A salto de mata – 51 Vivir contra alguien o algo

 

Conmovedores ripios para el Año Nuevo

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Abro este portal e inicio la reflexión de este domingo, primer día del nuevo año 2023, con los ripios que mi buen amigo José Luis Suárez Sánchez me ha enviado como “nuevo programa” para llenar los meses, los días y las horas del esperanzado año que hoy comienza. Además de presentarnos un hermoso y exigente programa, nos servirá de poderoso contraste para una reflexión que pretende enterrar el enfrentamiento en pro de la suma de esfuerzos en el quehacer común, de destierro inmisericorde del “contra” y de acogida incondicional del “pro” ante el ser humano, que nunca debe ser un enemigo, sino un hermano. Dice así nuestro acreditado poeta, una de las personas que a mí en particular me ha servido para entender un poco cómo es realmente el Dios en quien creo:

Nuevo es el día que nace, /y el minuto y la hora; /nuevo el canto del mirlo, /la mañana que se estrena, / el murmullo del arroyo / y el algodón de la niebla; / nuevo es el sol que acaricia / y nuevas la montaña y la pradera; / nueva la palabra amable, / nueva la mirada tierna, / nueva la Vida que estalla / en los poros de la Tierra. / ¿En qué consiste lo nuevo? / En lavar nuestras conciencias, / en aparcar egoísmos / y abrir a todos la puerta. / ¡Feliz el año que empieza! / Que no se apague la sed / que a la Fuente nos lleva.

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Si nos asomamos a muchas de las vidas que transcurren a nuestro alrededor, nos daremos cuenta fácilmente de que son vidas ensambladas en contra de algo o de alguien. Su crecimiento se hace por ello forzosamente torcido y su desarrollo no puede dejar de ser canceroso. Caminan de forma renqueante en dirección prohibida. Si de su horizonte desapareciera por ensalmo el “contra” matricial que las envenena, se quedarían completamente suspendidas en el aire, sin punto de referencia ni razón justificadora. Si a un fanático defensor de las izquierdas le extirpamos de la mente el concepto de fascismo, pongo por caso, se sentirá desnudo y confundido porque ya no sabrá de qué seguir echando mano, ni en qué dirección lanzar sus puños, ni cómo descargar la letrina de su boca. Ocurre lo mismo si en el diccionario de un fanático de derechas se resta mordiente al término “comunismo” o se le niega una entidad sobre la que él ha asentado la estructura de todos los caminos de su vida.

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Este frontispicio para la reflexión de un día como hoy, que da paso a un nuevo año y acuna, en lo más recóndito del alma, un deseo sincero de cambio de vida, aunque sea inconsistente, nos sirve como base y luz de la nueva vida que el día demanda de suyo. Aun a riesgo de que mis lectores me lapiden por plúmbeo, diré que vuelvo a toparme aquí de frente con los valores que construyen la vida humana y con los contravalores que la destruyen. Por más que cada vida sea única e irrepetible en un mundo necesariamente multicultural, lo cierto es que cuanto hacemos los humanos o son valores que construyen o contravalores que hacen lo contrario. De ahí su importancia para tejer o destejer cuanto ha acontecido a lo largo de 2022, que ya es historia, y cuanto acontezca a lo largo de este nuevo año mientras sus días vayan cayéndose del calendario. Caminar no es neutro, pues se hace a mejor o a peor. O subimos o bajamos, o progresamos o retrocedemos, sin perder de vista que el valor supremo de la vida se logra en la vorágine del esfuerzo en pro del más y mejor del valor o en el detrimento de su correspondiente contravalor.

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El nuevo año ha echado sus campanas al vuelo para convocarnos al propósito de superar cuantos baches nos han salido al paso a lo largo de 2022, de aprender de nuestros propios errores y de invertir el declive general. Llegados a este punto, uno no puede menos de preguntarse si conduce a algún destino deseable que, tal como ha acontecido a lo largo de 2022, unos pocos sigan haciéndose cada vez más ricos a costa de una mayoría sufrida que sigue empobreciéndose a ojos vista; si no hay más alternativas para que algunos alcancen la cumbre deseada que utilizar como escalones los esqueletos de muchos otros; si no es más atinado y sabio vivir amándose en paz que odiándose en guerra. Digamos que el hombre de buena voluntad, que actúa a diario en el escenario de la pugna de valores y contravalores, se preocupa preferentemente de que sea la comunidad la que progrese, se enriquezca y corone la cima. La apertura de la individualidad a la comunidad multiplica las riquezas y las razones para vivir.

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En este contexto, el cristianismo ha venido para potenciar considerablemente la fuerza de dos términos cruciales, grabados a fuego en las mentes genuinamente cristianas: comunidad y fraternidad. Se nos ha regalado una naturaleza que no permite vivir solo para sí, pues la vida de cada individuo depende en todo y durante todo el tiempo de la comunidad en que nace y crece. Somos gregarios, colectividad, comunidad, y no podemos dejar de serlo, salvo peligro de muerte inminente. Otros han engendrado nuestro cuerpo y, por lo general, otros son los que lo alimentan, lo visten y lo cobijan. De otros heredamos el inmenso capital de la cultura que nos hace ser como somos, rico legado del cúmulo de pensamientos y experiencias de todas las generaciones que nos han precedido. Por todos los poros de nuestra piel respiramos y transpiramos comunidad.

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A esta reconfortante y bella realidad de seres comunitarios el cristianismo añade otras poderosas razones para fundamentar la fraternidad como norma suprema de comportamiento. El remoto Dios Altísimo de los cielos, dibujado como juez implacable y verdugo sin entrañas para quienes no respetaban su entidad y se mofaban de su nombre, parece haber reducido sus ínfulas y aplacado su sed de venganza en virtud de la vida y obra del Salvador Jesús de Nazaret. Así lo atestigua la convicción de que ese Dios, tan distante y desconocido, se nos ha revelado en él como bondadoso padre que aglutina en torno a sí, como su propia familia, a todo el género humano. De ahí que para un cristiano de fe, aunque un ser humano se comporte como lobo insaciable de muerte, no por ello dejará de ser su hermano. Aunque nuestros hermanos vivan a miles de kilómetros de nosotros, nuestra fe requiere que hagamos cuanto sea posible para saciar su hambre y combatir las injusticias que los postergan.  Cuanto le pase a un ser humano, por muy diferente que sea o por muy lejos que viva de nosotros, es incumbencia nuestra.

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Realmente no hay más que un “contra” que sea útil para construir nuestra propia vida, el de los “contravalores”. Nacidos a medio hacer, nos vamos completando mediante un crecimiento que se logra a base de “acciones valiosas”, a base de comportamientos que favorezcan el desarrollo del cuerpo y del alma, sea activando sus potencialidades, sea eliminando los obstáculos que vayan saliendo al paso. En otras palabras, a base del crecimiento equilibrado de nuestras ocho dimensiones vitales, en términos del maestro Eladio Chávarri. Una mejor forma de vida solo puede conseguirse mediante el crecimiento de los valores que nutren todas y cada una de nuestras dimensiones vitales. Cada una de ellas debe hacerlo sin avasallar o desnaturalizar a las demás. Si la dimensión religiosa crece de forma invasiva, el excesivo celo religioso fagocita (“modaliza”, dice el maestro) todas las demás y nos arrastra al fanatismo. Lo mismo le ocurre a quien convierte todo el quehacer humano en “mercancía” o a quien hace de la vida un “juego” incesante. Necesitamos salud y estar a bien con Dios, pero también dinero, conocimiento, belleza, entretenimiento, bondad y vida social. Cuando una sola de estas ocho patas del banco se rompe, la vida cojea, y, claro está, no digamos cuando lo hacen siete debido a la excesiva presión de la restante.

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El único “contra” razonable que cabe en este escenario es el de la irracionalidad, el de remar contracorriente cuando el torrente humano pretende arrastrarnos al precipicio, el de todo contravalor. En términos cristianos, diríamos que debemos enfrentarnos a los encantos o cantos de sirena de lo que hemos dado en llamar “pecado”, que son todos y cada uno de los contravalores de nuestra vida. En términos políticos, lejos de negarle el pan y la sal al oponente, deberíamos combatir el abuso de poder y la malversación de los caudales públicos, que son lamentablemente los males más enquistados de la política que “padecemos”. En el ámbito religioso no necesitamos deslumbrantes exégetas ni grandes maestros de la teología, sino creyentes que hagan efectiva en su vida y en la de los demás la fraternidad cimentada en Jesús de Nazaret, alimentada por un amor abierto siempre al perdón. Y en el político no necesitamos genios que hagan malabares con los números ni habilidosos oradores, sino dirigentes honrados cuya palabra valga más que un acta notarial y cuya fuerza vocacional se utilice únicamente para construir la sociedad que representan.

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En este inicio de año lanzo un grito de denuncia para proclamar que en España estamos necesitando urgentemente como programa para la nueva andadura, por un lado, dirigentes religiosos que realmente crean en Jesús de Nazaret y que ajusten su conducta a las consignas evangélicas de fraternidad universal, y, por otro, dirigentes políticos que salgan del corral de pelea que se han fabricado artificialmente y en el que parecen encontrarse muy a gusto, para pelarse el culo en el servicio que deben prestar a los ciudadanos, administrando sabia y austeramente los caudales públicos. En cuanto a los ciudadanos y a los creyentes de a pie, obviamente, lo que estamos necesitando a gritos y por lo que deberíamos luchar durante el año entrante es por el sentido común que anida en una austeridad razonable y en la buena vecindad dentro del municipio, de la autonomía y de la nación.

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PD. Aunque los seguidores de este blog saben muy bien que no soy propenso a ningún tipo de papolatría, ni siquiera a una afección leve,  el día de hoy me invita a rendir homenaje al recién fallecido papa emérito BXVI. A pesar de la paradoja que entraña y de la suspicacia que pueda despertar, el más fino y hermoso homenaje que puedo tributarle consiste en manifestar mi convicción personal de que Joseph Ratzinger ha sido un hombre que, tras tanto elucubrar en favor de la armonización de la fe y la razón, ha vivido como un creyente de a pie, agraciado con la fe del carbonero, una fe infantil completamente pegada a su expresión literal sagrada, consciente de que el reino de los cielos es propiedad exclusiva de los niños y de quienes se hacen o se comportan como tales. Su sorpresa al adentrarse en el "más allá",  tan valorado por él mismo, no como finiquito sino como encuentro, no habrá sido seguramente menor que la que nos espera a todos los demás. Realmente, Dios se revela por igual en todas sus criaturas, aunque parezca hacerlo más y mejor en unas que en otras. Loado sea ese Dios nuestro, otrora tan lejano y caprichoso, pero que Jesús nos ha enseñado a mirar y tratar como padre benevolente, que hoy acoge complacido a un hijo cuya vida deja resonancia en la conciencia de millones de seres humanos.

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