Algo para leer, ver y escuchar


Al llegar estas fechas, vuelven las listas de todos los años, que intentan resumir el tiempo que ha pasado. En cultura, tanto críticos como aficionados eligen tres, diez, o hasta cincuenta libros, películas, discos y representaciones, que consideran mejores que otras. Esta vez, me he puesto el desafío de destacar una sola obra de literatura, cine, música y teatro, que considere la vida, a la luz de las últimas preguntas, que son las que realmente importan…

UN LIBRO

Si hay algo que explica nuestra vida, es “nuestra insaciable y humillante necesidad de ser queridos, aceptados y amados”, dice Javier Cercas. En su último libro, “El Impostor”, encuentra en Enric Marco, un “espejo de lo que somos todos”. Marco no movió un dedo contra el franquismo durante cuarenta años, pero al terminar la dictadura, se convirtió en pocos meses en secretario general del tercer sindicato más importante, la anarquista CNT. Su impostura como deportado en un campo nazi dura hasta 2005. Al inventarse su biografía, pretende que la ficción le salve, “como nos pasa a todos”…

Con el tiempo, uno descubre que hay libros que uno no lee, sino que te leen a ti. Eso me pasa con los autores de la llamada “generación de los ochenta” –como Muñoz Molina, Marías, Cercas–, con los que tengo ya un vínculo afectivo, que no depende de la cuestión puntual de si te gusta un libro u otro. Es que hablan de mí, mi propia vida y la época que marcó mi educación sentimental. Los tres han entrado este año, además, en una fase cada vez más confesional, donde se muestran más desnudos y sin máscaras. Tienen la sinceridad que a menudo nos falta a nosotros, los creyentes, inmersos en un lenguaje tan espiritual, que nos aleja de la realidad de lo que somos...

En “El impostor”, Cercas se debate en una encrucijada moral, entre el rechazo a alguien que ha utilizado el Holocausto para medrar y una empatía por la debilidad humana, que esconden nuestros engaños. Como Cercas repite una y otra vez, “necesitamos la ficción para seguir viviendo, pero al final hay que afrontar la verdad”.

Hay muchas verdades. El problema del mentiroso es que acaba creyendo sus propias historias, hasta el punto de que ya no puede distinguir entre la verdad y la ficción. Por eso, resulta tan convincente. Siempre me ha llamado la atención, la expresión de Schaeffer, “la verdadera verdad”. La verdad última es teológica, no filosófica. Cuando el cristianismo reconoce que Jesús es la Verdad (Juan 14:6), relativa al relativizador y busca la trascendencia de ese Dios infinito que se revela en lo personal.

Para vivir, tenemos que poder confiar en otros. Necesitamos ser sinceros con nosotros mismos y los demás. El problema es que la verdad puede ser también fría, dura, cruel y despiadada. Decía T. S. Eliot, que “el ser humano no puede soportar mucha realidad”. Necesitamos la verdad para vivir, pero un poco de mentira, la hace más tolerable. El mandamiento sobre “no dar falso testimonio” (Éxodo 20:16) nos hablar del valor del nombre de una persona, su palabra y el valor de la verdad misma.

Cercas se pregunta una y otra vez, si la ficción nos salva, pero descubre que “al final solo la realidad nos puede salvar”. Ahora bien, ¿cuál es esa verdad? El Evangelio nos revela que la única salvación está en la Verdad que es Cristo Jesús. Si nos refugiamos en Él, nuestros engaños, errores, hipocresías, mentiras, chismes y calumnias, no prevalecerán en contra nuestra, sino que “recibiremos la justicia de Dios” (2 Corintios 5:21). ¡Esta es nuestra única esperanza!

UNA PELÍCULA
Finalmente, sólo hay dos formas de ver el universo: o bien es resultado de un accidente, producido por un azar impersonal, o nace de una relación de amor, que nos revela a un Dios personal. La búsqueda de la explicación de la realidad que hay detrás de todo, ha llenado la vida de Stephen Hawking. “¿Qué adora un cosmólogo?”, le pregunta el personaje de su esposa (Felicity Jones) en “La teoría del todo”, a su futuro esposo. “En una sola y unificadora ecuación, que explique todo el universo”, le contesta Eddie Redmayne, cuando el científico no tenía todavía la voz digital, que conocemos ahora.



La preciosa película que ha dirigido James Marsh –autor de dos maravillosos documentales, "Man On Wire" y "Proyecto Nim"–, cuenta con extraordinaria sensibilidad el papel de la fe y la enfermedad, en el matrimonio de Hawking. No rehúye aspectos oscuros, pero los sugiere con delicadeza. La interpretación de Redmayne es espectacular.

“La teoría del todo” no es una película acerca de la ciencia, sino sobre la fragilidad de la vida. Al tratar sobre un científico, que han utilizado mucho los ateos, sorprende que se hable tanto de Dios. La explicación es que esta no es la historia de Hawking, sino de su matrimonio. Ya que el film de Marsh se basa en las memorias de su primera esposa, Jane. Es el segundo libro que escribe. Se llama “Hacia el infinito” y lo ha publicado ahora, la editorial Lumen en Barcelona.

En este segundo libro, hay menos amargura por el abandono, ya que Stephen se ha divorciado de su segunda esposa, la enfermera que ha sido acusada de malos tratos. Ni la película, ni el libro, sugieren que las diferencias del matrimonio sobre la fe, fueran las causas del abandono de su marido –como algunos han dicho–. Jane es honesta, en este sentido. Y no se cree el papel de heroína de la fe, que algunos le atribuyen.

Lo cierto, es que Hawking se vuelve cada vez más ateo, tras dejar a Jane. No hay duda que al principio, hablaba de Dios en sus libros, aunque no fuera creyente. Lo curioso es que para ella, la misma enfermedad que fortalece la fe de Jane, explica el ateísmo de Stephen. Jane dice: “yo entendí las razones del ateismo de Stephen, porque sí a la edad de 21 años a una persona se le diagnostica una enfermedad tan terrible, ¿va a creer en un Dios bueno? Yo creo que no. Pero yo necesitaba mi fe, porque me dio el apoyo y el consuelo necesarios para poder continuar. Sin mi fe no habría tenido nada, pero gracias a la fe, siempre creí que iba a superar todos los problemas”.

Es la paradoja de la vida misma. Lo que a algunos, les hace perder a la fe, a otros, les afianza en ella. ¿Cómo es esto posible? Si la fe se basara en meras circunstancias, no tendría explicación. Lo que sostiene a Jane, es su confianza en Dios “a través de la oscuridad, el dolor y el miedo”. A ella, le sorprende por eso, que Stephen diga que “el milagro no es compatible con la ciencia”. Porque para ella, su vida, es un verdadero milagro.

UN DISCO
Madre, no hay más que una. En su último disco, Sufjan Stevens explora la perdida de la suya, de una forma emocionalmente devastadora. Ella le dejó, cuando tenía un año. Se había convertido en una alcohólica y drogadicta, esquizofrénica –hoy dirían bipolar–, que sufría de serias depresiones. Se volvió a casar con su novio del instituto, “Carrie & Lowell”, cuando él tenía cinco años, pero enseguida, se separaron, teniendo él, seis o siete. Así que Stevens creció con sus cinco hermanos, en casa de su padre y su madrastra. Se reencontró con su madre, antes de que muriera de cáncer en el año 2012.



Stevens tuvo una educación cristiana. Fue a la Escuela Cristiana Luz del Puerto de Petoskey y estudió en una universidad vinculada a la poderosa tradición reformada holandesa de Michigan (EE.UU.). Su fe cristiana ha influenciado su música, a lo largo de estos quince años, pero no siempre aparece de forma explicita en sus canciones. Hace una obra personal e íntima, marcada por el dolor. Tiene una melancolía que recuerda los primeros discos de Elliott Smith y las baladas más tiernas de Paul Simon. Como auténtico artista, es mejor haciendo preguntas, que dando respuestas.

Los cristianos empezaron a prestar atención a Stevens, cuando publicó su disco del año 2004, “Siete cisnes” (Seven Swans) –aunque en el álbum anterior (Michigan), ya había escrito una canción a su amigo, el pastor presbiteriano Vito Aiuto–. Tenía temas informados por la Biblia –sobre Abraham e Isaac, o la Transfiguración–, con un espíritu devocional, que se expresaba en adoración con canciones como “Estar solo contigo” (To Be Alone With You).

Lo que no significa que sea un músico evangélico. Aunque ha actuado muchas veces en la Universidad Calvino de la Iglesia Cristiana Reformada, Stevens asiste a una iglesia anglo-católica –o sea la rama del anglicanismo, que rechaza el liberalismo de la iglesia episcopal norteamericana–. “No es tanto que la fe nos influencie, sino que vive en nosotros –dice Stevens–. En toda circunstancia, sea dando un discurso, como atándose los cordones de los zapatos, vivo, me muevo y soy. Esto me libra del siempre vergonzoso esfuerzo de gratificar a Dios y a la Iglesia, imponiendo un contenido religioso en todo lo que haga.”

El Evangelio no juega un pequeño papel en la vida personal y cultural. Tiene que ver con toda la experiencia humana, “la totalidad de la vida”, de la que hablaba Schaeffer. Stevens no trata temas religiosos. Alguno dirá, “bueno, hay temas cristianos”. La pregunta entonces, es si el dolor del que habla este disco, es un “tema cristiano”, o no. Obviamente, no es la temática de la que hablan la mayor parte de los actuales “salmistas” –a diferencia de los que están en la Biblia–. Es por eso, que atrae a cualquier tipo de oyente, sean cuáles sean, sus creencias. Son cuestiones humanas, que a todos nos interesan.

La generalmente alegre, música de alabanza y la sacarina positiva de las películas evangélicas, no hace justicia al Evangelio, al presentar un mundo, donde los creyentes son siempre felices. La humillación, el dolor, la vergüenza y la lucha de Cristo en la cruz, no puede ser evitada.

UNA OBRA DE TEATRO
Este año hemos podido asistir en el teatro, a un insólito diálogo en el despacho de Freud en Londres, poco antes de su muerte. En la obra del neoyorquino Mark St. Germain, “La sesión final de Freud”, el padre del psicoánalisis –conocido por su ateísmo–, invita al profesor de Oxford, C. S. Lewis –convertido al cristianismo–, para hablar de cómo un hombre inteligente puede creer en Dios...



Su encuentro imaginario, el mismo día en que el Reino Unido entró en la segunda guerra mundial, el 3 de septiembre de 1939, vendría motivado por las referencias irónicas a Freud, en "El Regreso del Peregrino". La humanidad de los personajes y la honestidad de su conversación, hacen de esta reunión, un momento memorable. Hay una humanidad y compasión en el encuentro, que hace que uno sienta simpatía por ambos.

No he visto nunca exponer con tanta claridad las ideas apologéticas de Lewis, como en esta obra que ha traído la inglesa Tamzin Townshend de Buenos Aires –donde ha sido dirigida con gran éxito, por Daniel Veronese–. Su compasión por un Freud, enfermo de cáncer, va unida a una lucidez tal, que hace una de las presentaciones más brillantes de la fe cristiana, que he visto sobre un escenario. Lo maravilloso de la obra es que presenta los argumentos de la fe, sin que resulten amenazadores.

Como Lewis le muestra, los argumentos que niegan la existencia de Dios, son totalmente reversibles. Si el creyente creyera que hay un Dios, porque quisiera tener un “padre en el cielo” que cuida de él, lo mismo se podía decir del no creyente que no quiere tener un padre que le juzgue y controle. Su liberación del padre no sólo puede ser la razón de la religión, sino también del ateísmo. El problema del no creyente, no es intelectual, sino moral. No es que no podamos creer en Dios, ¡es que no nos conviene!

“El deseo de que no haya Dios, puede ser tan poderoso como la fe en que sí, exista”, observa Lewis: “incluso me atrevería a decir que la elección de no creer, puede ser la mayor evidencia de su misma existencia, puesto que uno tiene que ser consciente de aquello que está negando”.

Si el autor de “Sorprendido por la alegría” se considera “el converso más reacio de toda Inglaterra”, es porque “nada odiaba tanto como que me dijeran lo que tenía que hacer”. Es de ahí, de donde viene “la maravillosa atracción del ateísmo: satisface mi deseo que me dejaran en paz”. El Dios de la Biblia es un entrometido.

Las últimas palabras de Lewis, me conmueven profundamente. Después de disculparse, si le ha decepcionado, le dice, citando uno de sus escritos: “mi idea de Dios se transforma constantemente. El mismo la hace añicos, una y otra vez. Incluso así, siento que el mundo está lleno de su presencia. Está en todas partes, de incógnito. Y su misterio es muy difícil de descifrar…” Ya que como decía Barth, “cuando hablamos de Dios, no olvidemos que los que hablamos, somos nosotros”.

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