"Entre motas y vigas, ir más allá de nuestros límites" Saber discernir libera de la ceguera que lleva al hoyo

"Discernir nos libera de juzgar y de condenar. Cuando endurecemos nuestro corazón, es inevitable caer en el juicio. Juzgamos al otro, y más aún, llegamos a condenarlo"
"La tristeza de juzgar al otro está en que ponemos un límite al modo de vivir. Juzgamos al otro porque no se ajusta a nuestros límites; y nuestros límites posiblemente tienen origen en nuestras propias limitaciones"
"De ahí que el Maestro dice: '¿por qué te fijas en la mota que hay en el ojo del hermano?'"
"Por eso estamos llamados al discernimiento. El discernimiento amplía la mirada"
"De ahí que el Maestro dice: '¿por qué te fijas en la mota que hay en el ojo del hermano?'"
"Por eso estamos llamados al discernimiento. El discernimiento amplía la mirada"
Discernirnos libera de juzgar y de condenar. Cuando endurecemos nuestro corazón, es inevitable caer en el juicio. Juzgamos al otro, y más aún, llegamos a condenarlo, tal vez porque juzgar es una acción que procede de nuestras limitaciones. Juzgo de acuerdo a los límites que yo he puesto en mi propia vida. Aquella sombra, o aquellas sombras, que todavía no he liberado, me convierten en una persona que suele juzgar al otro, hasta llegar a condenarlo.
La tristeza de juzgar al otro está en que ponemos un límite al modo de vivir; y si esa persona desborda ese límite, la juzgamos de acuerdo a ese límite que impusimos. Y entonces deshacemos el rostro del otro; ya no hay rostro. Porque ahora lo importante es el límite que hemos puesto. Juzgamos al otro porque no se ajusta a nuestros límites; y nuestros límites posiblemente tienen origen en nuestras propias limitaciones. Creemos que esos límites son la verdad que el otro no debe desbordar. El juicio, además, lanza al otro al exilio de nuestro corazón: “yo te juzgo, quedas fuera de mi corazón”, “quedas desterrado”, “ya no haces parte de mi entorno, del entorno que yo he creado”.

"Juzgamos al otro porque no se ajusta a nuestros límites"
Para juzgar se necesita entonces una limitación en la persona que juzga, una atención de la voluntad personal y un mirar al otro todo el tiempo, para poder decir si ha fallado o no. De ahí que el Maestro dice: “¿por qué te fijas en la mota que hay en el ojo del hermano?”. La mota es algo muy pequeño; para que yo me fije en la mota, es porque tengo mi mirada aguda, mi voluntad entregada y mis límites diciéndome qué sí y qué no. Por esto terminó juzgando al otro.
Es el juicio un acto de despersonalización: no soy capaz de mirar al rostro de la otra persona, sino que estoy siempre mirando el criterio por el cual yo pongo límites al otro. El Maestro conocía esto perfectamente, y sabía cómo otros lo miraban y lo juzgaban, -e incluso terminaron condenándolo-, porque su pequeñez, la pequeñez de cada uno de los que juzga, se vuelve la norma que el otro debe asumir. Los límites de mi pequeñez determinan cuál ha de ser el límite del otro; y si lo sobrepasa, lo juzgo y lo condeno. Detrás de todo juicio hay despersonalización.
Por eso estamos llamados al discernimiento. El discernimiento amplía la mirada; el discernimiento no me limita a mi capacidad de juicio, sino que me hace mirar todo el horizonte en el que vive la persona, y, por lo tanto, miro el rostro de la persona. Al mirar el rostro, reconozco su ser personal, que es un ser en relación, con otros, y que, además, tiene una historia. Soy capaz de ver su historia, de considerar cuáles son precisamente las limitaciones de esta persona, que incluso ella misma no descubre, pero que yo, al verlas, doy un campo más abierto para decir: “con razón no ha podido superar esta situación”; y entonces, el discernimiento se vuelve un acto a través del cual yo mismo amplío mi visión y le amplío el horizonte a quien tengo enfrente.
Para discernir se necesita ser muy sutil; no tener una norma autoimpuesta que limite tanto mi mirada, como la acción del otro. Al ampliar mi mirada y al ver el horizonte en el que el otro se mueve, no caigo en el juicio y comienzo, por el contrario, a ayudar al otro a dar el paso que más le conviene, para evitar que vaya a caer en el hoyo de una existencia llena de desgracias.
Por eso no es posible que un ciego guíe a otro ciego. Yo necesito primero tener ampliada la mirada, y al ampliar la mirada, descubro el amplio horizonte de la existencia del otro; entonces acompaño sus pasos para evitar que tanto él como yo, caigamos en el mismo hoyo de la desgracia del juicio. La pequeña mota ya no me interesa; me interesa toda la persona y su salvación, su liberación, su crecimiento. Y me interesa porque ya he descubierto que en mí se puede abrir el horizonte. En lugar de limitarlo, se amplía.
Pero ¿cómo sucede esto? ¿cómo puedo yo ampliar el horizonte? No sucede por propia voluntad. Ni porque quiero, ni porque un día quise ampliar el horizonte. No. El horizonte se amplía cuando nos sumergimos en el amplio mar, en el amplio océano, en el amplio abismo de la Presencia divina, que todo lo envuelve, que todo lo penetra, y que siempre abre nuevas puertas. Cuando yo descubro ese inmenso horizonte del abismo divino en mi existencia, gracias a una práctica contemplativa, en la que supero mis propios límites, entonces descubro que no soy el juez del otro, sino que soy su compañero de camino. Caminaremos juntos bajo la luz de ese Misterio que nos habita y que nos amplía los horizontes.
No estaremos ciegos y no iremos al hoyo de la desgracia del juicio. No es porque yo quiera ampliar el horizonte, es porque descubro que el horizonte inmenso del Misterio que me habita, me señala que no hay límites; que lo que hay son rostros humanos; que estamos llamados a acompañarnos. No juzgaremos, y seremos perfectos. “Per-fectos”; perfectos es sobrepasar el límite de lo que solemos hacer. Un límite que supera nuestras barreras culturales, mentales, y se convierte en el inmenso y amplio horizonte de la Presencia divina. Es el límite sin límites.
Vamos ahora a sentarnos, a hacer silencio, a abandonar nuestros límites, para entrar en el horizonte amplio de la presencia del Misterio que nos habita.
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