La asunción de María y la esperanza cristiana
La fiesta de la Asunción de la Virgen María que celebramos el 15 de agosto nos invita a reflexionar sobre varios aspectos que iluminan la vida cristiana. En primer lugar, es una fiesta de la esperanza cristiana. En María reconocemos que el don escatológico, la comunión definitiva con Dios, ya se ha dado en una de las “nuestras”. Es decir, María ser humano como nosotros, ya goza de la esperanza escatológica, ya ha sido introducida en la vida divina a la que aspiramos.
Pero no sólo esto. Toda su humanidad -como dice el dogma- “fue elevada a la gloria celestial en cuerpo y alma”. Es decir, no es la parte “espiritual” de María la que goza de la eternidad, sino toda su humanidad, todo lo que fue en esta tierra, toda ella, íntegramente. En este aspecto hemos de tener en cuenta que algunas antropologías que se han formulado para la comprensión del ser humano han adolecido de un dualismo que nos llevó a despreciar la parte corporal, finita y a valorar solamente lo espiritual. Pero hoy sabemos que dichas antropologías no corresponden a la integralidad de lo humano ni a la propuesta cristiana. Es todo nuestro ser el que está llamado a la santidad y por tanto el cuerpo es bueno y es, en esta historia, con lo que somos, que podemos vivir el encuentro con Dios que se consumará definitivamente en la eternidad. Esta fiesta por tanto nos invita a recordar que hemos de salvarnos integralmente y que la vida futura que esperamos no es de nuestra alma sino de todo lo que somos, sentimos, vivimos, deseamos, amamos. Todo nuestro ser llamado a la esperanza escatológica. Es en cierto sentido, una reivindicación de lo humano y un compromiso por vivir la vida cristiana en todas las dimensiones de nuestra realidad personal.
Otro aspecto importante a tener en cuenta en esta fiesta es que este dogma fue proclamado como punto de llegada de una fe vivida por el pueblo de Dios. Es decir, fue fruto de una fe sentida por el común de los fieles que llegó a formularse como dogma porque se reconoció esa fe popular en sintonía con la revelación divina. El Papa Pío XII proclamó el dogma de la Asunción de María el 1 de noviembre de 1950, no sin un camino largo de discernimiento y consultas. Y esto significa, entre otras cosas, que la verdad surge de la comunidad, del común de los fieles. Por eso escuchar al Pueblo de Dios es una exigencia eclesial y habría que prestarle más atención porque, efectivamente, Dios se revela en la comunidad. El escuchar, el ver, el partir de la vida, tendría que ser irrenunciable a la hora de formular cualquier pastoral.
Es interesante anotar que lo que movía a los fieles a formular este dogma era su convencimiento de que una vida tan llena de Dios –como fue la de María- no podía sufrir la destrucción de la muerte. Por eso hablaban de la “dormición” de María y no de su muerte. Y, en definitiva, lo que significa es que una vida que ha hecho la voluntad de Dios no puede ser dañada por la muerte, no puede ser alcanzada por la corrupción.
Finalmente, esta fiesta nos invita a vivir esa presencia cercana de María en nuestro caminar, sabiendo que ella nos precede “como signo de esperanza cierta y de consuelo hasta que llegue el día del Señor” (LG 68). En efecto, celebrar la glorificación de María es alimentar nuestra esperanza en ese futuro definitivo al que estamos llamados. Futuro que no nos aleja del compromiso presente sino que nos compromete con la historia que vivimos donde se juega nuestra eternidad. Que esta festividad aliente nuestra esperanza y avive nuestra espiritualidad mariana.
Pero no sólo esto. Toda su humanidad -como dice el dogma- “fue elevada a la gloria celestial en cuerpo y alma”. Es decir, no es la parte “espiritual” de María la que goza de la eternidad, sino toda su humanidad, todo lo que fue en esta tierra, toda ella, íntegramente. En este aspecto hemos de tener en cuenta que algunas antropologías que se han formulado para la comprensión del ser humano han adolecido de un dualismo que nos llevó a despreciar la parte corporal, finita y a valorar solamente lo espiritual. Pero hoy sabemos que dichas antropologías no corresponden a la integralidad de lo humano ni a la propuesta cristiana. Es todo nuestro ser el que está llamado a la santidad y por tanto el cuerpo es bueno y es, en esta historia, con lo que somos, que podemos vivir el encuentro con Dios que se consumará definitivamente en la eternidad. Esta fiesta por tanto nos invita a recordar que hemos de salvarnos integralmente y que la vida futura que esperamos no es de nuestra alma sino de todo lo que somos, sentimos, vivimos, deseamos, amamos. Todo nuestro ser llamado a la esperanza escatológica. Es en cierto sentido, una reivindicación de lo humano y un compromiso por vivir la vida cristiana en todas las dimensiones de nuestra realidad personal.
Otro aspecto importante a tener en cuenta en esta fiesta es que este dogma fue proclamado como punto de llegada de una fe vivida por el pueblo de Dios. Es decir, fue fruto de una fe sentida por el común de los fieles que llegó a formularse como dogma porque se reconoció esa fe popular en sintonía con la revelación divina. El Papa Pío XII proclamó el dogma de la Asunción de María el 1 de noviembre de 1950, no sin un camino largo de discernimiento y consultas. Y esto significa, entre otras cosas, que la verdad surge de la comunidad, del común de los fieles. Por eso escuchar al Pueblo de Dios es una exigencia eclesial y habría que prestarle más atención porque, efectivamente, Dios se revela en la comunidad. El escuchar, el ver, el partir de la vida, tendría que ser irrenunciable a la hora de formular cualquier pastoral.
Es interesante anotar que lo que movía a los fieles a formular este dogma era su convencimiento de que una vida tan llena de Dios –como fue la de María- no podía sufrir la destrucción de la muerte. Por eso hablaban de la “dormición” de María y no de su muerte. Y, en definitiva, lo que significa es que una vida que ha hecho la voluntad de Dios no puede ser dañada por la muerte, no puede ser alcanzada por la corrupción.
Finalmente, esta fiesta nos invita a vivir esa presencia cercana de María en nuestro caminar, sabiendo que ella nos precede “como signo de esperanza cierta y de consuelo hasta que llegue el día del Señor” (LG 68). En efecto, celebrar la glorificación de María es alimentar nuestra esperanza en ese futuro definitivo al que estamos llamados. Futuro que no nos aleja del compromiso presente sino que nos compromete con la historia que vivimos donde se juega nuestra eternidad. Que esta festividad aliente nuestra esperanza y avive nuestra espiritualidad mariana.