos y frágil humanidad, que Dios le utilizó, sino que fue precisamente por su pequeñez y vulnerabilidad, que el Señor nos mostró que Él se complace en mostrar su poder en nuestra debilidad (2 Corintios 12:9). A Dios sea la gloria, como diría él.

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