Lo que importa – 1 Recapitulación y frenazo

¿Tras “El dorado”?

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Los pocos sacrificados seguidores de este blog me disculparán benévolos que eche el freno y cambie de marcha con el inicio de una nueva serie, más sosegada y espaciada. Un doble motivo me empuja a ello. Por un lado, los muchísimos artículos temáticos que he publicado en este blog a lo largo de más de cuatro años han ido desgranando los puntos más sobresalientes de la relectura audaz que, a mi modesto entender, necesita hoy el cristianismo que profesamos. Tratándose de la opinión de un simple “cristiano de a pie”, que se ha atrevido a exponer el “sensus fidei” que lo anima, sin más autoridad que la que dimana de las razones intrínsecas que aduce y la convicción que genera un diagnóstico serio, justo es reconocer que lo dicho ha sido algo así como un simple “flatus vocis” o, si se prefiere, un brindis al sol, aunque también aquí cabría repetir aquello de “lo escrito, escrito está”. Honestamente, debo confesar igualmente que, dadas las circunstancias, tampoco cabía esperar otra cosa, pues lo novedoso, si no vale, se marchita pronto por sí solo, y, de hacerlo, tarda mucho en germinar y más en incorporarse al acervo cultural y a las costumbres.

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Por otro, me han salido al paso nuevos compromisos que no puedo eludir de ninguna manera, razón por la que me veo obligado a dividir los tiempos a una edad en la que todo se ralentiza forzosamente. Ello me obligará a distanciar las apariciones en este blog, reduciéndolas –confío en que se cumpla la nueva expectativa- a un par de veces al mes, en vez de hacerlo cada domingo. A partir de esta primera entrega, introductoria de la nueva serie, siempre que me sea posible trataré de publicar alguna reflexión los primeros y terceros domingos de cada mes, ciñéndome al propósito que me guía. Prometo hacerlo de forma más ordenada y sistemática. El tiempo dirá.

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Los que me han seguido saben que apenas me he asomado a los temas más candentes de la actualidad eclesial, mucho más jugosos y seguramente mucho más entretenidos y fáciles, para lectores ávidos de sensaciones fuertes: la pederastia clerical y las luchas intestinas eclesiales se llevan la palma, seguidos de cerca por el morbo del celibato obligatorio de los sacerdotes católicos occidentales y por el empecinamiento de los dirigentes de la Iglesia católica en no reconocer abiertamente algo tan obvio como es la valía de la mujer para el buen gobierno y el ejercicio ministerial sagrados. Temas tractivos a los que cabría añadir las lagunas teológicas, francamente oceánicas, que siguen existiendo con relación a la positividad omnímoda de la sexualidad humana y, ¿cómo no?, la importancia del reconocimiento universal de la incuestionable valía profética del papa actual, tan cuestionada por el contraste que ofrece con las peculiaridades pastorales de sus predecesores. He pasado de puntillas sobre dichos temas por la sencilla razón de que todos ellos, y otros de similar enjundia, me parecen problemas epidérmicos, cuyo planteamiento responde a meros intereses circunstanciales, si no espurios, en comparación con las grandes cuestiones que el mundo actual plantea al cristianismo sobre la mejora irrenunciable de nuestra actual forma de vida.

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Envueltos en el brillante papel de la cultura, del pasado hemos recibido cantidad industrial de mitos que hemos incorporado lentamente a lo que somos como si de nuestra propia piel se tratara. Digerimos fácilmente cuanto se nos cuenta, más cuanto de más lejos nos viene, nos acomodamos a ello y le damos cancha en el tablero de juego que es nuestra propia vida. Mencionaré de pasada dos de esos mitos, pertenecientes al ámbito religioso, que es del que partimos y en el que nos sumergimos en este blog, que objetivamente suponen tremendas quiebras en la magna obra de la creación divina en la que creemos firmemente.

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El primero, la hecatombe que supuso la rebelión del más dotado de los ángeles, secundado por una caterva de ángeles o angelillos tontorrones y algo miopes, como manantial del que brota la sustancial dualidad religiosa en que nos movemos bajo la égida de dos supremos rectores de la vida, Dios y el Diablo. Dicho con otras palabras, la hecatombe de habernos sumergido en un medioambiente religioso de gracia y pecado, elementos que no cristalizan, como el oxígeno y el hidrógeno, en cristalina agua vital, sino en un asco de vida insoportable. En suma, la hecatombe de comportarnos como víctimas propiciatorias de una creación fallida que requiere recreación o redención.

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El segundo, que es simple corolario del primero, nos endosa como histórica la novela del Paraíso Terrenal, escenario inaudito de la mayor de las tragedias humanas, la de haber perdido nuestra felicidad consustancial por culpa de una garrafal travesura pueril como la de que el primer “homo sapiens sapiens”, todavía más animal que hombre, se encaprichase con una manzana, travesura que llevó a nuestro gran Dios creador a perder los papeles al verse obligado a arrojar con ira de tan idílico paraíso al protagonista de su magna obra para situarlo en el mundo de calamidades en que vivimos.

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Aunque se trate de temas que a muchos ya nos les interesan en absoluto, es momento de librarse de ellos definitivamente para poder extraer las conclusiones pertinentes no solo para entender nuestra propia vida, sino también para dirigirla convenientemente. Si de dilucidar el indigesto problema del mal en el mundo se trata, el mayor de los enigmas que todavía nos flagela y que seguramente seguirá haciéndolo mucho tiempo en el futuro, hay explicaciones plausibles que no necesitan apelar ni a demonios perversos ni a infiernos de horrorosos castigos y, menos aún, a un “adán” en grado supino, seducido por una casquivana compañera, hipnotizada o drogada con veneno diabólico. Y menos aún a meter a Dios en el zarzal humano. ¡Ingeniosa historieta, tan rebuscada como errática! Llegados a este punto, a uno le entran ganas de preguntarse cómo ha sido posible que tan atrevido cuento infantil se haya convertido en nuestro alimento espiritual y hecho carne de nuestra carne.

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Ciertamente, hay “explicaciones plausibles” de por qué realmente somos tan malos y de por qué cometemos las atrocidades que cometemos, unas veces unos contra otros y, siempre, contra nosotros mismos, sin acudir a insondables misterios. A lo largo de las publicaciones que he venido haciendo en este blog, he apuntado frecuentemente en esa dirección y volveré a hacerlo, espero que sea con más fuerza y claridad, para hablar con fundamento de lo que reamente importa o debería importar.

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¿Pura ensoñación? Puede que, al emprender ese camino, mi búsqueda sea como la de “El Dorado”, es decir, pura fantasía. Se trata, sin embargo, de un camino fraguado en una larga vida crítica, que no desemboca en dogmas intocables sino en la gestación de un fuerte nervio con muchas ramificaciones. Hablo de un camino cuyo diseño y andadura apuntan hacia las esencias más impolutas de un mensaje muy seductor, el de Jesús de Nazaret, el del hombre que todo lo hizo bien, el “sedicioso pacificador” que demostró con su vida la distancia cualitativa entre el amor y el odio y que trató familiarmente a Dios al predicar que, precisamente por Su paternidad, todos los seres humanos somos hermanos, aunque nos torturemos tanto unos a otros. Jesús de Nazaret, el hombre que no necesita ni corona de espinas ni aureolas para seducirnos también en este siglo nuestro y encaminar nuestros pasos por senderos de penitencia y rectificación.

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