De nuevo nos encontramos celebrando el
fin del año y comenzando uno nuevo. Así lo festejamos cada 31 de Diciembre, día que no pasa desapercibido para casi nadie y que implica sentimientos de
alegría por lo vivido, de
nostalgia por los sucesos negativos, de
esperanza porque siempre se puede intentar que las cosas cambien para bien. Cronológicamente no hay ningún cambio que permita esa sensación de terminar un año y comenzar otro. Pero psicológicamente si se experimenta un efecto que viene de la celebración externa y que bien aprovechada puede
hacer surgir lo mejor de nosotros mismos para iniciar un
nuevo comienzo. Situándonos en la vida cristiana -que no es otra que la misma vida humana sólo que en ese horizonte del
don de la fe que “hace nuevas todas las cosas”, iniciar un año nos puede ayudar a tener buenos propósitos que hagan madurar y hacer
más significativa nuestra
fe. Disponernos a tener una
vida de oración con más constancia y profundidad.
Formarnos mejor en la vida de fe para saber dar razón de ella con argumentos sólidos que puedan dialogar con el mundo de hoy. Convencernos de la necesaria
articulación entre todo lo que hacemos y la fe que profesamos. Es decir, que la honestidad, la responsabilidad y el bien común sean los rectores de todo nuestro actuar. No hacer
dicotomía entre los asuntos de la vida diaria y los espacios destinados a la celebración de la fe. Que en la
cotidianidad vivamos la oración y la oración contenga la vida con todos sus desafíos y posibilidades. En fin, cada uno sabrá lo que puede proponerse para iniciar un año nuevo que haga más significativa la vida cristiana que profesamos. Pero eso sí que todos busquemos como prioridad “
no olvidarnos de los pobres” porque ellos son los
preferidos de Dios y si queremos ser cristianos auténticos, no hay un propósito o mandamiento mayor que amar a todos pero, especialmente, a los más necesitados de cada momento porque en ellos habita, de manera preferencial, el Dios al quien amamos y seguimos.