A salto de mata – 56 Cristianos unidos en oración
Octavario significativo
Mi posición de francotirador me permite apuntar con precisión de cirujano, sin temor a reprimendas circunstanciales, al foco de podredumbre de la ponzoñosa jaula de grillos en que nos encontramos. Es preciso extirpar de raíz el tumor que nos corroe, tumor que comienza menguando el vigor del cuerpo hasta llevárselo por delante. Objetivamente, no cabe más que una sola concepción cristiana de la vida, la que esboza y rubrica Jesús de Nazaret, el Cristo de nuestra fe. O se cree en él y se permanece a su lado, o no se hace y se le da la espalda. Es esta una cuestión radicalmente vital, no de mera confesión o invocación. De ahí que la única diferencia o división posible entre nosotros se reduzca a tenerlo de frente o de espaldas, a estar con él o contra él. Si lo propio del cristianismo es creer en Jesús, en su persona y en su mensaje, no puede haber por fuerza más que un solo cristianismo, aunque sean diferentes las formas de vivirlo.
Claro que, si dejamos de tener a Jesús como referencia para fijarnos o centrarnos en determinadas costumbres o en personajes como, por ejemplo, Pedro o Pablo, o en los distintos procederes de papas como BXVI o Francisco, o profesamos una adhesión a ultranza a las enseñanzas de otros doctores, terminaremos descomponiendo el blanco que es de suyo el cristianismo en los muchos colores que las distintas confesiones cristianas proyectan. Perdemos entonces la fuerza por la boca y una pesadilla mental borra de nuestros labios la hermosa sonrisa del amor que debe caracterizarnos. Se desencadenan así todos los diablos que acunamos en nuestra atormentada vida, mientras la caterva de contravalores que nos acosan se adueña por completo de la maraña operativa que nos sostiene. A resultas de tal despiste o desorientación, los poderosos de este mundo siguen acaparando poder sin cortapisa alguna y la multitud de pobres que nos rodea se ve abandonada a su suerte mientras crece escandalosamente. ¿Quién, sino nosotros los cristianos, es capaz de exigirle al poderoso que utilice su poder como servicio y al rico que comparta sus bienes?
A lo largo de mi vida de católico practicante he rezado con ortodoxos, con protestantes de distintas denominaciones, con judíos y con musulmanes, en templos, capillas, sinagogas y mezquitas. Siempre he estado seguro de que mi oración no solo no se devaluaba por ello, sino que se potenciaba en la medida en que se convertía en emotiva expresión de fe en demanda de ayuda. Pero no todo vale en este campo ni en ningún otro, ni es la mejor forma de proceder dejarse llevar por un dulce eclecticismo, bobalicón o neutro. Importa bregar para remontar hasta la fuente original desde la posición que uno ocupe, brega para la que se necesita imperiosamente la ayuda de todos los demás, sin excepción posible. De ese modo, no solo el judío y el musulmán, que a fin de cuentas creen al igual que nosotros en un único Dios, sino también el ateo, aunque acorte el horizonte de la vida y lo enclaustre en el mero acontecer humano, nos servirán de catapulta hacia el Dios del que habla Jesús para charlar con él amigablemente, charla que es a fin de cuentas la principal y la más lograda expresión de oración.
Nuestras diferencias, ni siquiera las más radicales y determinantes, las dogmáticas y las rituales, deben asustarnos o frenarnos. La fe cristiana no consiste en repetir como papagayos formulaciones dogmáticas, la mayoría de ellas incomprensibles, o en asistir a cansinos ritos litúrgicos, sino en llevar una forma de vida de total entrega a la causa de Jesús de Nazaret en pro de la salvación de un mundo que debemos librar de los contravalores que lo atrapan, lo desconciertan y lo descomponen. La clave está en destronar el odio, dueño y señor de nuestras vidas, para que ceda su cetro al amor a fin de que cuanto humano acontezca en el mundo lleve su sello. La suprema sabiduría del cristianismo que profesamos se reduce a saber que viviremos muchísimo mejor amándonos que odiándonos. ¿Qué ocurriría ahora mismo en todo el mundo si, por ejemplo, las actuales relaciones entre Rusia y Ucrania fueran de amor en vez de odio? Seguro que muchos millones de seres humanos, además de los propios rusos y ucranianos, no solo nos veríamos aliviados de golpe, sino que la economía global crecería varios puntos y todos, incluidos los pobres, viviríamos mucho mejor.
El Cristo de nuestra fe es la única clave determinante de nuestra condición de cristianos. Debemos estar atentos a la vida de Jesús y seguir sus pasos. ¿Importa acaso que digamos de él que fue “hijo natural” de Dios o Segunda Persona de la Santísima Trinidad o un simple judío devoto, como tantos otros? ¿Tiene alguna consecuencia intelectual o emocional que los más aquilatados estudios exegéticos nos hablen de los hermanos de Jesús y de que, por tanto, la Sagrada Familia era como la de cualquiera de nosotros? ¿Cambia en algo por todo ello el ejemplo de vida que nos dio Jesús o resta alguna fuerza a su legado de amor incondicional? A quienes hoy convierten en punto de inflexión, por ejemplo, que la misa católica pueda seguir celebrándose en latín, deberíamos recordarles que la verdadera urgencia espiritual del momento apunta a la necesidad de que las eucaristías que celebramos en nuestros templos se ajusten a la condición de servicio, de amor y de comunión que tuvo la celebración de la Última Cena. A nada conduce “oír misa” si uno no sirve ni ama a sus semejantes y, sobre todo, si no comparte con ellos no solo la comida, sino también la propia vida.
Celebramos estos días la “semana de oración por la unidad de los cristianos”. Sin dejar de pedir que se consolide la unidad que nos regala el Cristo de nuestra fe y que se mantiene viva entre nosotros a pesar de la cortedad de miras con que enfocamos el hecho de creer, debemos promover una manera de vivir que aúne nuestras fuerzas, por encima de cualquier diferencia dogmática o cultual, para emplearnos a fondo en conseguir lo que realmente importa. Es hora de dejar de preguntarse quién manda en el orbe cristiano para unirse de corazón a quienes mejor sirven a los seres humanos al estilo de Jesús, estilo de perdón sin límite y de amor incondicional. Orillemos nuestras preferencias políticas e ideológicas y también nuestros gustos por vestimentas y ritos litúrgicos para implicarnos a fondo en el desarrollo de una justicia cuya corona sea la caridad. La desunión de los cristianos que conocemos y lamentamos se ha venido produciendo a lo largo de la historia por distanciamientos que se fueron consolidando y agrandando poco a poco a causa de intereses espurios. Los signos de los tiempos claman hoy por desandar ese camino, por volver a abrazarse y por armarse de la fuerza necesaria, la que realmente da la unión, para afear al mundo en que vivimos tanto su afán de acaparar riquezas como de concentrar poderes, afán que únicamente genera un puñado de tiranos soberanos y una multitud ingente de menesterosos.
Si la oración es charla amistosa con Dios para comentar con él las cosas de nuestra vida, convirtamos esta semana, cuyo lema es “buscar el bien y hacer la justicia”, en obrar de tal manera que la justicia, tan ausente hoy del escenario en que actuamos, irrumpa imperiosa en él y se corone de caridad. Puesto que Dios se hace presente en el hecho de unirnos en la oración, aprovechemos esta semana para pedirle juntos que nos ayude a “hacerlo todo bien”, al estilo de Jesús, hasta lograr, insisto, que la caridad a la que estamos obligados corone la justicia que tanto echamos de menos en nuestro mundo depredador. La unidad, como criterio y como fuerza operativa, se ha devaluado durante el mucho tiempo que los cristianos hemos caminado dándonos la espalda. Esta semana será realmente especial si logramos convertirla en brújula y en proclama perenne para que, una vez iniciado el reencuentro, perseveremos en la tarea, pues la separación y la división nos atenazan cada vez más en los convulsos tiempos a que nos arrastran tantos intereses ramplones. Es preciso orar muy en serio para respirar hondo lo cristiano y para formar fecundas comunidades.