El personaje y la persona en House of Cards


El personaje y la persona a veces se confunden. De hecho se retroalimentan. “Solo se necesitan diez segundos para hundir la reputación de un hombre”, dice el personaje de Francis Underwood antes de ser presidente en “House of Cards”. Y poco más ha tardado Kevin Spacey en perder no sólo su prestigio como actor, sino en acabar con la serie, al darse a conocer su comportamiento como “depredador sexual” por el acoso y abuso a miembros masculinos del equipo.

Cuando el ganador de dos Oscar por “Sospechosos habituales” (1995) y “American Beauty” (1999) era director por una década del teatro Old Vic de Londres, es acusado de haber abusado de veinte personas. O sea mucho antes de que David Fincher pensara en él para protagonizar la serie. En ella interpreta el personaje de este cínico político, mentiroso y manipulador, capaz de matar con sus propias manos, mientras protagoniza otros ocho incidentes más, que ahora se han denunciado.

Todos estos escándalos le llevaron a reconocer su homosexualidad, mientras estaba todavía en “el armario” a finales del pasado mes de octubre. Curiosamente, el personaje de Spacey muestra también indicios de bisexualidad en la serie, o por lo menos bicuriosidad en el extraño triángulo que tiene con su esposa y un guardaespaldas. “Llevamos mintiendo demasiado tiempo, Frank”, le advierte la esposa que encarna Robin Wright. “Por supuesto”, responde Underwood: “Imagina que pensarían los votantes si les dijéramos la verdad”.

Esta serie de Beau Willimon es la versión norteamericana de una producción británica de 1990, “Castillo de naipes”, basada en la novela del exjefe de gabinete de Margaret Thatcher, Michal Dobbs. De ella sacan hasta las miradas a la cámara que hacía el actor inglés Ian Richardson, ahora fallecido. El atrevimiento del personaje que interpreta en Estados Unidos, Kevin Spacey es sólo comparable a la desfachatez de un actor capaz de propasarse hasta con el exmarido de la princesa Marta Luisa de Noruega.



SIN NOTICIAS DE DIOS
Los dioses a los que sirven los personajes de “House of Cards” son el sexo y el poder, pero como dice el maquiavélico político –citando a Oscar Wilde como “un gran hombre” –, “todo en la vida tiene que ver con el sexo, excepto el sexo que tiene que ver con el poder”. Por supuesto, es un sexo sin amor, ya que “la lujuria amplia el horizonte, pero el amor lo estrecha hasta el extremo de la ceguera”, dice Underwood.

La primera temporada acaba con una oración. Tras ingeniar otro de sus retorcidos planes de venganza, entra en una iglesia, se pone de rodillas, mira al cielo y dice: “Cada vez que te he dicho algo, nunca me has respondido. Dado nuestro mutuo desdén, no te puedo reprochar que me trates con silencio. Quizás estoy hablando a la audiencia equivocada.” Mira entonces, al suelo, e implora: “¿Puedes oírme?, ¿eres capaz de hablar?, ¿o sólo entiendes la depravación?”.

Finalmente, el personaje de Spacey habla a la cámara y concluye: “No hay consuelo, arriba o abajo. Sólo nosotros. Pequeños, solitarios, esforzándose y luchando, los unos con los otros. Oro a mí mismo, por mí mismo.” Al salir de la iglesia, enciende una vela, entre varias, pero de repente, las apaga todas…

No hay señal de Dios por ninguna parte, en “House of Cards”. El comienzo no puede ser más brutal. Este despiadado “fontanero” de las cloacas de la política en Washington, que es Underwood, dice al espectador: “Hay dos tipos de dolor, el que te hace fuerte y el que te convierte en inútil, ya que produce sólo sufrimiento”. Ante lo que concluye: “Yo no tengo paciencia para las cosas inútiles”. Y retuerce el cuello de un perro que ha atropellado, matándolo, sin pestañear siquiera.



LA CORRUPCIÓN DE LA POLÍTICA
Como dice Chad Comello, “no es sólo que Underwood viva en oscuridad, es que la crea”. Si podemos aprender mucho de una cultura, por los héroes que produce, la podemos conocer aún mejor, por sus villanos, que en las series actuales, son los protagonistas. El personaje de Spacey está hambriento de poder. Cuando su anterior colaborador y actual representante de un grupo de presión, Remy Denton, cae en desgracia, Underwood dice:

“Prefirió el dinero al poder. En esta ciudad, es un error que casi todos cometen. El dinero es la McMansión en Sarasota, que empieza a caerse a pedazos, después de diez años. El poder es la vieja casa de piedra que se mantiene durante siglos. No puedo respetar al que no ve la diferencia.”

Muchos definen hoy la política por su corrupción. Como si lo único que interesara al corrupto, es el dinero. Underwood nos enseña que hay un ídolo aún más atractivo que el dinero: el poder que se puede conseguir con él. No ver la diferencia, es un diagnóstico tan superficial de la corrupción, que no entiende la motivación humana.

¿TODOS IGUALES?
En su versión original, la serie inglesa habla de un político conservador del mismo partido que el autor que escribió los libros. Mientras que el protagonista de la serie norteamericana es del Partido Demócrata, como el de “El ala oeste de la Casa Blanca” –aunque “House of Cards” esté más cerca de la oscuridad de “Boss” –. Como en la vida real, lo de menos es el partido al que pertenecen. Todos son igual de ambiciosos y manipuladores. Lo que vemos aquí, son las alcantarillas del poder, lo que hay detrás de la imagen pulcra y ejemplificadora de nuestros gobernantes.



Es más, como en la política real, los mayores enemigos están dentro de tu propio partido. Todos son traiciones y venganzas. Su ambición es tan corrosiva, que a lo único que se dedican es a poner trampas y zancadillas, a todo el que intente levantar cabeza, al lado suyo. Y lo más curioso es que el que más poder tiene, no es el presidente, sino aquellos en torno suyo, que manejan los hilos en las sombras. Por eso, la aspiración de un congresista como Underwood, no es ser presidente, sino secretario de estado, o como mucho, vicepresidente.

El carácter canalla de Spacey acaba resultando algo repulsivo. Más atractiva me parece, su mujer, una Robin Wright, cuya gélida coraza, oculta un ser quebradizo y frustrado, que para mayor ironía, es presidenta de una organización humanitaria de ayuda al tercer mundo. Lo que no hay duda, es que es un matrimonio unido por la ambición, donde uno no se pregunta qué piensa el otro, sino qué puede hacer para ayudar al otro. Sus conversaciones al lado de la ventana, entre el humo del tabaco y una copa de vino, nos muestran cómo el amor por el conyugue, no es a veces, más que amor por uno mismo. Hay un vacío existencial, que ni el matrimonio puede llenar.

RED DE MENTIRAS
Series como ésta, producen un efecto hipnótico, desde los créditos iniciales. Vemos imágenes de Washington D.C., como en una vorágine, que pasa vertiginosamente del día a la noche, de la luz a las tinieblas, para acabar con la bandera de Estados Unidos invertida. No hay lugar aquí para el patriotismo, o la ideología. Todo se ve como un trampolín para intentar satisfacer la ambición de llegar más alto. Acabar con cualquier obstáculo, no son más que daños colaterales.

Es un relato demoledor, que acaba con todo idealismo, como “Los idus de marzo” –cuyo autor, Beau Willimon, es otro de los productores de los series, junto con el responsable de la versión británica, Andrew Davies–. Entre los directores de los episodios hay nombres tan conocidos como Joel Schumacher, o James Foley (“Éxito a cualquier precio”). Aunque es sobre todo, obra de Fincher, que tras “La red social”, incorpora mensajes de texto sobreimpresos en la pantalla.



Hay algo perturbador en el ambiente, que hace que pienses que hay intereses ocultos, detrás de cada frase, gesto y mirada. Aunque es ya tópico hablar de la dimensión shakesperiana de estas series, los personajes tienen algo por lo menos de “Yo, Claudio”. Los Underwood podrían ser Shylock y Lady Macbeth, Augusto y Livia. Como en el ajedrez, su ventaja en esta jungla, es que ellos anticipan los movimientos de los otros jugadores. “El que golpea primero, golpea dos veces”. Es cierto que cuentan con un lugarteniente, el implacable brazo ejecutor que es Doug Stamper (Michael Kelly), pero cualquier amenaza puede hacerse desmoronar este castillo de naipes, ya que es una frágil estructura construida a base de mentiras.

UNA CASA DIVIDIDA
El espectáculo de gran guiñol de “House of Cards” parece confirmar nuestros mayores miedos. Nos preguntamos con Jeremías: “¿por qué prosperan los malvados?, ¿por qué viven tranquilos los traidores?” (12:1), si son “gente que tiene llenas las manos de artimañas y sobornos” (Salmo 26:10)…

Como Asaf en el Salmo 73, podemos tener envidia de los arrogantes, porque prosperan en su impiedad (v, 3). Parecen no tener congojas. Tienen salud y trabajan (4-5), para lograr “los antojos de su corazón” (7). Lo que pasa es que la fuerza se les va por la boca (8-9). Y un día caerán de repente (18-19).



El engaño de esta tela de araña, que nos atrapa, es pensar que el mal es tan astuto que nunca comete fallos. La verdad es que la maldad implica también necedad. Y aunque Underwood desprecia a los que “prefieren el vil metal al poder”, no se da cuenta que una casa dividida contra sí misma, no puede permanecer.

Una casa que no está construidasobre la roca, no se sostiene, porque lo que edificamos sobre la arena, llega el temporal y se viene abajo. Grande será su ruina, dice Jesús (Mateo 7:24-27).

LA CIUDAD DE LOS HOMBRES
Sin embargo, una y otra vez caemos en el engaño de Underwood, al pensar que consiguiendo el poder para dominar y controlar a otros, seremos fuertes. Es la mentira de creer, como dice Agustín, que “si hacemos mal, para que nos vaya bien, no nos irá mal”.

Espectáculos como el de “House of Cards”, destruyen todas nuestras esperanzas en la Ciudad de los Hombres, que hablaba Agustín. La injusticia que hay en medio de ella, nos hace preguntar con Abraham, si no habrá un hombre justo, que libre a la ciudad de la destrucción (Génesis 18).

La maldad de la sociedad humana nos muestra la necesidad de un hombre perfecto, para el que, y por el que, Dios preserve y redima el mundo del hombre caído. Sólo Él puede salvarnos de nuestra presente crisis, moral y espiritual. Lo que pasa es que el Reino de este Hombre, Cristo Jesús, no es de este mundo. Por eso, oramos: “¡Venga Tu Reino!”.

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