Todas y todos llamados a transparentar el rostro de Dios
En las últimas décadas se tomó conciencia de que la realidad familiar de tantos padres ausentes o de su figura machista y autoritaria hacía muy difícil hablar de la figura de Dios Padre en la catequesis. Los destinatarios no podían reconocer en la figura paternal que tenían, los rasgos de un Dios Padre amoroso que salía al encuentro de sus hijos. Se comenzó entonces a explicitar más la figura materna de Dios. Pero esta no fue la única razón. También la conciencia que se ha adquirido últimamente de la visión patriarcal del mundo –donde lo masculino se erigió como patrón de organización y valoración-, ha permitido prestar más atención a esos rasgos femeninos de Dios y, más aún, replantearse los roles atribuidos tradicionalmente a cada uno de los sexos. Hemos tomado conciencia de las consecuencias del sistema patriarcal: una sociedad asimétrica en la que los rasgos femeninos se quedan reducidos al ámbito privado y con una cierta connotación de debilidad y los masculinos se viven en el ámbito público como muestra de superioridad y fuerza. Además, cada sexo siente una cierta “prohibición” de pretender vivir los roles del otro. Es así como, por ejemplo, en algunas ocasiones, a los hombres “tiernos” se les considera débiles o se duda de la “capacidad intelectual” de las mujeres. (Afortunadamente, todo esto va cambiando, aunque lentamente).
Si acudimos a la tradición bíblica vemos que la metáfora materna de Dios no es desconocida. Pero se ha necesitado el trabajo teológico, propiciado en gran parte por las mujeres, para que la explicitación del rostro materno de Dios influyera más en la vida cristiana. También vale la pena hacer memoria del corto pontificado de Juan Pablo I al que se le recuerda, entre otras cosas, por su afirmación: “Dios es Padre, pero sobre todo es Madre”.
Hablar de Dios como Padre y Madre no significa atribuir a cada sexo unos rasgos y mantener la diferencia de roles. El texto del Génesis nos señala que toda la humanidad –varón y mujer- ha sido creada a imagen y semejanza de Dios (Gén 1, 27) y, por lo tanto, hombres y mujeres estamos llamados a ser presencia de Dios en nuestra historia. Significa que Dios tiene en sí mismo todos esos rasgos y, al mismo tiempo, los supera. Dios no es ni hombre, ni mujer pero uno y otro son imagen suya.
Explicitar hoy los rasgos femeninos es una tarea actual. Propiciar que sean vividos por hombres y mujeres. No limitarlos al espacio íntimo y privado. Llevarlos también al ámbito público. Textos de Óseas como “Con gestos de ternura, con lazos de amor, los atraía; fui para ellos como quien alza un niño hasta sus mejillas y se inclina hasta él para darle de comer” (11, 3-4) o de Isaías "¿Acaso olvida una mujer a su hijo, y no se apiada del fruto de sus entrañas? Pues aunque se encontrara alguna que lo olvidase, yo nunca me olvidaría de ti" (Is 49, 14-15) nos invitan a hacer presente en lo social la ternura de Dios y su capacidad de sentir compasión y misericordia por todos aquellos que ven amenazada su suerte y que no encuentran salida para su situación. Establecer relaciones que pasen por el encuentro, por el cariño, el cuidado, el perdón, la atención particular a cada uno, podrán hacer posible un ámbito público más humano, más cristiano. Hasta ahora las mujeres han vehiculado con más fuerza esos rasgos femeninos. Deben seguir haciéndolo. Pero también los varones están llamados a vivirlos. Así nuestras familias y nuestra sociedad podrán aproximarse más a lo que Dios es y lograremos una manera de ser hombres y mujeres más acordes con el querer de Dios.
Si acudimos a la tradición bíblica vemos que la metáfora materna de Dios no es desconocida. Pero se ha necesitado el trabajo teológico, propiciado en gran parte por las mujeres, para que la explicitación del rostro materno de Dios influyera más en la vida cristiana. También vale la pena hacer memoria del corto pontificado de Juan Pablo I al que se le recuerda, entre otras cosas, por su afirmación: “Dios es Padre, pero sobre todo es Madre”.
Hablar de Dios como Padre y Madre no significa atribuir a cada sexo unos rasgos y mantener la diferencia de roles. El texto del Génesis nos señala que toda la humanidad –varón y mujer- ha sido creada a imagen y semejanza de Dios (Gén 1, 27) y, por lo tanto, hombres y mujeres estamos llamados a ser presencia de Dios en nuestra historia. Significa que Dios tiene en sí mismo todos esos rasgos y, al mismo tiempo, los supera. Dios no es ni hombre, ni mujer pero uno y otro son imagen suya.
Explicitar hoy los rasgos femeninos es una tarea actual. Propiciar que sean vividos por hombres y mujeres. No limitarlos al espacio íntimo y privado. Llevarlos también al ámbito público. Textos de Óseas como “Con gestos de ternura, con lazos de amor, los atraía; fui para ellos como quien alza un niño hasta sus mejillas y se inclina hasta él para darle de comer” (11, 3-4) o de Isaías "¿Acaso olvida una mujer a su hijo, y no se apiada del fruto de sus entrañas? Pues aunque se encontrara alguna que lo olvidase, yo nunca me olvidaría de ti" (Is 49, 14-15) nos invitan a hacer presente en lo social la ternura de Dios y su capacidad de sentir compasión y misericordia por todos aquellos que ven amenazada su suerte y que no encuentran salida para su situación. Establecer relaciones que pasen por el encuentro, por el cariño, el cuidado, el perdón, la atención particular a cada uno, podrán hacer posible un ámbito público más humano, más cristiano. Hasta ahora las mujeres han vehiculado con más fuerza esos rasgos femeninos. Deben seguir haciéndolo. Pero también los varones están llamados a vivirlos. Así nuestras familias y nuestra sociedad podrán aproximarse más a lo que Dios es y lograremos una manera de ser hombres y mujeres más acordes con el querer de Dios.