Urge más fidelidad al reino de Dios anunciado por Jesús
Vivir la vida cristiana en fidelidad a los evangelios y transparentando el reino anunciado por Jesús, es un desafío constante. Por eso vale la pena seguir insistiendo en esa vuelta al Jesús de los evangelios, al anuncio del reino que él hizo. Pero tengamos en cuenta algunas cosas. La palabra “reino de Dios” se mantuvo ausente por muchos siglos de la reflexión cristológica. Es sólo hasta ahora que se ha ido recuperando gracias a ese nuevo modo de hacer teología que se toma en serio el Jesús histórico y pone en el centro esa categoría central de su predicación. Pues bien, esa categoría puede no resonarnos demasiado porque en América, no tenemos experiencia de monarquías y reyes. Una referencia es la época colonial pero, en realidad, eso no remite a una experiencia que nos ayude a entender el sentido profundo del reino de Dios anunciado por Jesús.
Por eso, necesitamos aproximarnos al horizonte del Antiguo Testamento para comprender que el pueblo de Israel esperaba un reino donde Dios fuese Rey y gobernara con justicia y misericordia. A los reyes de Israel se les pedía que ejercieran su función como Dios mismo lo haría pero los profetas no cesaron de denunciar que esa esperanza del pueblo no se cumplía porque no sólo los reyes traicionaban la voluntad divina sino que el pueblo que decía esperar ese reino, cada vez lo acomodaba más a su media y a sus expectativas.
En ese contexto de esperanza mesiánica, Jesús anuncia el reino de Dios pero de una manera muy distinta a la que lo esperaban sus contemporáneos. Lo anuncia en fidelidad a Dios mismo. Por eso en ese reino no cabe el poder político, económico o social, mucho menos el considerarse el pueblo más grande entre todos los pueblos o el más perfecto o más santo. Para Jesús el reino que anuncia consiste en que Dios se pone del lado de los más pobres, los defiende por encima de cualquier ley –inclusive la del culto y la observancia- y esa manera de actuar no se impone por la fuerza, sino por la aceptación libre, convocando a todo el pueblo a la fraternidad verdadera y al servicio incondicional. En coherencia con el reino que anuncia, Jesús se pone en medio de sus discípulos “como el que sirve”, invita a no llamar a nadie Padre porque el “único Padre” es Dios mismo y enseña a los suyos una lógica muy distinta de la comúnmente aceptada: no deben aspirar a los primeros puestos, no ha de haber ninguno superior entre ellos, no han de acumular riquezas, ni aspirar a honores y su distintivo ha de ser la entrega de la propia vida. En otras palabras, Jesús vivió lo que anunció y enseñó. Y aunque les costó tanto trabajo a los suyos entender su enseñanza (sus discípulos dicen: “duras son estas palabras”, los hijos de Zebedeo aspiran a los primeros puestos, etc.), la fuerza del Espíritu de Jesús, les fue transformando y, al final, corren la misma suerte del maestro, anuncian el mismo evangelio, abren caminos a ese reino de Dios “hasta los confines de la tierra”.
Pero ¿qué hacemos nosotros con todo este legado? ¿seguimos la misma lógica de Jesús o el paso del tiempo nos ha llevado a instalarnos y a rebajar la audacia y radicalidad del reino que él anuncia? Lamentablemente aparecen más señales de incoherencia que de fidelidad. Más aún, muchas veces en nombre del Dios a quien decimos amar, nos llenamos de prestigio y poder, ejercemos la autoridad con tiranía y para beneficio propio, aumentamos las riquezas, nos llenamos de seguridades, construimos estructuras poderosas y desde ahí pretendemos evangelizar al mundo, llegar a todas las gentes.
Los resultados de ese anuncio no son los mejores y no hay que extrañarse por ello. No convenceremos con nuestra lógica sino con la del reino. Por eso urge pedir más conversión, más fidelidad, más coherencia, más desprendimiento, más audacia. Urge, en otras palabras, buscar el reino de Dios, de verdad y a fondo, como lo primero… sólo así “todo lo demás vendrá por añadidura” (Mt 6,33).
Por eso, necesitamos aproximarnos al horizonte del Antiguo Testamento para comprender que el pueblo de Israel esperaba un reino donde Dios fuese Rey y gobernara con justicia y misericordia. A los reyes de Israel se les pedía que ejercieran su función como Dios mismo lo haría pero los profetas no cesaron de denunciar que esa esperanza del pueblo no se cumplía porque no sólo los reyes traicionaban la voluntad divina sino que el pueblo que decía esperar ese reino, cada vez lo acomodaba más a su media y a sus expectativas.
En ese contexto de esperanza mesiánica, Jesús anuncia el reino de Dios pero de una manera muy distinta a la que lo esperaban sus contemporáneos. Lo anuncia en fidelidad a Dios mismo. Por eso en ese reino no cabe el poder político, económico o social, mucho menos el considerarse el pueblo más grande entre todos los pueblos o el más perfecto o más santo. Para Jesús el reino que anuncia consiste en que Dios se pone del lado de los más pobres, los defiende por encima de cualquier ley –inclusive la del culto y la observancia- y esa manera de actuar no se impone por la fuerza, sino por la aceptación libre, convocando a todo el pueblo a la fraternidad verdadera y al servicio incondicional. En coherencia con el reino que anuncia, Jesús se pone en medio de sus discípulos “como el que sirve”, invita a no llamar a nadie Padre porque el “único Padre” es Dios mismo y enseña a los suyos una lógica muy distinta de la comúnmente aceptada: no deben aspirar a los primeros puestos, no ha de haber ninguno superior entre ellos, no han de acumular riquezas, ni aspirar a honores y su distintivo ha de ser la entrega de la propia vida. En otras palabras, Jesús vivió lo que anunció y enseñó. Y aunque les costó tanto trabajo a los suyos entender su enseñanza (sus discípulos dicen: “duras son estas palabras”, los hijos de Zebedeo aspiran a los primeros puestos, etc.), la fuerza del Espíritu de Jesús, les fue transformando y, al final, corren la misma suerte del maestro, anuncian el mismo evangelio, abren caminos a ese reino de Dios “hasta los confines de la tierra”.
Pero ¿qué hacemos nosotros con todo este legado? ¿seguimos la misma lógica de Jesús o el paso del tiempo nos ha llevado a instalarnos y a rebajar la audacia y radicalidad del reino que él anuncia? Lamentablemente aparecen más señales de incoherencia que de fidelidad. Más aún, muchas veces en nombre del Dios a quien decimos amar, nos llenamos de prestigio y poder, ejercemos la autoridad con tiranía y para beneficio propio, aumentamos las riquezas, nos llenamos de seguridades, construimos estructuras poderosas y desde ahí pretendemos evangelizar al mundo, llegar a todas las gentes.
Los resultados de ese anuncio no son los mejores y no hay que extrañarse por ello. No convenceremos con nuestra lógica sino con la del reino. Por eso urge pedir más conversión, más fidelidad, más coherencia, más desprendimiento, más audacia. Urge, en otras palabras, buscar el reino de Dios, de verdad y a fondo, como lo primero… sólo así “todo lo demás vendrá por añadidura” (Mt 6,33).