Tomémonos a Jesús en serio
Es tiempo de vivir en fidelidad a los misterios centrales de nuestra fe y de dar testimonio de aquello que decimos creer. Pero ¿por qué se hace tan difícil vivir con radicalidad el evangelio? ¿por qué hay miedos excesivos de ir hasta el fondo en el amor, el compromiso, la solidaridad, la entrega? ¿por qué no nos desprendemos definitivamente de los honores y riquezas de este mundo que tanto mal nos hacen?
No hay fórmulas para dar respuesta a estos y otros interrogantes parecidos. Pero algo que puede ayudarnos a responder, es entender que la experiencia de fe se vive de muy diversas formas pero, a manera de ejemplo –cayendo en el estereotipo- podemos reconocer dos estilos que conducen a resultados distintos. El primero, -que podríamos caracterizar como más centrado en el bienestar personal, en la búsqueda de protección y ayuda divina para que todo lo que se vive marche bien y se puedan superar las dificultades que se presentan en el camino-, no se hace las preguntas que antes formulábamos. Lo que interesa a las personas que así configuran su fe, es pedir a Dios “bendiciones” y vivir con ese espíritu positivo de sentirse protegido y acompañado por la divinidad, disponiéndose con buen ánimo a realizar las tareas de cada día. Estas personas se les puede reconocer como “muy” religiosas porque parece que la presencia de Dios fluye con facilidad en sus vidas, se muestran respetuosas de lo sagrado e irradian armonía y buen clima a su alrededor.
El segundo estilo de vivir la fe -al que podríamos llamar de compromiso, de profetismo, de libertad evangélica- es el que no pide bendiciones sino que se deja afectar por la realidad y se pregunta cómo y por qué hay tanta injusticia en el mundo. Son las personas que se sienten movidas por su fe a estar atentos a la situación económica, política, social y su impacto en los más pobres. Son las personas que siguen al Jesús de los evangelios y tienen claro que la vida cristiana no es cuestión de recibir bendiciones de Dios sino de hacer posible el reino en el aquí y ahora de nuestra historia. Las personas que enfatizan este aspecto resultan incómodas y molestas para los que viven a su lado porque denuncian las injusticias, cuestionan las riquezas que sólo generan beneficios personales, evitan caer en la lógica de los honores que hacen que unos estén por encima de otros y, en definitiva, viven en todas sus opciones la indisolubilidad entre seguimiento y compromiso con los más pobres, entre evangelio y conciencia profética frente a la realidad, entre comunidad cristiana y entrega desinteresada a favor del bien común.
Estos dos estilos que hemos caracterizado no son dos estilos paralelos con igual validez. En realidad no se dan en estado puro y no deben darse. La petición de muchas bendiciones no siempre se olvida de la realidad social y los comprometidos con los pobres no pueden ser ajenos a la relación personal con Dios. Pero sin duda, el segundo estilo debería marcar con más fuerza la experiencia cristiana sí es que en verdad nos tomamos en serio el seguimiento de Jesús. El evangelio no se acomoda al orden establecido. El evangelio inquieta, desinstala, incomoda, cuestiona, interpela. El evangelio no hace alianzas, ni busca honores. El evangelio se inclina por los últimos y son ellos los que deberían “preocupar” y “ocupar” a los que se dicen ser discípulos y misioneros de Jesucristo. Como dijo Benedicto XVI, “la opción preferencial por los pobres está implícita en la fe cristológica (Documento de Aparecida, 392) y por eso no se entiende por qué cada vez que se enfatiza la dimensión del compromiso con los más pobres salen algunos a invocar la mal entendida “pobreza de espíritu” o la típica frase de que “Dios también es para los ricos”, rebajando así la audacia, radicalidad y profecía que conlleva el evangelio. Tomémonos a Jesús en serio para no rebajar su mensaje y permitir que, efectivamente, interpele y desinstale a los poderosos de cada tiempo presente.
No hay fórmulas para dar respuesta a estos y otros interrogantes parecidos. Pero algo que puede ayudarnos a responder, es entender que la experiencia de fe se vive de muy diversas formas pero, a manera de ejemplo –cayendo en el estereotipo- podemos reconocer dos estilos que conducen a resultados distintos. El primero, -que podríamos caracterizar como más centrado en el bienestar personal, en la búsqueda de protección y ayuda divina para que todo lo que se vive marche bien y se puedan superar las dificultades que se presentan en el camino-, no se hace las preguntas que antes formulábamos. Lo que interesa a las personas que así configuran su fe, es pedir a Dios “bendiciones” y vivir con ese espíritu positivo de sentirse protegido y acompañado por la divinidad, disponiéndose con buen ánimo a realizar las tareas de cada día. Estas personas se les puede reconocer como “muy” religiosas porque parece que la presencia de Dios fluye con facilidad en sus vidas, se muestran respetuosas de lo sagrado e irradian armonía y buen clima a su alrededor.
El segundo estilo de vivir la fe -al que podríamos llamar de compromiso, de profetismo, de libertad evangélica- es el que no pide bendiciones sino que se deja afectar por la realidad y se pregunta cómo y por qué hay tanta injusticia en el mundo. Son las personas que se sienten movidas por su fe a estar atentos a la situación económica, política, social y su impacto en los más pobres. Son las personas que siguen al Jesús de los evangelios y tienen claro que la vida cristiana no es cuestión de recibir bendiciones de Dios sino de hacer posible el reino en el aquí y ahora de nuestra historia. Las personas que enfatizan este aspecto resultan incómodas y molestas para los que viven a su lado porque denuncian las injusticias, cuestionan las riquezas que sólo generan beneficios personales, evitan caer en la lógica de los honores que hacen que unos estén por encima de otros y, en definitiva, viven en todas sus opciones la indisolubilidad entre seguimiento y compromiso con los más pobres, entre evangelio y conciencia profética frente a la realidad, entre comunidad cristiana y entrega desinteresada a favor del bien común.
Estos dos estilos que hemos caracterizado no son dos estilos paralelos con igual validez. En realidad no se dan en estado puro y no deben darse. La petición de muchas bendiciones no siempre se olvida de la realidad social y los comprometidos con los pobres no pueden ser ajenos a la relación personal con Dios. Pero sin duda, el segundo estilo debería marcar con más fuerza la experiencia cristiana sí es que en verdad nos tomamos en serio el seguimiento de Jesús. El evangelio no se acomoda al orden establecido. El evangelio inquieta, desinstala, incomoda, cuestiona, interpela. El evangelio no hace alianzas, ni busca honores. El evangelio se inclina por los últimos y son ellos los que deberían “preocupar” y “ocupar” a los que se dicen ser discípulos y misioneros de Jesucristo. Como dijo Benedicto XVI, “la opción preferencial por los pobres está implícita en la fe cristológica (Documento de Aparecida, 392) y por eso no se entiende por qué cada vez que se enfatiza la dimensión del compromiso con los más pobres salen algunos a invocar la mal entendida “pobreza de espíritu” o la típica frase de que “Dios también es para los ricos”, rebajando así la audacia, radicalidad y profecía que conlleva el evangelio. Tomémonos a Jesús en serio para no rebajar su mensaje y permitir que, efectivamente, interpele y desinstale a los poderosos de cada tiempo presente.