Invitados a construir la “Cultura de la misericordia”
Comenzamos un nuevo año y este inicio nos invita a que apuntemos más alto en nuestras búsquedas, más comprometidos con nuestra fe. Para esto nos puede ayudar la Carta Apostólica “Misericordia et misera” que Francisco, Obispo de Roma, escribió el pasado 20 de noviembre, con motivo de la clausura del Año jubilar de la misericordia. En ella nos invita a crecer en una “Cultura de la misericordia”. A nivel personal, cada uno hemos de ser testigos de la misericordia recibida -“he sido misericordiado, entonces me convierto en instrumento de misericordia”- (n. 16) y, como Iglesia, renovando su rostro “en su acción perenne de conversión pastoral, para ser testimonio de la misericordia (n. 21). De hecho, la misericordia no es “un paréntesis en la vida de la Iglesia, sino que constituye su misma existencia, que manifiesta y hace tangible la verdad profunda del Evangelio” (n. 1).
Como lo ha hecho en todo su pontificado, en esta carta vuelve a poner a los pobres en el centro de su enseñanza y nos recuerda que ellos son el núcleo del evangelio, la razón definitiva por la que seremos juzgados ya que “Jesucristo, Rey del Universo, se ha identificado con los pequeños y los pobres, y nos juzgará a partir de las obras de misericordia (Mt 25, 31-46)” (n. 21).
La cultura de la misericordia se fundamenta en la oración que nos abre a la acción del Espíritu Santo, la familiaridad con la vida de los santos y en la cercanía concreta a los pobres. Así lo expresaba el apóstol Pablo en la carta a los Gálatas: “Nos pidieron que nos acordáramos de los pobres, lo cual he procurado cumplir” (Ga 2, 10). ¡No podemos olvidarnos de los pobres! Es una invitación más actual que nunca, que se impone en razón de su evidencia evangélica (n. 20).
Y, precisamente, por la situación deshumana que viven tantos pobres hoy, las obras de misericordia no son algo estático que repetimos mecánicamente. Por el contrario, hemos de ser “artesanos” de las obras de misericordia, es decir, “ninguna de ellas es igual a otra; nuestras manos las pueden modelar de mil modos” (n. 20). Francisco insiste: “es el momento de dejar paso a la fantasía de la misericordia para dar vida a tantas iniciativas nuevas, fruto de la gracia” (n. 18).
Son muchas y grandes las necesidades que tenemos que atender: Hay poblaciones enteras con hambre y sed, grandes masas de inmigrantes, enfermedades que reclaman socorro, ayuda y consuelo, presos en condiciones inhumanas, analfabetismo que genera otra clase de esclavitud, cultura del individualismo exasperado sobre todo en Occidente, que hace perder el sentido de la solidaridad y la responsabilidad hacia los demás y, por supuesto, el desconocimiento que muchos tienen de Dios, obstaculizando, por consiguiente, el reconocimiento de la dignidad inviolable de la vida humana. Por eso, las obras de misericordia corporales y espirituales siguen siendo un valor social que muestra la misericordia de Dios hacia todos los suyos y no podemos dejar de testimoniar (n. 18). El carácter social de la misericordia obliga a no quedarse inmóviles y a desterrar la indiferencia y la hipocresía, que la justicia y la vida digna no sean sólo palabras bonitas sino un compromiso concreto de la presencia del reino de Dios (n. 19).
La eterna dialéctica que algunos hacen entre “justicia” y “misericordia”, el Papa la ilumina con el pasaje de la adúltera (Jn 8, 1-11) donde la ley aprobaría la lapidación para ella, Jesús entra en escena y su rostro misericordioso pone a la ley y la justicia legal en su verdadero lugar: al servicio del ser humano. Allí “no se encuentra el pecado y el juicio en abstracto, sino una pecadora y el Salvador Jesús” (n. 1). Es decir, le pone rostro, tiempo, historia a esa circunstancia. No se pone en el centro la objetividad de la ley sino la subjetividad del amor de Dios que se hace real por cada persona. Siempre debe prevalecer la gracia divina por encima de la justicia que deriva de las normas. Quedarse solamente en la ley equivale a banalizar la fe y la misericordia divina. El cristiano está llamado a vivir la novedad del Evangelio “la ley del Espíritu que da vida en Cristo Jesús” (Rm 8,2), incluso en los casos más complejos en los que se quiere que prevalezca la justicia de las normas sobre la gracia divina (n. 11). La misericordia se excede, siempre va más allá, es fecunda. Es como la levadura que hace fermentar la masa (Mt 13,33) y o el grano de mostaza que se convierte en árbol (Lc 13, 19) (n. 19).
Muchos otros aspectos señala el Obispo de Roma refiriéndose a la misericordia. Es una carta muy completa que vale la pena profundizar más. Pero basta terminar señalando la propuesta que hace el Papa sobre celebrar en el XXXIII Domingo del tiempo ordinario, es decir, cuando se termine el año litúrgico –Fiesta de Cristo Rey- la “Jornada Mundial de los Pobres”. Será una jornada para que cada bautizado y comunidad reflexione sobre el hecho de que la pobreza está en el corazón del evangelio y mientras Lázaro este echado a la puerta de nuestra casa (Lc 16, 19-21), no podrá haber justicia ni paz social. Esta jornada constituirá una forma genuina de nueva evangelización, renovando el rostro de la Iglesia en su acción perenne de conversión pastoral, para ser testimonio de la misericordia (n. 21).
Por tanto, tenemos un año por delante en el que se nos invita a enfocar la mirada en el pobre y, más aún, cambiar nuestra mirada sobre él. No es simple objeto de caridad, como tantas veces parece lo consideramos al darle nuestras limosnas y ayudas puntuales, no es aquel a quien se desprecia porque parece que no sabe salir de su situación y se aprovecha de las políticas sociales para seguir en condición de vagancia y dependencia. Es el pobre del evangelio con el que Jesús se identifica -amado por Dios no porque sea bueno sino porque es ser humano y pobre-, el que merece toda nuestra atención, nuestra solidaridad y nuestro dedicación a romper las estructuras de exclusión que impide que ellos gocen de las condiciones de vida que harían posible su verdadero desarrollo. Es decir, si queremos llegar a esa Jornada Mundial de los Pobres con una vivencia real de lo que ella significa, hemos de trabajar en este año, por la justicia social y la paz -que van de la mano- especialmente en nuestro contexto colombiano. Dios nos encarga, por tanto, a través de esta carta de Francisco, el ministerio de la misericordia. Que seamos capaces de vivirlo con mucha audacia y generosidad.
Como lo ha hecho en todo su pontificado, en esta carta vuelve a poner a los pobres en el centro de su enseñanza y nos recuerda que ellos son el núcleo del evangelio, la razón definitiva por la que seremos juzgados ya que “Jesucristo, Rey del Universo, se ha identificado con los pequeños y los pobres, y nos juzgará a partir de las obras de misericordia (Mt 25, 31-46)” (n. 21).
La cultura de la misericordia se fundamenta en la oración que nos abre a la acción del Espíritu Santo, la familiaridad con la vida de los santos y en la cercanía concreta a los pobres. Así lo expresaba el apóstol Pablo en la carta a los Gálatas: “Nos pidieron que nos acordáramos de los pobres, lo cual he procurado cumplir” (Ga 2, 10). ¡No podemos olvidarnos de los pobres! Es una invitación más actual que nunca, que se impone en razón de su evidencia evangélica (n. 20).
Y, precisamente, por la situación deshumana que viven tantos pobres hoy, las obras de misericordia no son algo estático que repetimos mecánicamente. Por el contrario, hemos de ser “artesanos” de las obras de misericordia, es decir, “ninguna de ellas es igual a otra; nuestras manos las pueden modelar de mil modos” (n. 20). Francisco insiste: “es el momento de dejar paso a la fantasía de la misericordia para dar vida a tantas iniciativas nuevas, fruto de la gracia” (n. 18).
Son muchas y grandes las necesidades que tenemos que atender: Hay poblaciones enteras con hambre y sed, grandes masas de inmigrantes, enfermedades que reclaman socorro, ayuda y consuelo, presos en condiciones inhumanas, analfabetismo que genera otra clase de esclavitud, cultura del individualismo exasperado sobre todo en Occidente, que hace perder el sentido de la solidaridad y la responsabilidad hacia los demás y, por supuesto, el desconocimiento que muchos tienen de Dios, obstaculizando, por consiguiente, el reconocimiento de la dignidad inviolable de la vida humana. Por eso, las obras de misericordia corporales y espirituales siguen siendo un valor social que muestra la misericordia de Dios hacia todos los suyos y no podemos dejar de testimoniar (n. 18). El carácter social de la misericordia obliga a no quedarse inmóviles y a desterrar la indiferencia y la hipocresía, que la justicia y la vida digna no sean sólo palabras bonitas sino un compromiso concreto de la presencia del reino de Dios (n. 19).
La eterna dialéctica que algunos hacen entre “justicia” y “misericordia”, el Papa la ilumina con el pasaje de la adúltera (Jn 8, 1-11) donde la ley aprobaría la lapidación para ella, Jesús entra en escena y su rostro misericordioso pone a la ley y la justicia legal en su verdadero lugar: al servicio del ser humano. Allí “no se encuentra el pecado y el juicio en abstracto, sino una pecadora y el Salvador Jesús” (n. 1). Es decir, le pone rostro, tiempo, historia a esa circunstancia. No se pone en el centro la objetividad de la ley sino la subjetividad del amor de Dios que se hace real por cada persona. Siempre debe prevalecer la gracia divina por encima de la justicia que deriva de las normas. Quedarse solamente en la ley equivale a banalizar la fe y la misericordia divina. El cristiano está llamado a vivir la novedad del Evangelio “la ley del Espíritu que da vida en Cristo Jesús” (Rm 8,2), incluso en los casos más complejos en los que se quiere que prevalezca la justicia de las normas sobre la gracia divina (n. 11). La misericordia se excede, siempre va más allá, es fecunda. Es como la levadura que hace fermentar la masa (Mt 13,33) y o el grano de mostaza que se convierte en árbol (Lc 13, 19) (n. 19).
Muchos otros aspectos señala el Obispo de Roma refiriéndose a la misericordia. Es una carta muy completa que vale la pena profundizar más. Pero basta terminar señalando la propuesta que hace el Papa sobre celebrar en el XXXIII Domingo del tiempo ordinario, es decir, cuando se termine el año litúrgico –Fiesta de Cristo Rey- la “Jornada Mundial de los Pobres”. Será una jornada para que cada bautizado y comunidad reflexione sobre el hecho de que la pobreza está en el corazón del evangelio y mientras Lázaro este echado a la puerta de nuestra casa (Lc 16, 19-21), no podrá haber justicia ni paz social. Esta jornada constituirá una forma genuina de nueva evangelización, renovando el rostro de la Iglesia en su acción perenne de conversión pastoral, para ser testimonio de la misericordia (n. 21).
Por tanto, tenemos un año por delante en el que se nos invita a enfocar la mirada en el pobre y, más aún, cambiar nuestra mirada sobre él. No es simple objeto de caridad, como tantas veces parece lo consideramos al darle nuestras limosnas y ayudas puntuales, no es aquel a quien se desprecia porque parece que no sabe salir de su situación y se aprovecha de las políticas sociales para seguir en condición de vagancia y dependencia. Es el pobre del evangelio con el que Jesús se identifica -amado por Dios no porque sea bueno sino porque es ser humano y pobre-, el que merece toda nuestra atención, nuestra solidaridad y nuestro dedicación a romper las estructuras de exclusión que impide que ellos gocen de las condiciones de vida que harían posible su verdadero desarrollo. Es decir, si queremos llegar a esa Jornada Mundial de los Pobres con una vivencia real de lo que ella significa, hemos de trabajar en este año, por la justicia social y la paz -que van de la mano- especialmente en nuestro contexto colombiano. Dios nos encarga, por tanto, a través de esta carta de Francisco, el ministerio de la misericordia. Que seamos capaces de vivirlo con mucha audacia y generosidad.