El judío que compuso la sinfonía a la Reforma
Ahora que tanto se habla del antisemitismo de Lutero, choca que el compositor de la sinfonía a la Reforma, fuera el judío Mendelssohn (1809-1847). La escribió para el aniversario de la Confesión de Ausburgo en 1830. Aunque era judío, el músico se convirtió al cristianismo, llegando a ser uno de los principales compositores protestantes. Recuperó “La Pasión según San Mateo” de Bach y su fe evangélica le llevó a hacer un oratorio sobre Pablo, usando solamente el texto bíblico, así como otro sobre Elías.
Hace algunos años un escritor checo llamado Jiri Weil escribió una novela titulada “Mendelssohn en el tejado”. Durante la ocupación nazi de Praga, un oficial de las SS recibe órdenes de quitar la estatua de este músico del techo de una sala de conciertos. El problema es que el tejado estaba lleno de figuras de diferentes compositores, y no tenían nombres para identificarlas. El oficial nazi recordó lo que le enseñaron en su curso de “ciencia racial” sobre que los judíos tenían grandes narices. Quitó entonces la estatua más nariguda que había, pero resultó ser la del propio Wagner, quien mantenía que por muy luterano que Mendelssohn fuera, al fin y al cabo era judío. Por lo que su música fue prohibida por los nazis...
JUDÍO CONVERTIDO
Como Mozart, Mendelssohn era un niño prodigio. Hizo su primera actuación pública como pianista cuando tenía nueve años, empezando a escribir música el año siguiente. Educado por su madre en una cultura exquisita y refinada, dominaba el latín y el griego, además de pintar y dibujar muy bien. Era un buen deportista, pero destacaba sobre todo por su talento para la música. Tocaba como un maestro del piano y el órgano, pero era también un excelente intérprete de violín y viola. A los dieciséis años escribe su encantadora obertura al “Sueño de una noche de verano” de Shakespeare. Algunos piensan que nunca superó la genialidad de esta obra romántica.
Su familia se traslada a Berlín en 1812, donde Félix estudia con Carl Zelter, un hombre vinculado a la familia Bach, que le presenta al anciano Goethe. El joven estaba muy unido desde pequeño a su hermana Fanny, conocida pianista y compositora, que publicó varias de sus obras bajo el nombre de Félix. Mientras tanto estudiaba en la Universidad de Berlín estética con Hegel, además de geografía e historia. Su memoria era tan impresionante que cuentan que cuando interpretó su obertura al “Sueño de una noche de verano” en Inglaterra, se dejó la partitura en un coche, pero se sentó y reescribió toda la obra inmediatamente.
A los doce años estudia ya La Pasión según San Mateo de Bach en la Biblioteca Real de Berlín, donde se conservaba un manuscrito. Su madre le regala una copia para su cumpleaños, hecha especialmente para él, ya que no había sido todavía publicada. Ocho años después la presenta en Berlín, como uno de los más grandes acontecimientos de la historia de la música. La obra se volverá a representar el cumpleaños de Bach, el 21 de marzo de 1829, llegando a ser un famoso director a los veinte años.
LA ALEGRÍA DE VIVIR
“Es un alivio encontrar un músico que fuera realmente feliz la mayor parte de su vida” –dice Siegmund Spaeth–, “aunque ésta fuera tan corta” como la de Mendelssohn. La mayor parte de los grandes compositores tienen un carácter francamente irritante. No es éste el caso de Mendelssohn. Según todos los testimonios, era un hombre modesto y de carácter alegre – como su nombre indica –, aunque algo nervioso.
Se casó con la hija de un pastor protestante francés, Cecile Jeanrenaud, con la que tuvo cinco hijos. Ella era más bien reservada, mientras que él era extrovertido, pero se entendían bien. Ella pintaba, mientras él hacía música. Su pasión sin embargo era tal que a veces estaba tan excitado que sufría colapsos, como el que provocó su muerte, a los 38 años, muriendo poco después su esposa. Estuvieron casados sólo diez años.
Muchos se han preguntado de dónde provenía la energía vital que llenaba a Mendelssohn de esa extraña alegría de vivir. Para él, “la Biblia era lo mejor de todo”. Así lo declaró cuando hizo su oratorio sobre Pablo, basado en el texto bíblico y las corales de Bach. Amaba tanto las Escrituras, que sus palabras resuenan con un poder tal – en esta obra y la que hizo sobre Elías –, que muchos comparan su interpretación con un acto de culto y adoración pública. Su música es una verdadera celebración de la fe.
Su cantante preferida era la soprano sueca Jenny Lind, que conoció en 1844. Para ella escribió algunas de sus obras, pero ella se retiró cuando estaba en la cumbre de su carrera. El biógrafo de Mendelssohn, Philip Radcliffe, cuenta que un amigo le preguntó por qué abandonaba la música, precisamente en este momento. Su respuesta fue: “¿Qué otra cosa puedo hacer, si cada día me hace pensar menos en la Biblia?”
CASTILLO FUERTE
Mendelssohn es famoso por su marcha nupcial, unas pequeñas e íntimas piezas para piano conocidas como “Romances sin palabras”, su popular “Concierto para violín en mi menor” (grabado por Anna Sophie Mutter para Deutsche Grammophon en ocasión de su bicentenario) y sus sinfonías “Escocesa” e “Italiana”. Los protestantes le recordamos sin embargo especialmente por la obra que escribió en conmemoración de los 300 años de la Confesión de Augsburgo. Su “Sinfonía de la Reforma” acaba con el himno de Lutero, “Castillo fuerte es nuestro Dios”, basado en las palabras del Salmo 46, que acaba con esta gloriosa declaración del reformador:
Sin destruirla dejarán,
aún mal de su agrado,
esta Palabra del Señor;
Él lucha a nuestro lado.
Que lleven con furor
los bienes, vida, honor,
los hijos, la mujer,
todo ha de perecer.
De Dios el Reino queda
Sobre su tumba hay una gran cruz blanca en el cementerio de la Trinidad en Berlín-Kreuzberg. En la Iglesia Evangélica Paulina seiscientas voces cantaron a “Cristo y la Resurrección”. Tras varios ataques, Félix dejaba este mundo, seis meses después de su hermana Fanny – que sufría como sus padres y sus abuelos de apoplejía –. Sus últimos años tuvo mala salud, problemas nerviosos y demasiado trabajo, pero se mantuvo sin embargo en su fe hasta el final.
Aunque para los nazis, no era más que un judío, al que quitar su estatua en Leipzig y expulsar sus descendientes, no pudieron destruir esa Palabra, que le dio fuerzas y alegría para vivir. Cerraron el negocio familiar, demolieron su figura, pero a pesar de su furor, aunque “todo haya de perecer, de Dios el Reino queda”.