Apostémosle a la fuerza del perdón
Mucho se habla del perdón para poder superar el conflicto que vivimos en Colombia. Y es que sin perdón no se puede vislumbrar un futuro posible. Lógicamente, es difícil perdonar porque hay situaciones que resultan tan dolorosas que pensar en el perdón en esas experiencias, supondría “perdonar lo imperdonable”. Pero es precisamente esa situación límite, la que confronta con la posibilidad o no del perdón y la urgencia de que se haga realidad.
El perdón ha de alcanzar al victimario y transformarlo. Algunas veces sucede así. Por lo menos es lo que uno imagina en la tan conocida parábola del Hijo prodigo (Lc 15, 11-32), cuando el Padre misericordioso acoge al Hijo que lo ha ofendido hasta el extremo –pedir la herencia al Padre, en ese contexto, suponía desearle la muerte-. El pasaje parece mostrar que el Hijo se arrepiente ya no sólo por la necesidad “deseaba llenar su vientre de las algarrobas que comían los cerdos pero nadie se las daba”, sino por ese amor infinito de su Padre cuando llega, que en lugar de tratarlo como a un jornalero –ero lo máximo a lo que aspiraba el hijo- organiza una fiesta en su honor y restituye su dignidad vistiéndolo con las mejores ropas, calzándolo y poniendo el anillo en su mano.
Se podría pensar que tal vez no fue todo tan maravilloso como parece relatarlo la parábola o que el hijo no llegó a cambiar tanto como se esperaba, ya que muchas veces se constata que la mano que se tiende no es acogida suficientemente o, en algunos casos, totalmente rechazada con los actos que vuelven a cometerse, como si no hubieran recibido tanto perdón. Los seres humanos gozamos de una libertad que no se puede controlar y ésta puede optar por el agradecimiento y el cambio o el rechazo y la vuelta al mal tan fácil de habitar en nuestros corazones.
Sin embargo, la parábola nos remite, tal vez con más fuerza, al hijo mayor, que parece tan bueno y cumplidor del deber pero que en el momento del perdón brindado al hermano, deja ver lo pequeño de su amor y la envidia que corroe su corazón. Y es que la parábola precisamente está dicha para los fariseos y escribas quienes al ver a Jesús comiendo con pecadores y publicanos, murmuran de Él (Lc 15, 1-2). Con la parábola Jesús quiere mostrarles, que El Dios del reino que Él anuncia, se inclina por los pecadores y siempre les brinda la posibilidad de comenzar de nuevo. Pero eso era lo que no llegaban a comprender los que decían ser judíos piadosos, olvidando el único mandamiento importante: amar a Dios y al prójimo (Lc 10, 27), como dos caras de la misma moneda, que no pueden separarse.
Que el perdón es difícil, como ya dijimos, que nada se saca con perdonar porque el victimario no cambia, que perdonar puede llevar a la impunidad y a la injusticia (….), todo eso es verdad. Y el reproche del hijo mayor al Padre: “He aquí, tantos años que te sirvo, no habiéndote desobedecido jamás y nunca me has dado ni un cabrito para gozarme con mis amigos, pero cuando viene ese hijo tuyo, que ha consumido tus bienes con rameras, has hecho matar el becerro gordo para él”, parece resonar en nuestros oídos cuando se habla del perdón en situaciones de guerra. Pero el énfasis está puesto no en los males cometidos sino en la posibilidad de superarlos o, como está dicho en la parábola, en el aceptar la explicación del Padre: “Este hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto a la vida, se había perdido y ha sido hallado”.
Los cristianos hemos de aportar una voluntad decidida por el perdón. No con impunidad pero si con “justicia transicional”, es decir, posibilidad de un nuevo comienzo. De lo contrario la fraternidad/sororidad rota, nunca podrá restablecerse. Hay, por tanto, que apostarle al poder del perdón para liberar el propio corazón del dolor y el resentimiento y para ofrecer un nuevo comienzo al victimario. Nada está garantizado pero todo es posible. Y la gracia de Dios acompaña, sin duda, todo ese proceso.
El perdón ha de alcanzar al victimario y transformarlo. Algunas veces sucede así. Por lo menos es lo que uno imagina en la tan conocida parábola del Hijo prodigo (Lc 15, 11-32), cuando el Padre misericordioso acoge al Hijo que lo ha ofendido hasta el extremo –pedir la herencia al Padre, en ese contexto, suponía desearle la muerte-. El pasaje parece mostrar que el Hijo se arrepiente ya no sólo por la necesidad “deseaba llenar su vientre de las algarrobas que comían los cerdos pero nadie se las daba”, sino por ese amor infinito de su Padre cuando llega, que en lugar de tratarlo como a un jornalero –ero lo máximo a lo que aspiraba el hijo- organiza una fiesta en su honor y restituye su dignidad vistiéndolo con las mejores ropas, calzándolo y poniendo el anillo en su mano.
Se podría pensar que tal vez no fue todo tan maravilloso como parece relatarlo la parábola o que el hijo no llegó a cambiar tanto como se esperaba, ya que muchas veces se constata que la mano que se tiende no es acogida suficientemente o, en algunos casos, totalmente rechazada con los actos que vuelven a cometerse, como si no hubieran recibido tanto perdón. Los seres humanos gozamos de una libertad que no se puede controlar y ésta puede optar por el agradecimiento y el cambio o el rechazo y la vuelta al mal tan fácil de habitar en nuestros corazones.
Sin embargo, la parábola nos remite, tal vez con más fuerza, al hijo mayor, que parece tan bueno y cumplidor del deber pero que en el momento del perdón brindado al hermano, deja ver lo pequeño de su amor y la envidia que corroe su corazón. Y es que la parábola precisamente está dicha para los fariseos y escribas quienes al ver a Jesús comiendo con pecadores y publicanos, murmuran de Él (Lc 15, 1-2). Con la parábola Jesús quiere mostrarles, que El Dios del reino que Él anuncia, se inclina por los pecadores y siempre les brinda la posibilidad de comenzar de nuevo. Pero eso era lo que no llegaban a comprender los que decían ser judíos piadosos, olvidando el único mandamiento importante: amar a Dios y al prójimo (Lc 10, 27), como dos caras de la misma moneda, que no pueden separarse.
Que el perdón es difícil, como ya dijimos, que nada se saca con perdonar porque el victimario no cambia, que perdonar puede llevar a la impunidad y a la injusticia (….), todo eso es verdad. Y el reproche del hijo mayor al Padre: “He aquí, tantos años que te sirvo, no habiéndote desobedecido jamás y nunca me has dado ni un cabrito para gozarme con mis amigos, pero cuando viene ese hijo tuyo, que ha consumido tus bienes con rameras, has hecho matar el becerro gordo para él”, parece resonar en nuestros oídos cuando se habla del perdón en situaciones de guerra. Pero el énfasis está puesto no en los males cometidos sino en la posibilidad de superarlos o, como está dicho en la parábola, en el aceptar la explicación del Padre: “Este hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto a la vida, se había perdido y ha sido hallado”.
Los cristianos hemos de aportar una voluntad decidida por el perdón. No con impunidad pero si con “justicia transicional”, es decir, posibilidad de un nuevo comienzo. De lo contrario la fraternidad/sororidad rota, nunca podrá restablecerse. Hay, por tanto, que apostarle al poder del perdón para liberar el propio corazón del dolor y el resentimiento y para ofrecer un nuevo comienzo al victimario. Nada está garantizado pero todo es posible. Y la gracia de Dios acompaña, sin duda, todo ese proceso.