Una visión trascendente de la vida
“Hay gente que dice que el esperar otra vida, le quita importancia a esta, pero es todo lo contrario – observa Julián Marías (1914-2005) –. Justamente, el que se espere otra vida, es lo que da verdadera importancia a esta. Si la vida humana termina con la muerte y no hay más, entonces nada tiene demasiada importancia, porque un día dejará de tenerla.”
El centenario del nacimiento de Marías en Valladolid, es ahora recordado tanto por medios conservadores como el ABC, como por el diario El País, que ha dedicado dos páginas a su aniversario. Filósofo y comentarista de cine; católico y liberal; académico de la lengua, aficionado a la novela policiaca… Su figura no es fácil de enclavar en un país donde se es una cosa u otra. Todos llevan etiquetas. Y se confunde la falta de partidismo con la indefinición.
“Decía siempre lo que quería –recuerda su hijo Álvaro en El País, crítico de música clásica en el ABC e intérprete de flauta–, mi hermano Javier –el novelista y académico– ha heredado eso bastante”. Aunque enseñaba en el extranjero, no decidió quedarse en el exilio. “Vivió un exilio interior –dice Javier–, extrañado en un país sobre el que pensó para hacerlo, como dice un título suyo, inteligible”.
UNA FAMILIA EXCEPCIONAL
El padre fue el principal discípulo que tuvo Ortega en España, pero ha creado finalmente un pensamiento propio. Se casó con una filósofa, que se atrevió a escribir en la dictadura un libro titulado “España como preocupación”. Como se llamaba Dolores Franco, la censura no quería publicarlo. Irónicamente, Julián propuso que ¡tal vez, lo podía firmar su hermana, que se llamaba Gloria! Su hermano es, curiosamente, el recientemente fallecido director de cine pornográfico y de terror, Jesús Franco, que estuvo mucho tiempo afincado en París.
El filósofo tuvo cinco hijos –uno murió de pequeño, sobre el que escribe Javier en “Negra espalda del tiempo” –, pero los cuatro que han sobrevivido son excepcionales. Miguel es el mayor. Dirige el Servicio de Estudios de la Cámara Oficial de Comercio e Industria de Madrid y es crítico de cine. Escribe ahora más en publicaciones extranjeras que españolas –aunque ha pasado por todas ellas–. Tradujo, además, “Las cartas del diablo a su sobrino” de C. S. Lewis. Muchos le conocen por el programa de Garci, “¡Qué grande es el cine!”. Luego viene Fernando, el historiador del arte, especialista en El Greco y Velázquez; Javier, el escritor español más conocido ahora en el mundo; y el más joven es Álvaro, creador del grupo de música barroca Zarabanda.
Los Marías han vivido siempre cerca de mi casa. Los he visto en la calle y vamos a las mismas tiendas. Javier es cliente de la Librería Méndez –una de las pocas que tiene todavía fondos de títulos de los años ochenta–. Miguel compra sus discos de importación de jazz en Toni Martin, donde nos traen a Javier y a mí, series antiguas americanas de televisión en DVD –él del Oeste, y yo, policíacas–. En los cincuenta, los Marías vivían en la calle Covarrubias de Madrid, aunque pasaban temporadas en Estados Unidos, pero en los sesenta se mudan a Vallehermoso. Los hijos iban al Colegio Estudio, que era el heredero de la Institución Libre de Enseñanza.
INTELECTUAL A LA SOMBRA
Denunciado por su mejor amigo –su nombre lo reveló Javier, en contra de su padre, que no ha querido vivir resentido–, pasó un tiempo en la cárcel, pudiendo ser fusilado. Le suspenden la tesis doctoral, que le dirigía Zubiri, siendo excluido de la enseñanza universitaria. Sobrevive de clases, traducciones y conferencias, hasta que sustituye como profesor al poeta Jorge Guillén, en la universidad femenina de Boston, Wellesley College. Comparten la casa en Massachusetts con Vladimir Nabokov –donde residirá también Javier un curso, en que enseña el Quijote–. Luego, da clases en Yale.
En los años sesenta logra cierto reconocimiento en España, al ser elegido miembro de la Real Academia –lo que no gustó a Franco–. Fue siempre un filósofo muy peculiar. Escribía sobre cine, todas las semanas, antes que filósofos como Trías se interesaran por el séptimo arte. Marías, en aquella época, seguía sin saber conducir, no tenía televisión, no aprendió a nadar. Eso sí, viajaba constantemente al extranjero. Aunque los veranos los pasaban en Soria –donde Javier se ha retirado también recientemente, para escribir–. Iba con frecuencia a Argentina, donde solía dar conferencias en el Colegio Barker de Buenos Aires, como la que se ve en YouTube, hablando de la esperanza cristiana, algo antes de su muerte en el 2005.
FE EN MEDIO DEL SUFRIMIENTO
Su hijo Fernando observa que “él tenía, como católico que era, ese concepto de pecado”. Aunque su antropología era bastante optimista. Pensaba que “para un cristiano, el pesimismo es imposible, sean cualesquiera los males que se puedan descubrir y acumular”. Sufrió la traición de su mejor amigo, pero también la muerte de su primogénito con tres años y medio. En sus Memorias dice: “lo adorábamos; nos parecía un don inmerecido, el hijo que hubiéramos soñado”. Por eso, “al ver su cuerpecillo inerte, la vida nos resultó insoportable”.
“Sólo me sostenía la profunda fe en la resurrección –dice él–. La evidencia de que la persona que era Lolita no podía haberse destruido por un proceso corporal, de que volvería a verla y estar con ella”. Años después, escribiría en “La felicidad humana”: “En la medida en que se ama, se necesita seguir viviendo o volver a vivir después de la muerte, para seguir amando”. Es por eso, que le entusiasmaba tanto C. S. Lewis, “uno de los autores más inteligentes que ha producido Inglaterra, con las virtudes del país y sin sus defectos”.
Cuenta Leticia Escardó en el suplemento católico Alfa y Omega –que se distribuye con ABC –, que a los pocos días de morir una hija suya, se encontró con Julián Marías. El le preguntó: “¿qué estás leyendo?”. No recuerda que respondió, pero le hizo otra pregunta: “¿tienes dónde apuntar?”. Le recomendó una lista de títulos de C. S. Lewis, empezando por “El problema del dolor” y siguiendo por “Cuatro amores”, “Una pena observada” y “Sorprendido por la alegría”. Como él, Marías pensaba que la destronización de Dios suponía “la abolición del hombre”.
EL VALOR DE LA PERSONA
“Si usted me pregunta qué es lo más grave que ha ocurrido en el siglo XX, yo respondo: es la aceptación social del aborto. Más que el aborto en sí, su aceptación social. El hombre comete pecados y errores siempre. Pero que eso parezca bien, que eso parezca un derecho, que eso parezca moral, eso es lo que no había ocurrido nunca y es lo más grave que ha sucedido en el siglo XX”.
Como protestante, hay aspectos de Marías que no comparto. En su famosa “Historia de la Filosofía” –manual universitario de muchas generaciones–, dice que la “consecuencia necesaria del libre examen es la destrucción de la Iglesia”. Aunque escribió esto en la España “nacional-católica” de 1941, lo grave es que lo sigue diciendo cuarenta años después, en la edición de 1981 (Revista de Occidente, Madrid, 33ª ed., pág. 265). Yo no creo que el libre examen de la Reforma sea la destrucción de la Iglesia. Todo lo contrario. Bien entendida, la sola Escritura es la base sobre la que se sostiene, o cae, la Iglesia –como dice Lutero–.
Lo que pasa es que como también decían los reformadores, la salvación no está en ser católico o protestante, sino en la fe en Cristo Jesús. Marías no era un teólogo, pero su fe no carece de contenido. Le dedica un capítulo al Credo de los Apóstoles en su libro “La felicidad humana”. Me impresiona, sobre todo, la esperanza que tiene por la resurrección de Jesús. Ya que “si no hay resurrección de muertos, tampoco Cristo no resucitó”, dice Pablo (1 Co. 15:13), pero “si Cristo no resucitó, vana es también vuestra fe” (v. 14).
VIDA PERDURABLE
La fe en la Resurrección supone para Marías la esperanza en una “vida perdurable”. Desde una perspectiva cristiana, le parece que “la idea de que las personas se aniquilan es incomprensible, monstruosamente inverosímil”. En su prólogo a “La fuerza de la razón”, hace lo que podríamos llamar su testamento espiritual, ya que “quizá, con seguridad, no escriba más”. Dice: “Gracias a esa fuerza, me encamino a Dios, e imagino cerca, con ilusión, la vida perdurable. Esa luz perpetua que siempre nos iluminará con su hermosísima claridad”.
¿Cuál es “la razón de la esperanza que hay en nosotros” (1 Pedro 3:15)? La “esperanza viva” que nos da “la resurrección de Jesucristo de los muertos” (1:3). Nuestra fe no está basada en el mensaje, sino el hecho de la resurrección en sí. Por esa razón esperamos que el “Dios, que levantó al Señor, también a nosotros nos levantará con su poder” (Romanos 6:14).
Esa esperanza frente a la muerte tiene que estar basada en un poder que no es el nuestro. Es el poder de Dios que se manifiesta en el evangelio (2 Timoteo 1:8), que nos salva y nos transforma por medio de la fe en Jesucristo, “el cual quitó la muerte y sacó a luz la vida y la inmortalidad por el evangelio” (v. 10). Por él “participamos de aflicciones”, pero aunque “padezco, no me avergüenzo, porque yo sé en quién he creído, y estoy seguro que es poderoso para guardarme para aquel día” (v. 12). ¡Ese día habrá muchas sorpresas!