El verano del amor
Aunque los medios de comunicación llamaron “el verano del amor” a lo sucedido en San Francisco en 1967, en realidad fue el año anterior –hace ahora medio siglo–, que las calles de Haight-Ashbury se llenaron de “los hijos de las flores”. Exploraban el efecto de las drogas en nuevas formas de amor y convivencia. Les llamaron hippies, pero ellos preferían un nombre que muchos todavía reivindican hoy, “hipsters”.
El término se usa ya en la generación “beat” de los años cincuenta. Algunos de aquellos “beatniks” se instalaron en viejas casas victorianas, donde los alquileres eran más baratos que en North Beach, como el poeta Michael McClure, que vivía con su familia al lado de los Grateful Dead. Enfrente de la casa que tenía el grupo de Jerry García en la calle Ashbury, estaban los Ángeles del Infierno. Aunque al principio eran antagonistas a las protestas contra la guerra, Ken Kesey los incorporó al festival que organizaron para recaudar fondos para los Diggers, un grupo que promovía en 1966, la propiedad compartida, el intercambio de bienes y el reparto gratuito de comida en esa parte del parque Golden Gate, que se conoce como Panhandle.
El ejército investigaba los efectos del LSD en un hospital con veteranos como Kesey. Él puso en contacto al poeta Allen Ginsberg con Timothy Leary, un profesor de Harvard que estaba estudiando el posible uso de hongos alucinógenos para la psicoterapia. Tras participar en algunos de sus experimentos, Ginsberg le invita a hablar en el encuentro Human Be-In que organizan en el parque, tras la prohibición del LSD en California. Se anunció como “reunión de tribus” en la portada del primer periódico “underground”, The Oracle, nacido en 1966. Allí escribían muchos “beat”. La foto de Ginsberg dirigiendo “mantras” dio la vuelta al mundo.
SEXO, DROGAS Y ROCK
Le expresión más conocida del hipismo fue el rock. El año que los Beatles dan su último concierto de pago en un estadio de béisbol en San Francisco, nace toda una serie de grupos que se dan a conocer en el Festival de Música Pop Internacional en Monterey –al otro lado de la bahía–, que hubo el verano siguiente. En 1961, uno de los organizadores de la escena psicodélica de San Francisco conoce a una chica tejana en Austin, llamada Janis Joplin. Su potente voz de blues llamó la atención del guitarrista de Jefferson Airplane, que grabó algunas canciones con ella, cuando se mudó a la calle Lyon en 1964, después de vivir en North Beach.
Joplin tenía problemas con el alcohol y la droga, que intentó dejar volviendo a Texas en 1965, pero al año siguiente ya estaba otra vez en Haight. Se une a un grupo y vive en la calle Ashbury en el 66 con una amiga y amante, antes de tener una relación con Country Joe McDonald. A partir de Monterey empieza a actuar por todo el país y hace un disco con la portada del dibujante de cómics “underground”, Robert Crumb, que se había mudado también al barrio.
El guitarrista Jimi Hendrix tenía un representante británico, que les había organizado conciertos desde Londres a Estocolmo, pero nadie sabía quién era en América, hasta que tocó en Monterey. Vivió un tiempo en la propia calle Haight, como recuerda una casa con su nombre e imagen en la fachada, encima de un estanco. Tanto él como Joplin murieron de sobredosis, cuando tenían sólo veintisiete años –como Brian Jones de los Stones, o Jim Morrison de los Doors–, todos entre 1969 y 1971.
Muchos de los que vinieron al festival se quedaron en San Francisco. Otros vinieron atraídos por la canción de un miembro de The Mamas & The Papas, que popularizó Scott McKenzie en todo el mundo. El tema invitaba ese verano a conocer “gente amable con flores en el pelo”. Sirvió de publicidad para el festival, pero se convirtió también en todo un himno que hizo que una generación se echara a la carretera en busca de nuevas experiencias. Curiosamente, fue el jefe de policía de San Francisco quien llamó a los hippies “la generación del amor”.
EL FIN DEL VERANO
Tantas “buenas vibraciones” atrajeron a comerciantes y oportunistas varios, pero también estafadores y violentos delincuentes. Se introducen entonces drogas más peligrosas, como el STP o el THC, pero la heroína se hace también más barata, instalándose traficantes en el barrio. Había rumores de que la CIA estaba utilizando Haight como laboratorio, para experimentar con drogas. Lo cierto es que duro poco “el verano”.Con la drogas duras, aumentó la presión policial, se dispararon las violaciones, se multiplican la enfermedades de transmisión sexual y se repiten “los malos viajes”.
En octubre 1967, los Diggers –el movimiento de activismo comunitario, que toma su nombre de un grupo protestante socialista de la Inglaterra del siglo XVII–, escenifican la muerte de los hippies en el cercano parque de Buena Vista. Justo enfrente hay una mansión, donde Jack London escribió “Colmillo blanco”. Uno de los pisos se convirtió en un estudio donde grabaron muchos de los grupos de Haight. Graham Nash compró la casa en los años setenta.
Al darse cuenta de que la paz y el amor no duraban mucho, algunos volvieron a la universidad y otros buscaron trabajo. Para los que querían seguir buscando un modo de vida alternativo, el sueño se convirtió en una pesadilla. En 1966 Charles Manson andaba ya por aquí, buscando adeptas para su Familia. Vino directamente de la prisión donde estaba, por robar un coche. En Berkeley conoció a una bibliotecaria de la universidad, Mary Brunner. Vivió con ella y Lynnette Fromme al lado de Haight, mientras intentaba dedicarse a la música y mezclaba las enseñanzas de la cienciología con la Biblia y los Beatles, creyéndose el quinto ángel del Apocalipsis.
La viuda del fallecido predicador de la Gente de Jesús, Lonnie Frisbee, vivió en una comunidad con hippies cristianos en San Francisco. Recuerda hablar allí durante cuatro días con Manson, pero en el verano de 1969 no sólo se celebra el Festival de Woodstock con su loa al “flower power”, el amor libre y las filosofías místicas orientalistas, sino que la Familia de Manson irrumpe en la casa del director de cine Polanskiy asesina salvajemente a su esposa, la actriz Sharon Tate, y a unos amigos que se habían reunido allí.
LOS VIOLENTOS SETENTA
Entre finales de 1968 y el otoño de 1969 empieza el reinado de terror que inaugura el Zodiaco, el “psycho killer”que aterroriza el área de San Francisco sin ser nunca descubierto. La delincuencia urbana aumenta en Estados Unidos. Sólo en 1971 hubo cuatro millones de robos con intimidación, 143.000 violaciones y 21.000 homicidios. Justo entonces, mi padre estaba viviendo en los barrios más conflictivos de Nueva York, el Harlem y el Bronx. Sus historias llenaron mi infancia de imágenes de violencia en “la jungla urbana”.
En ese momento, además, la guerra de Vietnam se recrudece. Todas las tardes, “por primera vez en la historia de la guerra occidental –explica el profesor Davis Hanson–, las imágenes de los heridos y los muertos se emitían por televisión con todo lujo de detalles truculentos y en color”. Millones de padres, parientes y amigos podían ver en directo, y desde la seguridad de sus hogares, cómo combatían los soldados”. Algo que no se ha vuelto ver desde las guerras del Golfo.
Por si fuera poco, en 1969 la revista New Yorker publica un artículo de Daniel Lang, llamado “Caídos en combate”. En él se cuenta la terrible historia del secuestro, violación y asesinato de una adolescente vietnamita llamada Phan Ti Mao por los integrantes de una patrulla de marines norteamericanos. Fue el primero de diversos reportajes sobre los crímenes de guerra estadounidenses en Vietnam. Los que regresaron, ya no eran recibidos como héroes, sino como locos peligrosos.
¿NO HAY FUTURO?
Los seres humanos estamos hechos de tal manera que vivimos en nuestro propio futuro imaginario. No es que nos engañe el sistema, es nuestra forma de ser. Para mirar adelante, tenemos que soñar. Esperamos que vengan días felices, que continúe lo bueno y termine lo malo. Desear un futuro mejor es tan natural como respirar.
Por supuesto que hay individuos y familias, grupos y culturas, que son más pesimistas que otros. Piensan que la sabiduría es no esperar nada bueno, pero eso es tan antinatural como el ateísmo. Ambos son el resultado de la desilusión. Si llegamos a pensar o sentir que no hay nada que aguardar, nos desesperamos. Si lo único que se puede esperar es que las cosas empeoren en el futuro, nos deprimiremos. Cuando no vemos luz al otro lado del túnel, la oscuridad se hace todavía más profunda. La desesperación traga la confianza.
Dijo el filósofo Kant que una de las tres preguntas básicas de la vida es: ¿qué podemos esperar? El siglo veinte comenzó con optimismo. La suposición que prevalecía era que somos fundamentalmente buenos y el avance de la civilización haría que el amor fuera una realidad universal. Vinieron, sin embargo, dos guerras mundiales, una lucha tribal por el poder y la locura por el dinero. Tenemos dictadores genocidas y multinacionales que contaminan el planeta. El mundo entero se puede destruir con armas nucleares. ¿A dónde habían ido las flores? “El sueño había terminado”, como decía Lennon.
ESPERANZA SIN LÍMITES
Cuando nuestra esperanza está en Cristo (Colosenses 1:27), miramos con expectativa el día cuando lo que se ha prometido, será nuestro. El optimismo es esperar lo mejor, sin tener ninguna garantía de lo que va a llegar. Nace de la ignorancia, mientras que la esperanza cristiana viene del conocimiento. No es un “pastel en el cielo cuando mueras”, ni una forma de escapismo. Ya que como dice Lewis, aquellos que han hecho más por el mundo presente, son los que más pensaron en el venidero.
Abraham creyó en la promesa de Dios. Aunque a veces le pareció demasiado buena, para ser cierta. “Contra toda esperanza, creyó en esperanza”, ¿cómo? “Porque estaba plenamente convencido de que Dios era poderoso para hacer todo lo que había prometido” (Romanos 4:1-3, 16-22). Anhelamos la redención que ahora no tenemos, porque “en, con, para, o por, esta esperanza somos salvos”. La salvación cristiana no es una iluminación, como la que buscaban los hippies, sino liberación.
Se fueron las flores, pero continuamos soñando. La cuestión es: ¿qué podemos esperar? Si confiamos en nosotros, nada; pero cuando nos volvemos a Dios, todo. En Él está nuestra esperanza. No hay amor como el suyo. La paz que Cristo nos da, no es como la que el mundo nos da (Juan 14:27). Ella viene de su justicia. Por ella somos aceptados por Él, incondicionalmente. Su amor nunca nos fallará.