La confianza como don y tarea
Confiar es una actitud necesaria para los seres humanos. Sin confianza no podemos vivir en sociedad y, por eso, aunque la inseguridad reinante en nuestras ciudades ha menguado mucho la confianza ciudadana, ahí estamos confiando en las cosas cotidianas de la vida. Seguimos saliendo a la calle, comprando los víveres que necesitamos, usando el transporte público, asistiendo a eventos masivos y, en fin, podríamos enumerar todas estas actividades cotidianas en las que, sin confianza, sería imposible realizarlas. Pero aunque esa confianza persista, es necesario cultivarla, hacerla crecer, reforzarla y, sobre todo, renovarla en quien verdaderamente es digno de toda confianza: nuestro Dios, que cuida de nosotros muy encima de nuestro saber, para quien no se le escapa ni uno de nuestro cabellos y que conoce tan bien todos nuestros pasos. Confiar en Dios es un don y una tarea a la vez. Ya nuestra vida es un don de sus manos. Nada hicimos para recibirla y casi nada podemos hacer para preservarla. Pero es una tarea mantenernos en ese horizonte de confianza en sus designios, en su voluntad, en ese misterio de nuestra historia que sólo Dios conoce y que tantas veces nos desconcierta. No es lo mismo vivir con la confianza puesta en Él que llenos de “preocupaciones en el día a día por lo que vamos a comer o por lo que vamos a vestir” como dice el Evangelio. No quiere decir que uno se abandone a azar y deje que las cosas lleguen a su manera, pero si se nos invita a confiar que todo sucede para nuestro bien y que nada sucede sin que el Señor no esté presente para socorrernos en todas nuestras necesidades. María es un gran ejemplo de confianza y muchos otros en la historia nos han dejado ese legado de que quien confía en el Señor, no queda defraudado. Alimentemos, pues, nuestra confianza en el Señor, abandonémosnos en sus manos y sepamos reconocer en todo nuestro diario vivir, su voluntad volcada siempre hacia nuestro mayor bien.