Comenzando el adviento
Entramos al tiempo de Adviento, tiempo de preparación gozosa para la celebración del misterio central de nuestra fe: la encarnación del Hijo de Dios. Como todo tiempo de preparación, hemos de estar atentos, alertas, dispuestos para la llegada de este inicio del año litúrgico. Pero este tiempo tiene una característica propia: es una preparación alegre, confiada, gozosa. Y no es para menos: Dios mismo viene a nuestra historia, se hace pequeño y frágil para entrar a nuestro mundo sin imposiciones ni arrogancias, sino desde lo sencillo, lo escondido, lo que pasa tantas veces desapercibido.
Adviento nos conecta con la esperanza cristiana que fundamenta nuestra vida. Una esperanza no en algo sino en Alguien, en un ser humano como nosotros, Jesús –el Hijo de María- que porque asumió en verdad nuestra condición humana, pudo darnos la vida de Dios, meta de nuestra esperanza.
Ahora bien, ¿cómo vivir este tiempo con fecundidad? Es necesario preparar todas las dimensiones de nuestro ser. Por una parte, la dimensión afectiva. Aprender a acoger con el corazón estos misterios que nos desbordan y que no podemos explicar con la racionalidad, so pena de quedar en un laberinto sin salida. Adviento es tiempo de oración, escucha, atención, acogida, disposición. Tiempo de admirarnos y sorprendernos porque nuestro Dios haya escogido este camino para entrar en nuestra historia. Es momento de agradecimiento porque Dios mismo se ha puesto en camino para salir a nuestro encuentro, para hablar nuestro lenguaje, compartir nuestra precariedad.
Pero también hemos de trabajar la dimensión racional no tanto para buscar explicaciones lógicas –como acabamos de decir-, sino para tener una formación adecuada al discipulado misionero, tan necesaria y urgente para una vivencia de nuestra fe responsable y acorde con los desafíos actuales. Una formación que no sea adoctrinamiento o basada en el principio de autoridad –esto es así porque lo dijo tal o cual autoridad- sino una formación que asume las preguntas de hoy, las reflexiona, las debate y busca caminos de solución. A modo de ejemplo, el cuestionario que se presentó para preparar el Sínodo extraordinario sobre la familia en 2014, es una buena muestra de una fe que quiere darle nombre a los problemas actuales, preguntar directamente por ellos, no evadirlos, sino afrontarlos. Sin duda la Exhortación Apostólica Amoris laetitia recoge algo de esas inquietudes pero, precisamente por eso, este documento está levantando polémica y no hay que tener miedo. Es necesario pensar y avanzar en lo que puede ser distinto.
No menos importante es la dimensión relacional que nos conecta con todos los seres de la creación y nos invita a sentirnos parte de un todo mayor para el que no es ajeno ningún ser creado –animado o inanimado. Esto hoy se llama una mirada holística, más englobante, más integral, más compleja. Formamos parte de un cosmos, nuestra casa común, y todo lo que en él existe está llamado a la salvación en Cristo.
Y en el centro de toda esta preparación, hay que preguntarse por lo más importante del adviento: ¿quién es el Dios que viene? ¿cómo hemos de reconocerlo? ¿dónde podemos encontrarlo? Y ahí es donde nuestra mirada ha de situarse en el lugar donde Jesús nace: en los más pobres, en lo que son excluidos por no adaptarse a lo establecido, en los que la lógica del mundo y aún más, la lógica de las normas cristianas establecidas- no considera valiosos porque no cumplen con los preceptos. El Dios que viene es el del amor incondicional que no está esperando méritos de sus hijos/as. Precisamente él ha decidido venir a los que no los tienen, a los que no los pueden cumplir. Es el Dios que come con pecadores y publicanos (Lc 15, 2) y que no utiliza la fuerza, la cohesión o el miedo para llamarlos al cambio de vida. El amor es la única mediación que emplea y no teme el fracaso que pueda traer consigo. Por eso asume con libertad su muerte y confía en la última palabra que viene de Dios mismo: la muerte no es el fin sino la resurrección del Hijo de Dios. Porque Él ha resucitado, nuestra esperanza sigue firme y no tememos escoger el mismo camino escogido por él para comunicar la Buena Noticia del Reino.
Vivamos entonces desde el espíritu alegre y confiado la “preparación de los caminos del Señor” (Mt 3,3) para que este año, el Niño Jesús que viene, sea acogido, aceptado y reconocido en tantos pesebres de la historia que lejos de ser estigmatizados o excluidos han de ser incluidos y aceptados, señal del Dios amor que viene y con su presencia transforma todos los corazones y todas las realidades.
Adviento nos conecta con la esperanza cristiana que fundamenta nuestra vida. Una esperanza no en algo sino en Alguien, en un ser humano como nosotros, Jesús –el Hijo de María- que porque asumió en verdad nuestra condición humana, pudo darnos la vida de Dios, meta de nuestra esperanza.
Ahora bien, ¿cómo vivir este tiempo con fecundidad? Es necesario preparar todas las dimensiones de nuestro ser. Por una parte, la dimensión afectiva. Aprender a acoger con el corazón estos misterios que nos desbordan y que no podemos explicar con la racionalidad, so pena de quedar en un laberinto sin salida. Adviento es tiempo de oración, escucha, atención, acogida, disposición. Tiempo de admirarnos y sorprendernos porque nuestro Dios haya escogido este camino para entrar en nuestra historia. Es momento de agradecimiento porque Dios mismo se ha puesto en camino para salir a nuestro encuentro, para hablar nuestro lenguaje, compartir nuestra precariedad.
Pero también hemos de trabajar la dimensión racional no tanto para buscar explicaciones lógicas –como acabamos de decir-, sino para tener una formación adecuada al discipulado misionero, tan necesaria y urgente para una vivencia de nuestra fe responsable y acorde con los desafíos actuales. Una formación que no sea adoctrinamiento o basada en el principio de autoridad –esto es así porque lo dijo tal o cual autoridad- sino una formación que asume las preguntas de hoy, las reflexiona, las debate y busca caminos de solución. A modo de ejemplo, el cuestionario que se presentó para preparar el Sínodo extraordinario sobre la familia en 2014, es una buena muestra de una fe que quiere darle nombre a los problemas actuales, preguntar directamente por ellos, no evadirlos, sino afrontarlos. Sin duda la Exhortación Apostólica Amoris laetitia recoge algo de esas inquietudes pero, precisamente por eso, este documento está levantando polémica y no hay que tener miedo. Es necesario pensar y avanzar en lo que puede ser distinto.
No menos importante es la dimensión relacional que nos conecta con todos los seres de la creación y nos invita a sentirnos parte de un todo mayor para el que no es ajeno ningún ser creado –animado o inanimado. Esto hoy se llama una mirada holística, más englobante, más integral, más compleja. Formamos parte de un cosmos, nuestra casa común, y todo lo que en él existe está llamado a la salvación en Cristo.
Y en el centro de toda esta preparación, hay que preguntarse por lo más importante del adviento: ¿quién es el Dios que viene? ¿cómo hemos de reconocerlo? ¿dónde podemos encontrarlo? Y ahí es donde nuestra mirada ha de situarse en el lugar donde Jesús nace: en los más pobres, en lo que son excluidos por no adaptarse a lo establecido, en los que la lógica del mundo y aún más, la lógica de las normas cristianas establecidas- no considera valiosos porque no cumplen con los preceptos. El Dios que viene es el del amor incondicional que no está esperando méritos de sus hijos/as. Precisamente él ha decidido venir a los que no los tienen, a los que no los pueden cumplir. Es el Dios que come con pecadores y publicanos (Lc 15, 2) y que no utiliza la fuerza, la cohesión o el miedo para llamarlos al cambio de vida. El amor es la única mediación que emplea y no teme el fracaso que pueda traer consigo. Por eso asume con libertad su muerte y confía en la última palabra que viene de Dios mismo: la muerte no es el fin sino la resurrección del Hijo de Dios. Porque Él ha resucitado, nuestra esperanza sigue firme y no tememos escoger el mismo camino escogido por él para comunicar la Buena Noticia del Reino.
Vivamos entonces desde el espíritu alegre y confiado la “preparación de los caminos del Señor” (Mt 3,3) para que este año, el Niño Jesús que viene, sea acogido, aceptado y reconocido en tantos pesebres de la historia que lejos de ser estigmatizados o excluidos han de ser incluidos y aceptados, señal del Dios amor que viene y con su presencia transforma todos los corazones y todas las realidades.