Mi viaje a Tierra Santa (II) Muchos viajes en un viaje interior: De Ein Karen al Santo Sepulcro
También gritan a los cuatro vientos la piedad de los devotos judíos las piedras del Muro de las Lamentaciones, entre cuyas rendijas, aquella misma tarde del domingo, tuve el gusto, el honor y la emoción devota de introducir un papel en el que había escrito: “RD, autores y lectores”
Al poner mis manos sobre la piedra en que se supone que reposó el cuerpo muerto de Jesús, sentí una sacudida interior como si mis tripas se hubieran removido por la descarga de un rayo
En Ein Karen, tras subir la empinada cuesta que da acceso a la iglesia de la Visitación, nos topamos con la verja cerrada. Esperamos largo rato, hasta la salida de un reducido grupo de peregrinos que asistía a una misa. Habíamos llegado fuera de horario, pero confiábamos en que se tendría una mínima atención con nosotros. El guardián abrió la verja para que saliera aquel pequeño grupo, con su capellán al frente, y a nosotros nos negó rotundamente la entrada, argumentando que, además de que ya no era hora de visitas, tenía muchísima prisa. De poco nos sirvió insistir en nuestro empeño, informarle de nuestra condición y reflejarle una cierta contrariedad y una gran decepción. Resignados, volvimos sobre nuestros pasos cuesta abajo.
Pero la fortuna o Alguien que nos favorecía hizo que, hacia la mitad del descenso, nos cruzáramos con el padre superior del monasterio, de habla española. Lo abordamos, lo saludamos, le expusimos nuestro pesar, le informamos de quiénes éramos y le aseguramos que nos haría un gran favor si nos permitía echar un rápido vistazo a la iglesia de la Visitación. Él se resistía a hacerlo, pues el hecho de que se tratara de un grupo de “periodistas” no le decía nada.
Pero fue una gran suerte para nosotros que quisiera saber qué éramos en última instancia, si turistas o peregrinos. Planteada así la cuestión, sin valorar la diferencia porque Tierra Santa, por el hechizo y la fuerza de su acontecer salvífico, convierte en peregrinos a cuantos la visitan, le respondí con voz de barítono y rotundidez de profeta: “padre, no le quepa la más mínima duda de que somos peregrinos”.
Solo entonces accedió, complacido, a nuestra petición. Dimos la vuelta y lo acompañamos, en charla distendida y agradecida, el resto de la subida. El guardián nos abrió la puerta, se disculpó por su negativa anterior y facilitó que hiciéramos una visita sosegada y tranquila a todo el recinto. Y nuestra rápida ojeada se convirtió en parsimoniosa contemplación del misterio que entraña oír cantar al unísono a dos sencillas mujeres el Magníficat, grabado en muchas lenguas en el muro del atrio.
Y, sobre todo, percibir que, allí mismo, dos fetos habían saltado de gozo en los vientres de sus madres, el primero porque tenía como destino transformar, a base de austeridad y conversión, el desierto en autopista para la llegada de su Señor, y el otro, porque haría de la vida de cada ser humano un esperanzado y tolerable peregrinaje, empleándose a fondo en la tarea que le obligaba a verter su sangre.
Lo cierto es que, aunque en conjunto el nuestro fue un viaje profesional, pues la invitación de Israel, deseoso de ser mejor conocido, se había hecho a “periodistas” de información religiosa con las miras puestas en su quehacer de tales, en él se condensaban muchos otros viajes, tantos como los objetivos que cada uno de nosotros había colocado en su propia mochila.
Sin duda, a nivel personal, también fue un hermoso viaje cultural, alimentado por una arqueología y una historia excepcionales al permitirnos pisar el escenario y conocer de primera mano acontecimientos que han influido significativamente en nuestra actual forma de vida. Huelga, por otro lado, pararse a destacar los factores turísticos e incluso lúdicos evidentes que enriquecieron nuestro paseo por Tierra Santa.
Pero, a mi criterio y seguro que también al de todos los demás, cabe hurgar mucho más en la mochila común, pues, además de la responsabilidad profesional de los invitados, debe subrayarse la exquisita sensibilidad religiosa del grupo, que afloró, muy hermosa y emotiva, en determinados momentos.
Por ello, no me cabe duda alguna de que el nuestro fue, además, un viaje de peregrinación que nos emplazó a reverberar nuestra devoción en el escenario mismo en que se gestó nuestra fe. Un viaje, en definitiva, de oración: conocer más a fondo el evento de la salvación para, tras saborearlo mejor, enriquecerse personalmente con él y transmitirlo de forma fidedigna.
El hecho de que las muchas visitas realizadas los días 19-22 de noviembre hayan sido turísticas no es óbice para que, en cada una de ellas, se haya producido una especie de simbiosis entre visitante y lugar que ha hecho revivir en nosotros los acontecimientos de salvación allí ocurridos. A fin de cuentas, habida cuenta de la futilidad del tiempo, podría decirse que los hechos evangélicos de Tierra Santa ocurrieron ayer mismo y que también hoy Jesús sigue muriendo y resucitando en las vicisitudes por que atraviesa cada hombre.
Por lo que a mí se refiere en particular, como ya he confesado, tengo el convencimiento de que esta invitación se gestó mucho más allá de lo que indican los cauces por los que me llegó la propuesta del Ministerio israelí de Turismo. Al verme precisado a recorrer a pie los principales escenarios de nuestra salvación, la entendí como llamada sin objeción posible a adentrarme en ellos en diálogo con Dios, como una reconfortante sonrisa de Jesús mismo.
Muchas veces he pensado, y hasta sentido, que lo más doloroso para un creyente debe de ser la sensación de, en un momento de corrosiva frustración, ver que Dios que pasa a su lado girando la cabeza para negarle la mirada. Hablo de una sensación espantosa, de brutal soledad, quizá la noche más oscura a la que un místico pueda enfrentarse, una especie de infierno de amargura concentrada. Pues bien, justo lo contrario fue lo que me ocurrió en esta ocasión, en la que el proyectado viaje se transformó en oración en el instante mismo de la propuesta, oración que, como es obvio, sigue abierta, al menos mientras estas reflexiones den cuenta del mismo.
Me excuso ante los lectores por lo marcadamente personal de este testimonio, pues es la única forma que encuentro para hacer sentir a cuantos hacen Religión Digital o la siguen que todos ellos me han acompañado todo el tiempo a lo largo del recorrido. ¡Ojalá que todos ellos tengan la fortuna, si no la han tenido todavía, de realizar un viaje así, en el que no sea suficiente que a uno le digan que Jesús estuvo sentado probablemente en estas piedras de la sinagoga o atraigan su mirada sobre los lugares donde oró, lloró, celebró la última cena, cayó aplastado por el peso de la cruz y fue crucificado y enterrado, porque lo importante, mientras se camina orando por esos parajes, es ver a Jesús mismo en acción!
Si alguno tuviera la tentación de pensar que Jesús murió hace más de dos mil años y que todo lo referido a él es ya historia, la hondura de su propia humanidad le ayudará a percibir que Jesús sigue vivo y sufriente en cada uno de los seres humanos que en este mundo están sometidos a un cruel proceso de calvario y crucifixión.
En definitiva, digamos que el nuestro ha sido un viaje de “continuo diálogo interior”, de sostenida conversación fervorosa con Quien ha impreso una nueva personalidad a la tierra de Israel, escenario en el que espontáneamente brota del interior de cada peregrino el padrenuestro. La mañana del día 20, el padre Kelly, provocando con su celo religioso que un volcán brotara de nuestras propias entrañas, nos lo hizo sentir muy a fondo en la capilla-refugio de San José, construida a resguardo del barullo turístico que a veces se produce en el centro “Duc in altum” de Magdala, al que ya me he referido.
Otro tanto consiguió allí mismo, en la capilla de la hemorroísa, en la que, metiendo en escena la mano extendida de una de nuestras compañeras, nos hizo sentir el chispazo que en aquel preciso instante salía del vestido de Jesús para curarla de su dolencia. Y, más todavía si cabe, con la magia de su fervor provocó un hermoso milagro visual en la capilla de la resurrección de la hija de Jairo, cuando, tras incorporar a la escena a tres de nuestros compañeros, vimos cómo Jesús tendía su mano, a la vez, a la niña y a ellos para decir, refiriéndose a todos, “talita cumi” mientras les inyectaba nueva vida.
El buen irlandés logró que la emoción volviera a hacer vibrar nuestras carnes cuando, por sorpresa, lo encontramos en Nuestra Señora de Jerusalén la tarde-noche del domingo, día 21 de noviembre. Al despedirse de nosotros tras la misa a que allí habíamos asistido, llenó de magia el microbús en el que ya nos habíamos acomodado al musitar una emotiva oración y darnos su bendición. Era la misma emoción que nos había embargado dos horas antes en el Santo Sepulcro y que volvería hacerlo la tarde siguiente. En ambas ocasiones, la falta de turistas nos permitió no solo caminar en su interior sin agobio alguno, sino también detenernos, sin prisas ni apreturas, en el reducido hueco de la tumba de Jesús.
Confieso que, al poner mis manos sobre la piedra en que se supone que reposó el cuerpo muerto de Jesús, sentí una sacudida interior como si mis tripas se hubieran removido por la descarga de un rayo. Cuando se ora ante ella, se percibe fácilmente que aquella losa conserva toda su prístina fuerza radiactiva. ¿Acaso no podemos ver en ella la piedra angular que sostiene realmente el edificio de la Iglesia, incluso el de esta atormentada Iglesia nuestra que tanto se tambalea? Pero, por mucho que las debilidades humanas, cual seísmos encadenados como los que está sufriendo la isla de la Palma, zarandeen sus estructuras y remuevan sus cimientos, aquella desnuda piedra fría seguirá gritando a todos los hombres de buena voluntad su perenne mensaje de resurrección.
Como también gritan a los cuatro vientos la piedad de los devotos judíos las piedras del Muro de las Lamentaciones, entre cuyas rendijas, aquella misma tarde del domingo, tuve el gusto, el honor y la emoción devota de introducir un papel en el que había escrito: “RD, autores y lectores”.
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