A través del espejo
“No hay libro que merezca la pena leer a los diez años –dice C. S. Lewis–, que no sea digno de leer a los cincuenta y te resulta incluso mejor que entonces, como ocurre a menudo”. Al cumplir medio siglo, me he propuesto volver a las lecturas que realmente han marcado mi vida. Y una de ellas, es sin lugar a dudas, Alicia, que ahora cumple 150 años.
Gil de Biedma aseguraba que a partir de los doce años, no nos sucede nada importante, o por lo menos nada tan importante como nos ha ocurrido hasta entonces. Es como si los cuentos infantiles nos enfrentaran a las cuestiones últimas de nuestra existencia. Hay libros que nos guían, nos iluminan, nos hacen más fuertes, aunque no sepamos siquiera cómo, ni por qué...
Las historias que siempre me han cautivado en la literatura o en el cine, tienen siempre un elemento onírico, que hace que uno no pueda distinguir fácilmente entre el sueño y la realidad. El mundo de Alicia tiene una fuerza hipnotizante, porque acude a resortes secretos del lector, que reconoce inmediatamente una situación, más por su instinto que por su inteligencia. Sus escenarios, más que lugares, son situaciones emotivas, que provocan el extraño sentimiento de reencontrar algo que uno ha vivido.
LA HISTORIA DE UN PASTOR
Ante su asombroso argumento, el pastor Duckworth le preguntó si estaba improvisando. Dogdson le dijo que sí, pero que lo estaba “inventando paso a paso, más por tener que decir algo, que por tener algo que contar”. La historia original se llamaba “Las aventuras de Alicia bajo tierra”. La niña le pidió al pastor que lo pusiera por escrito y las navidades siguientes, se lo regaló copiado de su puño y letra, acompañado de unos encantadores dibujos. Tres años más tarde lo publicó, bajo el nombre de Lewis Carroll.
Hace 150 años nadie podía imaginar que este cuento infantil iba a tener tanto éxito. En cierta forma el libro abandona a su autor y se hace independiente de sus motivaciones. Poco importa en ese sentido, los sentimientos que tuviera por aquella niña. La obra ha seguido su propio curso. El texto revisado que publico MacMillan en 1865 –omitiendo algunas referencias personales y añadiendo otras narraciones adicionales–, junto a las ilustraciones de John Tenniel, se tituló “Alicia en el País de las Maravillas”. Le sucedió otro, editado en 1871, “Alicia a través del espejo”...
UNA MERIENDA DE LOCOS
Decía Cabrera Infante que “ese modesto clergyman inventó casi él solo toda la literatura de nuestro siglo”. Antes de que Kafka escribiera una sola línea, ya había gritado la reina de Alicia: “¡No, no! ¡Primero la sentencia... el veredicto después!”. Se ha señalado repetidas veces el parecido entre la obra de Carroll y la de “El Castillo”, o “El Proceso”, pero mientras que el mundo del escritor judío de Praga resulta opresivo y deprimente, el de Alicia es tremendamente revolucionario.
En el mundo de Carroll, lo absurdo se une a lo trágico, como en la vida misma, pero los libros de Alicia, más que enseñar, se burlan de los rituales mismos de la enseñanza –como observa Alberto Manguel–. Cuando es examinada por las Reinas Blanca y Roja (“¿cómo se dice turulululú en francés?”), ella contesta con su “nosense” (“Turulululú no es una palabra española”), para exasperación de la Reina Roja (“¿Quién dijo que lo era?”). Denuncia así, la injusticia de la condena del Mensajero del Rey, como la codicia y el despotismo de la Reina (“habrá mermelada ayer y mermelada mañana, pero nunca mermelada hoy”).
Alicia se enfrenta a la aparente insensatez de este mundo (“”no puedes evitar andar entre locos”, le dice el Gato de Cheshire, ya que “todos estamos locos aquí”). Como dice su traductor, Jaime de Ojeda, “el mundo del alma es complejo e imprevisible, y la vida nos obliga a atravesar circunstancias no menos complejas e ingobernables”. Es así como “cada uno procura encontrar su propio camino en esa dicotomía laberíntica del propio ser y de la vida”. Pasamos así, del asombro y el miedo de la infancia, a la indignación ante la idiotez y la hipocresía de la adolescencia, que pone luego en evidencia, como adultos, nuestras infamias y fracasos.
ALGO EN QUÉ CREER
Empecemos por considerar tu edad... ¿cuántos años tienes?
- Tengo siete años y medio, exactamente.
- No es necesario que digas “ex–actamente” –observó la Reina:
te creo sin que conste en acta. Y ahora te diré a ti algo en qué
creer: acabo de cumplir ciento un año, cinco meses y un día.
- ¡Eso sí que no lo puedo creer! –exclamó Alicia.
- ¿Qué no lo puedes creer? –repitió la Reina con mucha pena;
–prueba otra vez: respira hondo y cierra los ojos.
Alicia rió de buena gana: - No vale la pena intentarlo –dijo.
Nadie puede creer cosas que son imposibles.
- Me parece evidente que no tienes mucha práctica –replicó la
Reina. - Cuando yo tenía tu edad, siempre solía hacerlo durante
media hora cada día. ¡Cómo que a veces llegué hasta creer
en seis cosas imposibles antes del desayuno!
Podemos mantener la respiración y cerrar los ojos, pero eso no es fe. Es hacernos creer algo. Y por definición, algo que tienes que esforzarte en creer, no puede ser verdad, porque la realidad se impone a sí misma. Los cristianos creen cosas extraordinarias: ¡Dios hecho hombre, andando sobre la tierra! Sin embargo, no parece que se tengan que esforzar en creer lo imposible. ¿Son más ingenuos que otros? No hay duda que algunos lo son, pero la credulidad no es lo mismo que la fe.
EL ENIGMA DE LA FE
¿En qué consiste el enigma de la fe?, ¿por qué algunos la tienen y otros no? ¿Qué no pueden creer, los no creyentes?, ¿por qué nosotros, sí? La fe se basa en la revelación de una verdad en la que podemos confiar. La cuestión como solía decir Grau, no es si creemos en Dios, o no, sino en qué Dios creemos...
- Cuando yo uso una palabra –insistió Tentetieso (Zanco Panco
en algunas versiones) con un tono de voz más bien desdeñoso–
quiere decir lo que yo quiero que diga..., ni más ni menos.
- La cuestión –insistió Alicia– es si se puede hacer que las
palabras signifiquen tantas cosas diferentes.
- La cuestión –zanjó Tentetieso– es saber quién es el que manda...,
eso es todo.
Si la salvación dependiera de nuestra capacidad para creer, los que tienen más imaginación, tendrían ventaja. Es Dios quien nos da seguridad. No es cuestión de esforzarse. Si no, alguno seguiríamos pensando como Alicia: “simplemente, no puedo creer cosas imposibles”.
La fe no es cuestión de superación, sino de gracia divina: “Ninguno puede venir al Padre, si el Padre que me envió no le trajere” (Juan 6:44). Es su Voz, la que nos llama. Y esa viene con la autoridad de Él mismo.
Ese llamamiento eficaz del que habla la teología, es por el que Dios concede la fe a hombre y mujeres, no con la crueldad del violador, sino con la atracción del amante. Lo hace iluminando su Palabra, al abrir nuestro entendimiento y tocar nuestro corazón, liberando nuestra voluntad. Abrazamos así, por la fe, Aquel cuya Palabra es Verdad. Aunque parezca demasiado buena, para ser cierta...