Busquen primero el reino de Dios
Hemos hablado en varias ocasiones de entender bien el mensaje de la Sagrada Escritura y hoy reflexionaremos sobre un conocido versículo que invocamos muchas veces, en la Misa, antes de la lectura del evangelio. Me refiero al texto de Mateo: “Busquen primero el reino y la justicia de Dios y todas esas cosas vendrán por añadidura” (6, 33). “Esas cosas” a las que se refiere este pasaje según lo que dice el mismo texto, versículos antes, son las preocupaciones básicas para una vida digna tales como el comer, el beber, el vestido, y no las “riquezas y lujos” que, en la situación de pobreza que vive nuestro mundo, constituyen un escándalo y contradicción con nuestro ser cristiano (Documento de Puebla, 28).
Sin embargo, en más de una ocasión he escuchado a personas aplicarse a sí mismas este pasaje porque entienden por “reino” el ser muy “piadoso”, es decir, rezar mucho, frecuentar los sacramentos, invocar el nombre de Dios muchas veces al día, y, como ellas se perciben así, se sienten seguras de estar “buscando el reino”. Pero ahí no acaba todo. Concluyen que las riquezas que poseen –que generalmente son bastantes - son la bendición que Dios les da por esa fe tan grande que tienen (esto, sin duda, remite fácilmente al fariseo del evangelio que podía gloriarse ante Dios por no ser como el publicano -Lc 18,9-14 y hace pensar por qué será que Dios no bendice a tantos pobres que lo invocan continuamente…).
Pero volviendo a nuestro tema, en esa manera de interpretar las cosas, es que se puede distinguir entre una fe al servicio de justificar el status social –que casi siempre corresponde a un nivel alto económicamente hablando- de la fe que surge del seguimiento al Jesús de los evangelios. Cuando Mateo nos habla del reino de Dios se refiere a la praxis de Jesús que, conviene recordar, sus mismos contemporáneos rechazaban: “Este acoge a los pecadores y come con ellos” (Lc 15,2). Más aún, lo criticaban duramente diciendo: “Ahí tienen a un comilón y un borracho, amigo de publicanos y pecadores” (Lc 7, 33-34). Y es que Jesús se dedicaba a sentarse a la mesa con los despreciados de la sociedad, bien fuera por estar enfermos, por ser pobres, por ser pecadores, por no ser judíos, por ejercer una profesión considerada no digna, por ser mujer, etc., y esto lo hacía porque la mejor imagen del reino que El anunciaba era la de la “mesa común” donde todos pueden sentarse en condiciones de igualdad por ser hijos e hijas del mismo Dios Padre-Madre.
Para Jesús el reino nunca fue rezar todo el día. Oraba y, muchas veces, pero para no decaer en el anuncio del reino que, como acabamos de ver, le traía tantas críticas e incomprensiones. Rezaba para no dejar de ver a los excluidos de su tiempo como hijos e hijas de Dios. Rezaba para dedicarse a la construcción de la fraternidad, de la inclusión, de la casa común, de la justicia social, como lo único “absoluto”. Y porque se dedicaba a lo único absoluto, no tenía tiempo para dedicarse a otras realidades, por buenas que sean, comenzando por el garantizar las condiciones básicas para vivir o el formar una familia o dedicarse a una profesión.
Es a eso a lo que el texto de Mateo se refiere. Buscar “primero” el reino, por lo tanto, más que remitirnos a tener un tipo de piedad intimista nos remite a esa dedicación real y efectiva “con toda la mente, corazón y fuerzas” (Dt 6,4) al amor al prójimo y al servicio de los más débiles. Nos compromete con la justicia social. Nos hace imposible pensar en nuestro propio bienestar cuando la pobreza está tan presente en nuestra realidad. Nos hace proclamar que no se puede ser cristiano y no velar por la suerte de los más pobres. La consecuencia de esa dedicación exclusiva al reino –a éste, al anunciado por Jesús- nunca serán riquezas materiales y menos lujos excesivos, será la misma suerte de Jesús y la de tantos otros santos y santas que han entregado su vida por la dedicación exclusiva al reino de Dios.
Ojala que el encuentro con el Jesús de la historia, con el que se encarnó en nuestra realidad, con el que se jugó la vida por los últimos de su tiempo, llene de contenido y significado el “reino” y, se note entonces, que tenemos libertad efectiva de las cosas porque nuestro corazón esta acaparado, dedicado, entregado a la construcción de la mesa común, lugar donde Dios, efectivamente, reina.
Sin embargo, en más de una ocasión he escuchado a personas aplicarse a sí mismas este pasaje porque entienden por “reino” el ser muy “piadoso”, es decir, rezar mucho, frecuentar los sacramentos, invocar el nombre de Dios muchas veces al día, y, como ellas se perciben así, se sienten seguras de estar “buscando el reino”. Pero ahí no acaba todo. Concluyen que las riquezas que poseen –que generalmente son bastantes - son la bendición que Dios les da por esa fe tan grande que tienen (esto, sin duda, remite fácilmente al fariseo del evangelio que podía gloriarse ante Dios por no ser como el publicano -Lc 18,9-14 y hace pensar por qué será que Dios no bendice a tantos pobres que lo invocan continuamente…).
Pero volviendo a nuestro tema, en esa manera de interpretar las cosas, es que se puede distinguir entre una fe al servicio de justificar el status social –que casi siempre corresponde a un nivel alto económicamente hablando- de la fe que surge del seguimiento al Jesús de los evangelios. Cuando Mateo nos habla del reino de Dios se refiere a la praxis de Jesús que, conviene recordar, sus mismos contemporáneos rechazaban: “Este acoge a los pecadores y come con ellos” (Lc 15,2). Más aún, lo criticaban duramente diciendo: “Ahí tienen a un comilón y un borracho, amigo de publicanos y pecadores” (Lc 7, 33-34). Y es que Jesús se dedicaba a sentarse a la mesa con los despreciados de la sociedad, bien fuera por estar enfermos, por ser pobres, por ser pecadores, por no ser judíos, por ejercer una profesión considerada no digna, por ser mujer, etc., y esto lo hacía porque la mejor imagen del reino que El anunciaba era la de la “mesa común” donde todos pueden sentarse en condiciones de igualdad por ser hijos e hijas del mismo Dios Padre-Madre.
Para Jesús el reino nunca fue rezar todo el día. Oraba y, muchas veces, pero para no decaer en el anuncio del reino que, como acabamos de ver, le traía tantas críticas e incomprensiones. Rezaba para no dejar de ver a los excluidos de su tiempo como hijos e hijas de Dios. Rezaba para dedicarse a la construcción de la fraternidad, de la inclusión, de la casa común, de la justicia social, como lo único “absoluto”. Y porque se dedicaba a lo único absoluto, no tenía tiempo para dedicarse a otras realidades, por buenas que sean, comenzando por el garantizar las condiciones básicas para vivir o el formar una familia o dedicarse a una profesión.
Es a eso a lo que el texto de Mateo se refiere. Buscar “primero” el reino, por lo tanto, más que remitirnos a tener un tipo de piedad intimista nos remite a esa dedicación real y efectiva “con toda la mente, corazón y fuerzas” (Dt 6,4) al amor al prójimo y al servicio de los más débiles. Nos compromete con la justicia social. Nos hace imposible pensar en nuestro propio bienestar cuando la pobreza está tan presente en nuestra realidad. Nos hace proclamar que no se puede ser cristiano y no velar por la suerte de los más pobres. La consecuencia de esa dedicación exclusiva al reino –a éste, al anunciado por Jesús- nunca serán riquezas materiales y menos lujos excesivos, será la misma suerte de Jesús y la de tantos otros santos y santas que han entregado su vida por la dedicación exclusiva al reino de Dios.
Ojala que el encuentro con el Jesús de la historia, con el que se encarnó en nuestra realidad, con el que se jugó la vida por los últimos de su tiempo, llene de contenido y significado el “reino” y, se note entonces, que tenemos libertad efectiva de las cosas porque nuestro corazón esta acaparado, dedicado, entregado a la construcción de la mesa común, lugar donde Dios, efectivamente, reina.