Mi visita a Tierra Santa (III) Miriam de Nazaret: “O vos, omnes…” (de Nazaret a la Vía Dolorosa)
"El escenario en que se despliega el “reino de María”, la dócil doncella judía que no ha necesitado convertirse en diosa para situarse en el epicentro tanto del acontecer cristiano como del hemisferio femenino de la vida, son los cielos y la tierra entera"
"En Nazaret, una ciudad relativamente pequeña, conviven hoy en paz judíos, musulmanes y cristianos, seguramente como avance de los tiempos mesiánicos que seguimos esperando"
"En ese impresionante lugar, en el que todavía resuena el eco del “hágase según tu voluntad” de la encarnación, parece que los sólidos forjados que sostienen la basílica, construida encima, musitan dulcemente el nombre de María"
"Al iniciar el recorrido de la “Vía Dolorosa” la tarde del día 21, sentí como un fuerte latigazo al leer, grabado en el dintel de una de las puertas de la iglesia de la flagelación, el desgarrador “o vos omnes qui transitis per viam, attendite et videte si est dolor sicut dolor meus” (quienes pasáis por la calle, ved si hay dolor semejante al mío)"
"En ese impresionante lugar, en el que todavía resuena el eco del “hágase según tu voluntad” de la encarnación, parece que los sólidos forjados que sostienen la basílica, construida encima, musitan dulcemente el nombre de María"
"Al iniciar el recorrido de la “Vía Dolorosa” la tarde del día 21, sentí como un fuerte latigazo al leer, grabado en el dintel de una de las puertas de la iglesia de la flagelación, el desgarrador “o vos omnes qui transitis per viam, attendite et videte si est dolor sicut dolor meus” (quienes pasáis por la calle, ved si hay dolor semejante al mío)"
Al referirme a María en esta tercera entrega de nuestro viaje a Tierra Santa, lejos de mi propósito esbozar siquiera una letanía cual rosario de bellas metáforas o de coloridos epítetos laudatorios que, a la postre, sobre un soporte poético, no reflejan más que ocurrencias ingeniosas o dan rienda suelta a las musas a la hora de ponerse a alabar sin límites a la Madre de Dios. Pero ello no es óbice para que, entre la luminosa festividad de la Inmaculada, que muchos españoles acabamos de celebrar con alborozo hace tan solo unos días, y la majestuosidad de la Madre de Dios, que pronto volveremos a celebrar en la próxima Navidad, mi particular “memorial” de la visita que un grupo de escritores hemos realizado a Israel se fije y se recree hoy en la excepcional personalidad de María, personalidad que se nos ha hecho patente al visitar su casa de Nazaret y al recorrer su patria.
Sin duda, el escenario en que se despliega el “reino de María”, la dócil doncella judía que no ha necesitado convertirse en diosa para situarse en el epicentro tanto del acontecer cristiano como del hemisferio femenino de la vida, son los cielos y la tierra entera. Sin embargo, la visita a Nazaret el 20 de noviembre me ayudó a comprender que Tierra Santa es su universo particular y que dicha ciudad es su capital. Sobre lo que bien pudo ser su humilde casa en lo que entonces sería solo un villorrio o pequeña villa se levanta hoy la robusta basílica de la Anunciación, conjunto monumental que destaca en el conjunto urbano de casi ochenta mil habitantes que hoy es Nazaret.
Cierto que no es necesario viajar hasta allí para entender y sentir el “poderío espiritual de María” en el acontecer cristiano de todos los tiempos, pero la verdad es que la visita a esa bulliciosa ciudad impacta fuertemente al turista, y mucho más al peregrino, por su hermosura arquitectónica y por su fuerza espiritual.
El impacto emocional que me produjo pasearme por el escenario que pisó María derivó casi en taquicardia cuando me encontré frente a su altar, construido sobre lo que se supone que fue su casa, e imaginé atónito el pequeño caserío que se adivina a través de las excavaciones del lugar. ¿Vivió tal vez la Sagrada Familia en una especie de vivienda-cueva, en una de las que pudieron construirse fácilmente allí mismo, aprovechando las oquedades de las rocas de la ladera? Seguramente, pues ello casaría muy bien con su estilo de vida sobria.
Imagino que, como a mí, a cualquier cristiano que se encuentre allí le resultará muy reconfortante imaginar a María yendo y viniendo de un lado para otro en aquel escenario o echando una mano a José y a Jesús en el taller de carpintería, justo al lado, en el lugar que hoy ocupa la iglesia dedicada a San José. Al entrar en esta última, me pareció oír el ruido característico del deslizamiento de la garlopa de José para devastar o pulir la madera y también los golpes de martillo, secos y certeros, con que Jesús clavaba unas tablas.
Llegados a este punto de mi propio relato, he de subrayar que la alegría de la visita, tan abierta y desinhibida, se desborda especialmente cuando se sabe que, en una ciudad relativamente pequeña, conviven hoy en paz judíos, musulmanes y cristianos, seguramente como avance de los tiempos mesiánicos que seguimos esperando. ¿Acaso no era esa la hermandad que anhelaba y demandaba Jesús cuando nos enseñó a recitar el “Padrenuestro”? En esa convivencia se perciben claramente las consignas y enseñanzas que él mismo predicó en el Sermón de la Montaña, no muy lejos de allí, a la hora de exponer a sus discípulos y seguidores cómo deberían comportarse.
Me resisto a salir de Nazaret sin insistir en que allí se levanta el trono del reinado universal de María, la humilde niña que no puso ningún reparo a la hora de decir “sí” a Dios. Así lo demuestra claramente la vigorosa basílica construida sobre lo que se supone que fue su casa o su cueva y así lo corroboran los numerosos frescos que adornan los muros de su gran patio de entrada, espléndida y brillante obra artística y piadosa que exhibe muchas de las advocaciones con que María es venerada en todo el mundo. Al acceder a ese patio, se tiene la impresión de que uno entra de lleno en el universo de María.
Otro tanto ocurre al pasearse por la majestuosa cripta de la basílica de la Anunciación y detenerse frente a su altar. Si se cierran los ojos y se abre el corazón, es fácil ver a María afanada en las labores domésticas, las mismas que tantas veces hemos visto realizar a nuestras madres y esposas. En ese impresionante lugar, en el que todavía resuena el eco del “hágase según tu voluntad” de la encarnación, parece que los sólidos forjados que sostienen la basílica, construida encima, musitan dulcemente el nombre de María, a la vez que invitan a quienes entran en ella a recitar espontáneamente el “Avemaría” como la cosa más natural del mundo. ¿Cuántas avemarías se habrán rezado allí?
Muchas veces he insistido ya en este blog en el hecho de que María debería ser para la Iglesia católica un grito que nadie pudiera acallar en favor del papel que la mujer debe jugar en el conjunto de la vida humana y en que, tras haberse prestado ella con total entrega al exigente papel de ser y comportarse como madre de Dios, jamás debería negársele ningún derecho a ninguna otra mujer a lo largo y ancho del devenir humano. Vana insistencia la mía, estrafalaria y frustrante, incluso escandalosa, al manifestarse ante una institución, la de la Iglesia católica, que valora su propia misoginia como un mandato divino, debido obviamente solo a intereses y conveniencias inconfesables.
Choca que a esta Iglesia de nuestras preocupaciones no le duelan prendas al confesar, en lo que parece una contradicción manifiesta, que María, la madre de Dios, también es una mujer. Si ya de por sí es un gran desacierto el celibato obligatorio como condición “sine qua non” para los clérigos católicos occidentales, que clama al cielo por el ahogo de tantas conciencias atormentadas por el sexo, cortar de raíz la vocación de las mujeres al ejercicio de la dirección espiritual y del ministerio sacerdotal sitúa a nuestra Iglesia fuera del contexto humano.
Cuando, tras visitar pausadamente la basílica de la Anunciación y reponer fuerzas con un tentempié en un chiringuito callejero, nos paramos a saborear unos dulces árabes en una pastelería, de golpe sentimos algarabía en la calle. No se trataba de una boda o de un acontecimiento social similar, como era de sospechar, sino de algo más conmovedor y que provocó nuestra simpatía y complicidad: los comerciantes de Nazaret, tan necesitados de clientes para sobrevivir a causa de la pandemia, como también ocurre en tantas otras partes del mundo, habían salido a la calle para aplaudir a los primeros turistas que veían en ella después de mucho tiempo.
Si el lector no me tildara de irreverente, diría que era Dios mismo quien se había posado de nuevo en Nazaret para anunciar a sus habitantes tiempos mejores, e incluso que María había salido de su basílica, humilde y servicial como siempre, para entonar de nuevo el “magníficat” al unísono con sus conciudadanos. Y, si ese mismo lector no me acusara de chivato, le revelaría que vi complacido cómo algunos de mis compañeros compraban allí regalos, como también harían después en Jerusalén, más por echar una mano a los comerciantes que por el interés directo del recuerdo.
La basílica de la Visitación, enclave en que el magnífico “magníficat” (valga la redundancia buscada) fue cantado por primera vez, es otro lugar en el que nos adentramos a fondo en el territorio de María, donde ella despliega por completo la plenitud de su gracia y exhibe el alcance de “su maternal reinado espiritual”. Por haber sido entonado allí por primera vez y por poder leerse hoy en las muchas lenguas en que figura escrito en los mosaicos enclavados en el muro del atrio, retengamos cuando menos que el Dios que hace maravillas a través de su sierva “dispersa a los soberbios de corazón y derriba del trono a los poderosos”, para referirnos al mayor de los milagros que hoy espera impaciente la humanidad entera: que todo poder de este mundo, sea político, religioso, económico o cultural, se transforme en servicio para que todos los hombres puedan llevar una vida realmente humana, cosa que es de todo punto imposible cuando hay tantos usurpadores que se ensoberbecen y se entronizan.
Pero todo lo dicho no debe hacernos olvidar que, si bien la docilidad y la predisposición de María la convierten en sierva incondicional de Dios, hecho que la eleva a una categoría que no tendría nada que envidiar a una legítima diosa y por el que la bendicen todas las generaciones, su excelsa misión le exigirá también a ella beber el amargo cáliz de la salvación para hacer fructífera su obediencia. Un amargo cáliz que, en la crucifixión y muerte de su hijo, le traspasará el corazón y se lo romperá en mil pedazos. Al iniciar el recorrido de la “Vía Dolorosa” la tarde del día 21, sentí como un fuerte latigazo al leer, grabado en el dintel de una de las puertas de la iglesia de la flagelación, el desgarrador “o vos omnes qui transitis per viam, attendite et videte si est dolor sicut dolor meus” (quienes pasáis por la calle, ved si hay dolor semejante al mío).
A uno le parte el corazón el solo recuerdo de aquella inocente doncella judía, callada y trabajadora, a la que le ha caído en suerte una vida tan preocupada y ajetreada por el incómodo hecho de tener un “hijo profeta”, sabiendo que todos los profetas siempre han sido maltratados y molidos a golpes. Y, yendo más al fondo, al ver cómo ella, tan frágil, tuvo que asimilar de pie el terrible dolor que se infligió a su cuerpo para quitarlo de en medio de una sociedad tan cuestionada por él. Las espadas que entonces atravesaron su dulce y compasivo corazón siguen provocando hoy afortunadamente nuestras lágrimas.
Verla a ella partida por el dolor, con el cuerpo muerto de su hijo en su regazo, descoyunta los huesos del devoto creyente que, con amor en su corazón y alabanza en sus labios, se sumerge en su vida. “O vos omnes…”, resuena fuerte también en los oídos de quienes hoy transitamos los caminos de la vida viendo tantas otras “Marías”, dobladas y partidas. ¡Cielo santo! ¿A dónde nos llevará tanto dolor y tanta postración como a ellas les toca sufrir? Seguro que al sepulcro de la resurrección y, a través de él, al reino inmaculado de la candorosa Miriam de Nazaret.
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