La mirada solitaria de Wim Wenders


El festival de cine de Berlín ha rendido este año un gran homenaje al director alemán Wim Wenders, a sus casi setenta años. Le han concedido el oso honorífico por toda su carrera, en un acto presidido por el director brasileño Walter Salles, donde se proyectó una de sus grandes películas, “El amigo americano”. Pocos cineastas como él, han plasmado la soledad del ser humano, su sentimiento de abandono y enorme fragilidad, que hace vagar a sus personajes en busca de la redención de un padre ausente.

Wim Wenders nació en Düsselforf en 1945, tan sólo tres meses después del fin de la guerra. Su padre era cirujano, y la familia viajaba de una ciudad a otra, al trasladarse de un hospital a otro. Su primera obsesión fueron los libros. “Leía como mínimo, uno o dos al día, sobre todo de noche”. Le gustaba escribir e inventar historias, y tenía una especial fascinación por los cómics.



Wenders estudia medicina y filosofía, pero se marcha a París, a mediados de los sesenta, para hacer Bellas Artes. Su intención era ser pintor. Sin embargo, sus continuas visitas a la filmoteca, le hicieron descubrir el cine clásico americano, a la vez que muchos otros jóvenes directores franceses. Se hace estudiante de la primera promoción de la escuela de cine, que se funda en Munich en 1967. Como sus colegas franceses, se dedica a la crítica en publicaciones especializadas, a la vez que hace sus primeros cortometrajes.

La carrera de este director se parece por lo tanto, a la de muchos otros realizadores europeos, en su formación académica y deseos de renovación del cine, a partir del redescubrimiento de los clásicos, sobre todo de la llamada serie negra americana de los años cuarenta. Sus relatos existencialistas se suelen desarrollar en un ambiente de carretera, con el fondo musical de una época marcada por la cultura rock, y lo que Wenders ha llamado “la colonización americana del subconsciente” –una de las frases más famosas de uno de los personajes de En el curso del tiempo (1975) –.

INQUIETUDES ESPIRITUALES
Su interés por temas trascendentales le lleva a buscar cada vez más lo que un teórico de la Escuela de Frankfurt, Siegfried Kracauer, llamaba “la redención de la realidad física”. Hace suya esa perspectiva del cine, que explica el propio Wenders –citando a Kracauer– en una entrevista en 1988: “Actualmente el camino parte de lo físico, para conseguir a través de él llegar a lo espiritual”. Pero ¿qué tipo de espiritualidad es esa?

Su formación católico-romana hizo que cuando tenía quince años quisiera dedicar su vida al sacerdocio. “Era muy religioso –dice Wenders– muy creyente”. Pero “después, hacia los veinte, ese aspecto se difuminó”. Ya que “los estudios de filosofía relegaron bastante mis preocupaciones de carácter religioso”, porque “los filósofos que me interesaban eran ateos y existencialistas”. Pero “nunca llegué a creer que el ser humano pudiera existir sin Dios”, dice en una entrevista, el año 94.

“En los años sesenta me hice psicoanalizar –cuenta–, supongo que intentando despejar mis dudas y buscando otras opciones. Después me volví radical de izquierdas, lo que no deja de ser incompatible con lo religioso, hasta que me interesé por las religiones orientales”. Pero luego, asegura el director, “me di cuenta que todas estas religiones, incluyendo el budismo, no daban respuestas a mis preguntas”. ¿Dónde está ahora, Wenders? Dice: “He vuelto a la religiosidad que abandoné en mi juventud, aunque ahora soy protestante”, advierte.

EL AMIGO AMERICANO

El amigo americano” (1977), la película que han escogido para su homenaje, nace de un relato de Patricia Highsmith, sobre la inmoralidad criminal de su extraño personaje Tom Ripley. No se parece a ninguna otra adaptación de su obra, ya que esta historia no es más que un pretexto para que el autor hable de sus propias inquietudes existenciales. El film muestra desde sus primeros fotogramas, la complejidad de la vida, con todos sus temores y miserias. En ella, la angustia, el pesimismo y el desconcierto nos invaden, en medio de un escenario crepuscular y nocturno, que hace exclamar a Ripley que “lo único que hay que temer es el miedo”.

La muerte que amenaza desde al principio a Jonathan, el enmarcador de cuadros enfermo de leucemia –interpretado por el impresionante actor suizo Bruno Ganz, que ha hecho la mayor parte de sus películas–, acaba por convertirse en el verdadero protagonista de la película. Su sombra se extiende a lo largo del tiempo suspendido de un relato, en el que se multiplican las despedidas en una ciudad hostil y deshumanizada, que se ve con el vértigo de la altura que nos da una ventana, o una panorámica a vista de pájaro. De ahí que los asesinatos se produzcan en escaleras mecánicas o trenes, donde la caída arroja a la víctima sobre el abismo.

Al final, Jonathan se hunde también con su coche, pero después de abandonar a Ripley –ese mensajero vampírico al estilo de Nosferatu, que anuncia y transporta la muerte–. Y lo hace ante la visión de ese mar, símbolo mítico de la vida y antítesis bíblica de la ciudad, un espacio en perpetuo movimiento que marca la línea del horizonte. Ese será su último viaje, cuando su volkswagen rojo se detenga finalmente en esa playa, que contempla una muerte, ante la que todos nos sentimos solos y amenazados.

RELÁMPAGO SOBRE EL AGUA
La presencia de la muerte, planea y se siente también en “Relámpago sobre el agua” (1980), el testamento vital que Wenders nos hace de los últimos días de Nicholas Ray, el mítico director estadounidense que intentó hacer de su cine, poesía –y aparece también en Nueva York, como el enigmático pintor de El amigo americano–. Enfermo de cáncer, el autor de Johnny Guitar (1954) y Rebelde sin causa (1956), tose en su apartamento, cuando no está recluido en la cama del hospital, donde acaba de pasar tres operaciones.



Ray medita en “Relámpago sobre el agua”, sobre su obra, mientras da sus últimas conferencias (una de ellas aparece íntegra en el DVD). Sueña con un junco chino, en el que espera viajar, para encontrar un remedio a su enfermedad. Ya que no estamos en realidad, ante una película, sino frente a un estremecedor documento en el que vemos a la muerte misma, escenificada.

PARÍS, TEXAS
Mi película preferida de Wenders, sigue siendo “París, Texas” (1984). La vi por primera vez, al estrenarse en Madrid, en uno de los cines Alphaville. Tenían entonces, un bonito café, estilo berlinés, donde habló el director con los espectadores. A lo largo de varios días, nos permitieron ver allí, gratuitamente, sus películas anteriores. Estaba entonces, estudiando alemán. Y las veía en versión original, subtitulada.

En “París, Texas” asistimos al doloroso vía crucis existencial de un individuo, que tras el fracaso de su matrimonio, se encuentra sin habla, ni identidad, perdido en medio del desierto. El paisaje desolador de su extravío nos presenta a un ser errático, que deambula con futuro incierto, caminando sin rumbo ni descanso, buscando un lugar que desconoce. El vacío que le rodea, es tan grande como el de su interior.



Le recoge su hermano, que no ha sabido nada de él durante cuatro años, teniendo que cuidar de su hijo, durante todo ese tiempo. Le lleva a su casa, en coche. El viaje evidencia su falta de comunicación. Travis se niega a decir una palabra, o a expresar un sentimiento. Se sienta detrás, mientras su hermano trata de establecer un diálogo imposible. Comienza entonces, un viaje iniciático para intentar recuperar, no sólo el amor de su hijo, sino también el de su esposa, sumergida ahora en el oscuro mundo de la prostitución.

La última media hora nunca la puedo ver sin lágrimas. La emoción desnuda que se desata en cada palabra, la luz y el llanto de Nastassja Kinski, culminan en un larguísimo plano de ella, con Travis al fondo, llevando este doloroso relato a un clímax sobrecogedor. El sueño de este hombre, de encontrar su lugar de origen, nos recuerda la nostalgia de ese hijo que ha arruinado su vida, y al volver en sí, inicia el camino de regreso a casa, en la parábola de Jesús.

Lo que pasa es que el París donde fue concebido Travis, no es más que un terreno baldío en el desierto de Texas. Allí no hay un padre amante, esperándole con los brazos abiertos, sino la dura realidad del fracaso y la incomprensión, que encuentra al descubrir a su mujer en la cabina de un peep-show, donde tras un cristal se somete a los caprichos que le dictan por teléfono.

Allí él puede verla también, sin ser visto. Observa su tristeza y desamparo, mientras Jane habla con su propia imagen, reflejada como en un espejo. Una escena desgarradora, imposible de contemplar sin humedecerse los ojos, que nos habla de la tragedia del hombre sin Dios.

CIELO SOBRE BERLÍN
En “Cielo sobre Berlín” (1987), Wim Wenders da finalmente, el salto mortal de intentar contemplar al hombre, desde la mirada angélica de una omnisciencia vigilante y benévola, que en la desmesurada prosa del escritor Peter Handke acaba resultando algo apabullante. Es una película en cierto sentido excesiva, con ese aire un tanto pretencioso, del que es consciente que está haciendo una verdadera obra de arte. Nos muestra un ángel que quiere ser humano, y dejar de ser mero observador. Quiere sentir y vivir, a pesar de que el Berlín que contempla, no es precisamente un mar de esperanzas. Sus imágenes van elaborando un sueño poético en el que el tiempo es pausado y envolvente. Es un film de una extraña emotividad contenida, en el que reina finalmente la soledad y la incertidumbre, que caracteriza a todo el cine de Wenders.



El Cielo no es esa realidad oscura, poblada de figuras grises que habita el universo de Wenders. Hay una Luz inconmensurable que brilla sobre esa oscuridad. Es cierto que su fuerza, apenas se puede percibir en este mundo de tinieblas, pero hay una vida más allá de la soledad y la muerte. Hay el fuego de un hogar, donde podemos encontrar nuestras ansías colmadas por un Padre amante, que nos recibe en su casa, cuando reconocemos nuestro fracaso y descubrimos el asombro de esa Luz que ha vencido a las tinieblas, en la cruz del Calvario.

Ahora vemos su gloria como en un espejo, pero un día la veremos cara a cara. Si confesamos nuestra impotencia ante Él, reconociendo nuestra culpa, no seremos condenados a la soledad eterna, sino que contemplaremos su rostro lleno de amor y comprensión. Porque aferrados a Cristo, ya no nos verá a nosotros con nuestros errores y miserias, sino que vera la Luz de su Hijo. Esa es nuestra única esperanza ante ese Sol de justicia, que pondrá toda oscuridad en evidencia.

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