Todos somos un poco actores
Si hay algo que explica nuestra vida, es “nuestra insaciable y humillante necesidad de ser queridos, aceptados y amados”, dice Javier Cercas. En su último libro, “El Impostor”, encuentra en Enric Marco, un “espejo de lo que somos todos”. Marco no movió un dedo contra el franquismo durante cuarenta años, pero al terminar la dictadura, se convirtió en pocos meses en secretario general del tercer sindicato más importante, la anarquista CNT. Su impostura como deportado en un campo nazi dura hasta 2005. Al inventarse su biografía, pretende que la ficción le salve, “como nos pasa a todos”…
Con el tiempo, uno descubre que hay libros que uno no lee, sino que te leen a ti. Eso me pasa con los autores de la llamada “generación de los ochenta” –como Muñoz Molina, Marías, Cercas–, con los que tengo ya un vínculo afectivo, que no depende de la cuestión puntual de si te gusta un libro u otro. Es que hablan de mí, mi propia vida y la época que marcó mi educación sentimental. Los tres han entrado este año, además, en una fase cada vez más confesional, donde se muestran más desnudos y sin máscaras. Tienen la sinceridad que a menudo nos falta a nosotros, los creyentes, inmersos en un lenguaje tan espiritual, que nos aleja de la realidad de lo que somos...
Es por eso, que no puedo leer una obra como “El Impostor”, sin emocionarme. Como Chirbes, Cercas no escribe en contra de otros, sino contra sí mismo. Y eso me impresiona. La primera línea dice: “yo no quería escribir este libro”. Aunque “no sabía exactamente por qué no quería escribirlo, o sí lo sabía pero no quería reconocerlo o no me atrevía a reconocerlo; o no del todo”. El caso es que a lo largo de más de siete años se resiste a hacerlo.
De repente, al final de “Anatomía de un instante”, Cercas se pone a hablar de su padre, que acaba de morir. Nos dice que era un gran admirador de Suárez –como lo era también mi padre, por cierto, que le votó siempre–. Discutieron mucho de política en la adolescencia –como hacía yo también con mi padre–. Y antes de fallecer en su sillón, le pregunta por qué confiaba tanto en él. Su respuesta es: “porque era como nosotros”. Al final, entiende algo de él, que le permite comprender también a Suárez, después de haberle criticado durante todo el libro...
EL PERSONAJE Y LA PERSONA
Tras la muerte de su padre, Cercas entra en una depresión, por la que es incapaz de escribir nada, combatiendo a duras penas con la angustia. Se acuesta llorando y se despierta llorando. Se esconde de la gente y sufre ataques de pánico. Un día su mujer le pone un ultimátum: o pide hora con un psicoanalista, o ella solicita el divorcio. De la consulta, saca dos conclusiones. Primero, la típica de Freud, la culpa la tiene la madre. Y segundo que su vida era una farsa. Como suele ocurrir, la última le pareció más verosímil y menos socorrida, que la primera.
Antes tuvo una cena en casa de Vargas Llosa en Madrid, a la que asistió su amigo Ignacio Martínez de Pisón –el primer escritor al que entrevisté, cuando estaba en la radio pública en los años ochenta–. El Premio Nobel acababa de publicar un artículo en El País, sobre la impostura de Marco, que saludaba con ironía, su genial talento y le daba la bienvenida al gremio de los fabuladores. Vargas Llosa le dijo: “¿no te das cuenta, Javier? ¡Marco es un personaje tuyo! ¡Tienes que escribir sobre él!”. Halagado, Cercas comenta: “es como si todos fuésemos un poco impostores”. Hay un silencio y Martínez de Pisón dice: “sí, sobre todo tú”. Todos se rieron, pero él, menos. Era la primera vez que le llamaban impostor.
A partir de ese momento, sabía que no podría abandonar el libro. Lo he leído lentamente, asimilando cada página, fascinado por alguien que tiene algo de todos nosotros. “El impostor” intenta presentar a Marco en toda su complejidad. No lo justifica. Es un mentiroso, pero trata de entender por qué lo hizo. Esa es la pregunta que le interesa. “Marco se inventó una vida para sobrevivir –dice Cercas–. Eso, en mayor, o menor medida, lo hacemos todos: todos somos novelistas de nosotros mismos. Y ofrecemos a los demás una imagen que no es siempre la verdadera”.
MEDIAS VERDADES
Marco nació en un manicomio. Su madre estaba enferma. Se había separado de su marido que la maltrataba y trabajaba de empleada del hogar, hasta que embarazada, la ingresaron con un delirio persecutorio. Como todo buen mentiroso, Marco no decía cosas totalmente falsas, sino medias verdades, sino ¡nadie le creería! Así aseguraba haber nacido el 14 de abril de 1921. En realidad, era el 12, pero era la forma de comenzar sus charlas, pretendiendo que era justo diez años antes de la proclamación de la Segunda República.
Criado sin casa, ni hogar, Marco va de familia en familia. Como muchos obreros en Barcelona, entonces, su padre era anarquista. Vivía con una mujer alcohólica, que le pegaba y humillaba. Su ídolo fue su tío, un hombre de la CNT, con quien asegura haber participado en la conquista de Mallorca, un episodio de la guerra civil, por el que milicianos toman la isla, en medio de un caos total. Efectivamente, en la operación había mujeres, ancianos y niños, pero quién sabe si es verdad lo que dice Marco. Cercas nunca lo supo. Lo que encontró fue un recorte de prensa que afirma que estuvo en la Columna Durruti, aunque no es probable que estuviera en la batalla del Segre.
Vivía en una portería con su tía, mientras trabajaba de mecánico. Ella vivía con una joven madre, separada. Marco empieza una relación con la chica, que lleva a su matrimonio por la iglesia –aunque ella estaba casada, el catolicismo no reconocía su boda civil durante la República–. Es llamado a hacer el servicio militar en la Marina, cuando se va a trabajar a Alemania. La historia, como la cuenta Marco, es por supuesto, muy diferente. El pretende haber sido deportado, por sus actividades antifranquistas, nada menos que a un campo nazi, Flossenbürg, donde no había estado. Aunque estuvo en la cárcel de Kiel, acusado falsamente de “alta traición”, pero absuelto de todos los cargos. Al volver, cambia de mujer, de trabajo y de ciudad.
La realidad es que Marco ha estado siempre con la mayoría. Era anarquista, cuando la mayor parte de los jóvenes obreros de Barcelona, lo eran. Fue un soldado, cuando todos lo eran. Acepto la derrota, como la mayoría en este país. Y durante la segunda guerra mundial, se fue a Alemania, porque como todos, quería librarse del servicio militar. Vivió el franquismo, como la mayoría, creyendo que el pasado había pasado y sin rebelarse contra la dictadura. A la muerte de Franco, se hace de nuevo, anarquista, cuando estaba de moda. Y en los ochenta, se despolitiza como la mayoría. “Marco es lo que todos somos –dice Cercas–, sólo que de una forma exagerada”.
LA INDUSTRIA DE LA MEMORIA
El aspecto más criticado de Cercas, es su denuncia de lo que ha llamado “la industria de la memoria”, basado en la expresión de Finkelstein sobre “la industria del Holocausto” y la denominada “recuperación de la memoria histórica” –que hubo en nuestro país, a principios del nuevo siglo, cuando los “nietos de la guerra” exigieron saber la verdad de lo que los padres querían olvidar–. Lo que uno se da cuenta, al leer el libro, es que el autor se enfrenta también consigo mismo. Ya que su mayor éxito, “Soldados de Salamina” (2001), es también de un “nieto de la guerra” que está buscando a un fascista, salvado por un republicano, cuando descubre al republicano que salvó la vida a un fascista.
Sus reflexiones sobre el exceso de valor que se ha dado al “testimonio” del superviviente, frente a la labor del historiador, me han hecho pensar también en otros “testimonios”, los que tanto se aprecian en el mundo evangélico. ¿Quién no ha conocido personas que han ido exagerando parte de su “testimonio”, hasta resultar francamente, irreconocible? Me he criado en un submundo que se alimentaba de la cultura del “testimonio”. Muchos hablan tanto del pasado que tenían, antes de su conversión, que como dice Spurgeon, no cesan de echar flores sobre su tumba. Y la verdad se va distorsionando. El navajero se convierte en mafioso, el fumador de “porros” en drogadicto, el “ligue” ocasional, en una vida de mujeriego y la interesada en el ocultismo, en una bruja. Todo algo enfermizo, la verdad.
De vez en cuando, escuchamos noticias de cómo algunos de esos testimonios se desmontan. La que había sido “reina de las brujas” (Doreen Irvine) y el que decía ser “sumo sacerdote satanista” (Mike Warnke), hablando de conspiraciones ocultas al estilo de los Illuminati, perversiones sexuales y sacrificios de niños, no eran más que jóvenes confusos, sin hogar, que mostraron interés por el ocultismo, pero no recibieron la atención de otros, hasta que llegaron al mundo evangélico. El niño parapléjico que decía haber visitado el cielo (Alex Malarkey), al llegar a la adolescencia, nos cuenta que había mentido y es mejor que leamos la Biblia, que su libro. Y el ruso que decía haber perseguido cristianos con la KGB, antes de su conversión (Sergei Kourdakov), no era más que un pobre huérfano que se había inventado una historia que resultaba útil para hablar de la Iglesia perseguida.
ENCRUCIJADA MORAL
En “El impostor”, Cercas se debate en una encrucijada moral, entre el rechazo a alguien que ha utilizado el Holocausto para medrar y una empatía por la debilidad humana, que esconden nuestros engaños. La historia de Marco no sólo termina siendo un espejo de la España contemporánea, que habla de las mentiras de la Transición, sino algo del carácter español que desentraña su analogía con el Quijote. Alonso Quijano no es más que un hidalgo que al cumplir cincuenta años –como yo, hace poco–, se propone reinventar su vida. Como Cercas repite una y otra vez, “necesitamos la ficción para seguir viviendo, pero al final hay que afrontar la verdad”.
Hay muchas verdades. El problema del mentiroso es que acaba creyendo sus propias historias, hasta el punto de que ya no puede distinguir entre la verdad y la ficción. Por eso, resulta tan convincente. Siempre me ha llamado la atención, la expresión de Schaeffer, “la verdadera verdad”. La Historia demuestra que el esceptismo es fruto de un exceso de racionalismo. La verdad última es teológica, no filosófica. Cuando el cristianismo reconoce que Jesús es la Verdad (Juan 14:6), relativa al relativizador y busca la trascendencia de ese Dios infinito que se revela en lo personal.
La apologética final, como nos enseñó Schaeffer, se encuentra en el amor que mostramos por una persona. La claridad sin compasión, de nada sirve. Es el amor de Dios, el que nos convence de la verdad de Cristo Jesús. Ahora bien, si somos cristianos, la verdad nos importa, ¿por qué mentimos, entonces?
Para vivir, tenemos que poder confiar en otros. Necesitamos ser sinceros con nosotros mismos y los demás. El problema es que la verdad puede ser también fría, dura, cruel y despiadada. Decía T. S. Eliot, que “el ser humano no puede soportar mucha realidad”. Necesitamos la verdad para vivir, pero un poco de mentira, la hace más tolerable. El mandamiento sobre “no dar falso testimonio” (Éxodo 20:16) nos hablar del valor del nombre de una persona, su palabra y el valor de la verdad misma.
Lutero dice que no debemos confundir la mentira con la prudencia. No podemos basar nuestras acciones en la sospecha, pero tampoco podemos caer en la credulidad. Cercas se pregunta una y otra vez, si la ficción nos salva, pero descubre que “al final solo la realidad nos puede salvar”. Ahora bien, ¿cuál es esa verdad? El Evangelio nos revela que la única salvación está en la Verdad que es Cristo Jesús. Si nos refugiamos en Él, nuestros engaños, errores, hipocresías, mentiras, chismes y calumnias, no prevalecerán en contra nuestra, sino que “recibiremos la justicia de Dios” (2 Corintios 5:21). ¡Esta es nuestra única esperanza!