Dar testinomio de fe en estos tiempos distintos
Vivimos en un mundo pluricultural y religioso cada vez más evidente. Por mucho que queramos evitarlo y que busquemos estadísticas y cifras para mostrar que el cristianismo sigue creciendo, no se puede negar que otras religiones también crecen y, el número de “indiferentes” –porque hoy en día no se preocupan tanto por decir sí son ateos o no- crece aún más. Entre los jóvenes, especialmente, este fenómeno es relevante. Por ejemplo, de un grupo de 40 estudiantes de una universidad católica, solo uno se confiesa católico practicante, otro se confiesa seguidor de un maestro espiritual de los “hare Krishna”, y el resto sin negar la tradición católica en que crecieron por su familia y colegio, afirman no prestar ninguna atención a lo que pasa en la institución eclesial y no estar interesados en nada que tenga que ver con la fe. Posiblemente estas cifras pueden variar en otros grupos pero sí parece ser cierto que el indiferentismo gana cada vez más espacio y la configuración de nuestro mundo cambia a pasos acelerados.
¿Cómo vivir nuestra fe en esta nueva realidad compleja, distinta, interpelante, angustiante –en ciertos sentidos- llena de “trasgresiones” como llaman algunos a todo lo que se sale de lo “correctamente” establecido y aceptado durante siglos? ¿Cuáles son los caminos más apropiados para enfrentar todo esto nuevo y desconcertante?
Para unos el camino es el de replegarse sobre sí mismos y satanizar todo lo distinto. Sienten que el mismo demonio en persona nos visita y hay que enfrentarlo a como dé lugar, sin detenerse a discernir lo que realmente es malo de lo que simplemente es diferente. Ven necesario reforzar la identidad religiosa y vuelven a asumir símbolos, tradiciones, expresiones y prácticas religiosas que creen hacen más visible y explicita la fe que profesan. En algunos sectores de la vida consagrada esto se hace evidente: o bien por los hábitos y costumbres un tanto extravagantes que asumen o por la mentalidad con la que están formando a las nuevas vocaciones. Al dialogar con estos jóvenes en lugar de encontrar los típicos valores juveniles de creatividad, ilusión, riesgo, audacia para nuevas propuestas, se encuentran mentes cerradas, plegadas al “deber ser” y con prejuicios frente a los movimientos teológicos y pastorales, concretamente con lo latinoamericano, yendo en contravía de lo que afirmó la conferencia de Aparecida refiriéndose al método teológico ver-juzgar-actuar-: este método “ha colaborado a vivir más intensamente nuestra vocación y misión en la Iglesia, ha enriquecido el trabajo teológico y pastoral y en general ha motivado a asumir nuestras responsabilidades ante las situaciones concretas de nuestro continente” (n. 19).
Pero no todo va por ahí y hay cristianos y comunidades religiosas que siguen por la senda de los “primeros cristianos”: insertos en el mundo, sin diferenciarse de él pero viviendo de manera distinta. Los Hechos de los Apóstoles nos hablan de ese estilo de vida centrado en la fraternidad, en la oración y en el compartir los bienes (2, 43-47; 4, 32-35). De esa manera daban testimonio de su fe en el Resucitado, viviendo entre los paganos, sin parecer distintos por la extravagancia de lo externo, sino aportando lo peculiar que viene del Espíritu: su caridad, su alegría, su hacer bien a todos, su estar dispuestos a dar la vida por el bien común, especialmente, la vida de los más pobres.
Ante los cambios que vivimos, hemos de creer en la fuerza del “testimonio”. Un testimonio de amor verdadero y a fondo a todo y a todos; una oración que nos abra a las necesidades de los demás antes que a la búsqueda de los propios intereses, un compromiso sincero y audaz con la construcción de una sociedad y una historia donde “todos quepan” –como decía Gustavo Gutiérrez refiriéndose a los pobres- pero ahora extendiendo el arco hacia todos esos nuevos rostros con los que hemos de convivir desde diferentes posturas, credos, horizontes.
El testimonio no pasa desapercibido. Puede ser lenta su siembra como tantas veces las parábolas del reino lo expresan, pero con la certeza que dará su fruto. El testimonio no se impone, sino que se comparte. No juzga pero interpela. No avasalla pero transforma sin darnos cuenta. Seamos, pues, testigos del Resucitado con sencillez y sin pretensiones, confiados en el Espíritu que nos anima e impulsa en esta apasionante tarea.
¿Cómo vivir nuestra fe en esta nueva realidad compleja, distinta, interpelante, angustiante –en ciertos sentidos- llena de “trasgresiones” como llaman algunos a todo lo que se sale de lo “correctamente” establecido y aceptado durante siglos? ¿Cuáles son los caminos más apropiados para enfrentar todo esto nuevo y desconcertante?
Para unos el camino es el de replegarse sobre sí mismos y satanizar todo lo distinto. Sienten que el mismo demonio en persona nos visita y hay que enfrentarlo a como dé lugar, sin detenerse a discernir lo que realmente es malo de lo que simplemente es diferente. Ven necesario reforzar la identidad religiosa y vuelven a asumir símbolos, tradiciones, expresiones y prácticas religiosas que creen hacen más visible y explicita la fe que profesan. En algunos sectores de la vida consagrada esto se hace evidente: o bien por los hábitos y costumbres un tanto extravagantes que asumen o por la mentalidad con la que están formando a las nuevas vocaciones. Al dialogar con estos jóvenes en lugar de encontrar los típicos valores juveniles de creatividad, ilusión, riesgo, audacia para nuevas propuestas, se encuentran mentes cerradas, plegadas al “deber ser” y con prejuicios frente a los movimientos teológicos y pastorales, concretamente con lo latinoamericano, yendo en contravía de lo que afirmó la conferencia de Aparecida refiriéndose al método teológico ver-juzgar-actuar-: este método “ha colaborado a vivir más intensamente nuestra vocación y misión en la Iglesia, ha enriquecido el trabajo teológico y pastoral y en general ha motivado a asumir nuestras responsabilidades ante las situaciones concretas de nuestro continente” (n. 19).
Pero no todo va por ahí y hay cristianos y comunidades religiosas que siguen por la senda de los “primeros cristianos”: insertos en el mundo, sin diferenciarse de él pero viviendo de manera distinta. Los Hechos de los Apóstoles nos hablan de ese estilo de vida centrado en la fraternidad, en la oración y en el compartir los bienes (2, 43-47; 4, 32-35). De esa manera daban testimonio de su fe en el Resucitado, viviendo entre los paganos, sin parecer distintos por la extravagancia de lo externo, sino aportando lo peculiar que viene del Espíritu: su caridad, su alegría, su hacer bien a todos, su estar dispuestos a dar la vida por el bien común, especialmente, la vida de los más pobres.
Ante los cambios que vivimos, hemos de creer en la fuerza del “testimonio”. Un testimonio de amor verdadero y a fondo a todo y a todos; una oración que nos abra a las necesidades de los demás antes que a la búsqueda de los propios intereses, un compromiso sincero y audaz con la construcción de una sociedad y una historia donde “todos quepan” –como decía Gustavo Gutiérrez refiriéndose a los pobres- pero ahora extendiendo el arco hacia todos esos nuevos rostros con los que hemos de convivir desde diferentes posturas, credos, horizontes.
El testimonio no pasa desapercibido. Puede ser lenta su siembra como tantas veces las parábolas del reino lo expresan, pero con la certeza que dará su fruto. El testimonio no se impone, sino que se comparte. No juzga pero interpela. No avasalla pero transforma sin darnos cuenta. Seamos, pues, testigos del Resucitado con sencillez y sin pretensiones, confiados en el Espíritu que nos anima e impulsa en esta apasionante tarea.