Lo que no decimos y callamos


¿Qué pasaría si siempre dijéramos los que pensamos? Francamente, la vida sería un infierno. La literatura tiene esa capacidad para introducirse en nuestra mente y desvelar nuestros pensamientos. Lo que la mayoría encuentra reiterativo en autores como Javier Marías, hace que algunos nos reconozcamos en las vueltas y revueltas que da nuestra cabeza, lo que no decimos y callamos…

La literatura y el periodismo han tenido siempre una extraña relación. Hay escritores como Antonio Muñoz Molina que hacen que compre en papel El País, para poder sentir en mis manos el placer de leer la letra impresa de sus artículos cada sábado en el suplemento cultural de Babelia. Otros como Javier Marías, sin embargo, muestra su lado cascarrabias cada domingo en El País Semanal, que evito leer para poder seguir admirando su literatura.

La mayor parte de la gente que conozco no aguanta una obra de Marías. Les resultan incomprensibles sus obsesiones e insufrible la reiteración de los pensamientos de sus personajes. Yo no sé por qué, pero tengo una extraña debilidad por él. Basta que abra la primera página de un libro como “Berta Isla” y no puedo dejar de leerlo…



Esta historia de amor y espionaje habla de los secretos, como suele ser habitual en Marías, aquello que no decimos y callamos. En esta ocasión trasladado a la vivencia interior de un matrimonio donde los esposos resultan unos extraños, el uno para el otro. Muestra la opacidad por la que nunca podemos estar seguros de lo que el otro piensa y quién realmente es.

La Biblia nos enseña que sólo el Autor de la vida nos conoce mejor que nos conocemos a nosotros mismos. A Él no le podemos engañar. Sabe la realidad de nuestra vida. Y es por eso que sólo El puede juzgarnos justamente. Algunos creyentes, sin embargo, piensan que tienen el absurdo cometido de discernir quiénes podrán pasar ese juicio, según los frutos y evidencias que ellos creen poder ver por su mera apariencia externa. Ciertamente la ignorancia es atrevida. Necesitamos ser más humildes y reconocer que “el Señor conoce a los suyos” (2 Timoteo 2:19).

EL PESO DE LA FAMILIA
El primer escritor que entrevisté en la radio fue Ignacio Martínez de Pisón (Zaragoza, 1960). Antes había publicado en una revista conversaciones con autores como Alfonso Grosso o Jesús Fernández Santos. Entonces estaba todavía en el colegio. Era un adolescente apasionado por la literatura, pero sin la capacidad para percibir la ternura y la psicología de una mirada tan perspicaz como la de Martínez de Pisón.

El autor de “Derecho natural” (2017) vivía entonces en Barcelona. Eran principios de los 80. Su libro nos lleva a comienzos de los 60 y acaba a finales de siglo. Se centra en una familia, como la mayoría de sus novelas. Cada uno de los miembros tiene una historia personal que le acerca y aleja de los demás. Son relaciones en conflicto que oscilan entre el fatalismo de la derrota y la necesidad de huir.

El padre, Ángel, es un personaje ambicioso y fantasioso, cuyos sueños de enriquecerse acaban siempre fracasando. Actor secundario en “spaghetti-westerns”, guionista frustrado, representante de jóvenes talentos y hasta político, es conocido por imitar a un cantante que sólo los mayores reconocerán, Demis Roussos. Pícaro y falso, nos recuerda al padre de “Carreteras secundarias” (1996). Es alguien histriónico, vulgar y egoísta. Su sentimentalismo inútil resulta algo patético. Su único logro en la vida de hecho, fue aparecer en el programa de televisión de José María Iñigo, Estudio Abierto.



La esposa, Luisa, es a la vez víctima y rebelde, pero la atención se centra sobre todo en el hijo mayor, que se llama como el padre. Ángel estudia Derecho. El título hace referencia a la asignatura del primer curso que constituía la filosofía de derecho en una sociedad católica como la franquista. Lo que pasa es que estamos ya en la Transición. La novela hace referencia a la Constitución del 78, la ley del divorcio, el golpe de estado del 23-F y la Movida madrileña.

Los que nacimos en los años 60, como el autor, vivimos el cambio al que se enfrentaron nuestros padres, a diferencia de los abuelos, que pertenecían a otra España. Los criados en el franquismo vivieron la quiebra de todo el edificio sobre el que se asentaba la tradición familiar. Mi generación es la del hijo que se enfrenta al problema de la droga con su novia Irene y los años locos de la Movida.

Es una historia sobre la complejidad de la vida, que “cambia el sentido del relato, depende de dónde le pongas fin”, porque “¿cómo se resume una vida?”. El libro nos muestra que todo intento de dar sentido a la realidad presente –“debajo del sol”, como diría Eclesiastés–, se enfrenta a la falta de perspectiva que sólo nos da la eternidad.

Nuestro discernimiento de la Providencia no deja de ser algo tentativo y falible, incluso cuando miremos de modo retrospectivo atrás, al final de nuestra vida. Es el fracaso de la teología natural que pretender leer la Providencia como la Revelación. Sólo un día veremos las cosas cómo realmente son. Hasta entonces miramos como en un espejo, oscuramente…

CUESTIÓN DE PERSPECTIVA
Tras siete años de silencio, regresa el escritor neoyorquino Paul Auster a la novela, para darnos cuatro versiones de la vida de un chico judío como él, nacido en Newark en 1947. Seguimos su vida desde la infancia hasta su juventud, en relación con su familia, los amigos, los estudios, el deporte, el sexo y la política. Lo curioso es que como dice el título del libro, “4 3 2 1” (2017), hay cuatro versiones de cada episodio.

Antes de escribirlo, el autor de Brooklyn hizo dos libros autobiográficos que le devolvieron a la infancia. Como ocurre a veces en la vida, empiezan a aflorar los recuerdos y vuelves al territorio desdibujado de esa memoria oculta que guardamos en nuestra memoria, pero no queremos revisitar. Y como Auster, nos asombramos de lo mucho que hemos olvidado.

Como en todas sus historias, juega un papel predominante tanto el azar como la muerte, que “acecha entre nosotros y puede golpear en cualquier momento”. Así con 14 años está en un campamento cuando una tormenta de verano le sorprende junto a sus compañeros en un bosque. Intentan buscar refugio en un claro, para el que sólo pueden llegar pasando a través de una alambrada, cuando el chico que va antes que él, le cae un rayo encima y le electrocuta.



La tragedia hizo que su padre tuviera que vivir con el asesinato del abuelo del escritor en la cocina de su casa, a manos de su propia esposa, cuando el padre de Auster tenía siete años. Es un libro lleno de referencias autobiográficas, que ha querido publicar cuando cumplía 70, pero empezó a los 66, la edad que tenía su padre cuando murió. El autor ha vivido durante mucho tiempo con el fantasma de la muerte súbita. Venimos a este mundo con fecha de caducidad. El problema es que no sabemos cuándo es.

LA TRAGEDÍA DE LA VIDA
David Trueba (Madrid, 1969) narra en su última novela, “Tierra de campos” (2017), los conflictos emocionales de un músico de la Movida madrileña que vuelve a su pueblo para el entierro de su padre. Dani va en el coche fúnebre que lleva un ecuatoriano llamado Jairo. Sus conversaciones no son tan interesantes, como los recuerdos de infancia y adolescencia, así como de sus relaciones, especialmente con Oliva.

La vida del grupo de Dani está marcada por el problema de la droga, que trajo la tragedia a Gus y tantos músicos de los 80. La novela muestra el lado oscuro de la Movida. Es un ajuste de cuentas con la vida. Se enfrenta al conflicto con el padre y la muerte temprana de la madre con Alzheimer. A los que se une la historia de culpabilidad por sus infidelidades y la vanidad del espectáculo. Nos muestra cómo somos “visionarios y ciegos al mismo tiempo”.



Como suele ocurrir en la ficción, el viaje es más interior que un recorrido por las tierras castellanas. Hay contradicciones y reproches, melancolía y autoengaño. Se nota el paso del tiempo y la cercanía de la muerte. Nos hacemos viejos y “uno muere a plazos, en contra de lo que pensamos”.

La vuelta a donde venimos, para saber quiénes somos, así como la búsqueda del padre y la madre perdidos, son motivos recurrentes y dolorosos que a muchos nos conmueven. Los secretos guardados en el tiempo y la fuerza arrebatadora del deseo conforman nuestra biografía sentimental. La experiencia de una vida sin arraigo, los hondos surcos que deja el amor y el desamor, nos llenan de esa melancolía que a veces nos inunda.

“Éramos lo que hacíamos”, dice Dani. Así pasa la vida sin darnos cuenta. No podemos huir del pasado, porque “está posado sobre nosotros, como el polvo de los muebles”. Son libros que dan testimonio no sólo de una vida, sino de toda una generación que ha vivido sin rumbo, ni dirección, donde la identidad es un proyecto en marcha.

EL AMOR DEL PADRE
Dice Lorenzo Silva dice que el libro que más le ha impresionado este año es el que ha inspirado muchas de las grandes películas sobre la búsqueda del hijo perdido, “Centauros del desierto” (1954). Escrito por Alan Le May, se llama en inglés “Los buscadores”, como la película de Ford. Lo ha publicado este año en castellano, Valdemar.

La novela está basada en un suceso real ocurrido en el Oeste, sobre un tío que busca a una sobrina perdida, interpretado por John Wayne. Secuestrada por los comanches, este veterano de la guerra civil americana y la revolución mexicana, se enfrenta a sus propios fantasmas en un conflicto que inspira el personaje de Travis en “Taxi Driver” (1977) de Scorsese, el veterano de la guerra del Vietnam encarnado por Robert De Niro, que se propone redimir a la adolescente prostituta que hace Jodie Foster.

El guionista de “Taxi Driver”, Paul Schrader fue otro estudiante de teología, como Scorsese, que obsesionado por esta historia, vuelve al lugar donde nació, Grand Rapids, para mostrar en un personaje como el padre que encarna George Scott, alguien como su propio progenitor. Este anciano de una iglesia reformada pierde a su hija en una reunión de jóvenes calvinistas. Su búsqueda en “Hardcore, un mundo oculto” (1979) nos introduce en el mundo del porno como escenario de la búsqueda de redención de alguien que no quiere ser salvado.

Otro director de los 70 obsesionado por “Centauros del desierto”, es Steven Spielberg. La vio una docena de veces, mientras hacía “Encuentros en la tercera fase” (1977). Sus historias sobre niños perdidos llenan su filmografía en un mundo de orfandad que refleja la generación del divorcio, que él mismo vivió. El libro de Federico Alba, “El cine fantástico de Spielberg: Padres ausentes, niños perdidos” (2017), muestra la clave para interpretar su cine, como reflejo de una época que ha dejado una juventud huérfana de cariño y dirección.

Descubrir el amor de Dios como Padre nos libra del miedo, la desconfianza y la sospecha de sentirnos abandonados. Por la fe, somos hijos de Dios, no simples siervos. Debemos vivir como tales, no en la esclavitud del miedo, sino en la libertad del hijo (Gálatas 4:4-7). No podemos ganar su amor, porque no hay nada que hagamos que pueda hacer que nos ame más, o menos de lo que lo ha hecho ya, en Cristo Jesús.

El Padre ha vivido la perdida de su Hijo, para que confiando en Él, seamos salvos. El que en Él cree, no se perderá jamás. Estamos seguros en su amor. Un hijo es un hijo, aunque nos avergüence. Y si lo dudas, “¡mira cual amor te ha dado el Padre!, para que seas llamado hijo de Dios” (1 Juan 3:1-2). Si no te lo parece, ¡un día lo verás!

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