Desayuna conmigo (domingo, 17.5.20) Jesús vive
encarnado en cada ser humano
Muchas veces, en determinadas circunstancias, nos preguntamos dónde está Dios, cosa que solemos hacer en situaciones de gran sufrimiento, pues pensamos que Dios, nuestro padre bondadoso y todopoderoso, no debería someternos a ellas. Cuando tal hacemos, no nos damos cuenta de que es precisamente en esas situaciones donde él se hace más presente y activo. En las grandes catástrofes, las que se cobran miles de víctimas, Dios despierta oleadas de solidaridad entre los seres humanos y, en ellos, se ciñe el mandilón para servir a todos los damnificados.
A ningún hombre se le habría ocurrido jamás esbozar siquiera una verdad tan sorprendente como que la presencia más notoria y densa de Dios, y Jesús es Dios, está en el ser humano, en cada ser humano, pero especialmente en los que más sufren, en los más necesitados y deteriorados. Jesús dijo expresamente que se hace mendigo en los mendigos, que tiene hambre en los hambrientos y que sufre los latigazos de la enfermedad en el cuerpo de los enfermos, para ponerse a nuestro alcance y así poder socorrerlo, alimentarlo y consolarlo. Le hacemos mucho caso cuando, con el pan y el vino delante, dijo que él es pan de vida y bebida de salvación y, ante esa trascendental verdad, desarrollamos todo tipo de ritos de tinte pagano e idolátrico, mientras que apenas hacemos caso a su “identificación” con cada ser humano. El día que la Iglesia invierta los papeles y ponga sus acentos donde debe ponerlos, en los seres humanos, el Espíritu Santo volverá a desplegar su enorme poder sobre la faz de la Tierra.
Ciertamente, el ingenio humano no tiene fronteras y alcanza a dominar lo mismo las estrellas que el átomo y a explotar con paciencia las enormes riquezas de la tierra y servirse de las inagotables energías que atesoran sus entrañas. Pero jamás ese ingenio se habría atrevido por sí solo a pensar que el Ser que es principio y razón de todo, el arcano motor inmóvil especulativo, se pone a nuestro alcance y llama a nuestra puerta pidiéndonos ayuda. Así resulta que el misterioso ser que tronaba en el monte Sinaí, el iracundo Dios que se vengaba de la idolatría de sus seguidores sometiéndolos a terribles castigos, llama hoy a nuestra puerta con las lágrimas de un niño harapiento que nos pide pan y amparo.
Muchas veces uno tiene la tentación de pensar qué haría Jesús de pasearse hoy por nuestras calles, de entrar en nuestros templos y ver qué hacemos en nuestro culto y cómo reaccionaría al conocer nuestras costumbres y las razones que orquestan nuestra vida. Lo más probable es que sonriera escéptico y luego nos diera un buen tirón de orejas, sobre todo a los dirigentes religiosos que, en vez de predicar su Evangelio, se mueven por intereses extraños, unas veces soterrados y otras, escandalosos. La Iglesia no puede servir al poder, al prestigio y, mucho menos, al dinero, pues todo eso son dioses de barro. Todo discípulo suyo ha de ser forzosamente humilde, austero y pobre, justo todo lo contrario de lo que vemos, excepto en los últimos escalones de una tremenda jerarquía de boato y ostentación, en esos humildes curas que, para cumplir ritos, no hacen más que ir de la ceca a la meca con coches que están más para el desguace que para circular por nuestras carreteras y con demasiados años a la espalda.
Pero la verdad es que Jesús disimula su presencia entre nosotros, calla, sufre, aguanta y sigue transmitiendo su fuerza a través de los humildes y sencillos y encarnándose en los enfermos de coronavirus y en cuantos hoy se están quedando sin medios para subsistir. Es obvio que es así como está despertando nuestras conciencias y remueve los cimientos de nuestra misma fe. Pero los cristianos haríamos mal si socorriéramos a un pobre porque vemos en él a Jesús, pues su presencia en él se gesta en el acto de servicio que le prestamos: primero es prestar el socorro al pobre y, luego, saber que en él se hace presente Jesús. Nuestra obligación moral es ayudar al necesitado; nuestra perspectiva cristiana añade a esa acción la presencia del Dios de nuestra fe. Si, a tenor de la recomendación de Pedro, somos capaces de dar “esa explicación” a quienes nos pidan razón de lo que creemos y hacemos, sorprenderemos a nuestros interlocutores porque, insisto, jamás una mente humana habría podido alcanzar tal altura de miras. No debemos olvidar que hablamos de cosas que no se revelan a los que orgullosamente se consideran sabios, pero que Dios revela con profusión a los humildes.
Este día nos reta especialmente a los cristianos a hacer gala de tan sublime verdad y ponerla en práctica en los campos en que tantos dirigentes eclesiásticos han hecho aguas por los cuatro costados, dirigentes que viven para ellos, no para el Jesús que ha puesto su morada en los seres humanos. Lo digo porque hoy se celebra el día internacional contra la homofobia, la transfobia y la bifobia, mares en los que desgraciadamente la Iglesia no ha hecho más que naufragar. La Asamblea General de la Organización Mundial de la Salud (OMS) estableció este día en 1990 para conmemorar la eliminación de la homosexualidad de la lista de enfermedades mentales, con el propósito de denunciar la discriminación de que son objeto las personas homosexuales, bisexuales y transexuales y para hacer avanzar sus derechos en todo el mundo. En 2015 se incorporó a esa celebración la bifobia (miedo, aversión o discriminación contra la bisexualidad).
En nuestro tiempo, todavía hay personas, entre ellas muchos cristianos y algunos dirigentes eclesiásticos, que consideran a los homosexuales como enfermos mentales y la homosexualidad como un trastorno hormonal u orgánico. Son personas para las que, en lo tocante a la orientación sexual de una persona, los únicos colores legítimos son el blanco o el negro. Todos los demás colores del arcoíris de la vida, o son malformaciones o deformaciones. Jamás aceptarán que es la misma naturaleza la que, como en casi todo, resulta ambigua, demostrando con ello que, en su perenne evolución, no está milimétricamente predeterminada.
Es obvio que, en última instancia, el comportamiento sexual de un individuo, para ser razonable, tendrá que atenerse a los dictámenes de su cerebro o, como solemos decir, de su conciencia, que, en lo que atañe al caso, viene determinada por la orientación sexual del individuo, no por sus órganos sexuales. Sin duda, es un gran avance científico, social y ético que la cirugía ayude en nuestro tiempo a los seres humanos a acoplar sus órganos sexuales a la orientación que emana de su conciencia de ser en los casos en que no haya armonía entre ellos.
En el contexto de la liturgia de hoy, hay que decir abiertamente y sin ningún temor que Jesús también vive en los homosexuales y que en ellos espera ser servido como es debido. Lamentablemente, acostumbrado a ir a remolque de la sociedad, a nuestra Iglesia católica le queda un largo camino por recorrer con relación al mundo de la homosexualidad en los campos de la aceptación, la predicación y la práctica de los sacramentos para ser eficaz en la transmisión del mensaje de Jesús a "todos" los seres humanos. No puede decirse que se predica su mensaje cuando a Jesús mismo se lo deja tirado en el desprecio de tantos seres humanos que, no por ser diferentes, dejan de ser tan dignos y sanos como nosotros. ¡Qué difícil es aceptar lo diferente y desarrollar comportamientos sociales equilibrados para que la vida humana se enriquezca con el aporte de todos!
Recordemos, finalmente, que este domingo viene sobrecargado de días mundiales con la celebración hoy de los del reciclaje, de la hipertensión arterial y de la sociedad de la información. Puesto que todo día mundial se celebra para llamar la atención de los ciudadanos sobre un tema concreto que necesita promoción y apoyo, en este blog nos complace subrayar hoy la enorme importancia del reciclaje como práctica social que corrige, al menos en parte, los desmanes de la sociedad de consumo en que vivimos y de los despilfarros que en ella hacemos; de la hipertensión, como enfermedad que incomoda a muchos ciudadanos y puede dar sustos coronarios, y, finalmente, de las comunicaciones, que copan hoy la mitad de la vida, tal como hemos podido comprobar fácilmente a lo largo de la pandemia que padecemos. Vivimos, pues, aunque sigamos confinados, un domingo denso, preñado de la fuerza incontenible de la primavera y de la ilusión que supone ir dando pasos, aunque sean titubeantes, pero no por "desescalar nada", sino por recuperar con brío una nueva normalidad.
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